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Radiografía del corazón

Conversación con el Premio Nacional de la Danza y fundador de la Escuela Cubana de Ballet y del Ballet Nacional de Cuba, institución que en el venidero octubre arribará a los 60 años de vida

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Cientos de jueves había conocido —entre buenos, regulares y malos—, el entonces joven bailarín Fernando Alonso. A sus 33 años ya «había corrido mucho mundo», y tenido no pocas experiencias en el teatro, que pusieron a prueba sus nervios, primero en los ballets de Mordkin, y después en los espectáculos de Broadway en los cuales tomó parte y las presentaciones que protagonizó con el American Ballet Caravan, el Ballet Ruso de Monte Carlo o el Ballet Theater (BT). Pero aquel jueves, 28 de octubre de 1948, el corazón le latió más fuerte que de costumbre.

Cerca de las nueve y treinta de la noche, ya el Teatro Auditórium estaba colmado. Desde principios de mes se habían agotado los abonos que permitían el acceso a las dos funciones programadas que, por el interés despertado, se convirtieron en tres. No eran muchos los bailarines que participarían en el programa con el cual el naciente Ballet Alicia Alonso (hoy Ballet Nacional de Cuba) empezaría a tejer la historia de la primera compañía profesional de su tipo en Cuba: algunos miembros del Ballet Theater, colectivo que estaba suspendido por seis meses debido a cuestiones económicas; Alicia y su partenaire, Igor Youskevitch, y los escasos integrantes de la Sociedad Pro-Arte Musical.

Youskevitch era el encargado de abrir con La siesta de un fauno, de Nijinsky-Debussy, y cerraba al final, junto a la Alonso, con el acto segundo de El lago de los cisnes, de Petipá-Chaikovski. En el medio, Grand pas de quatre, de Dolin-Pugni, protagonizado por Melissa Hayden, Barbara Fallis, Cynthia Riseley y Paula Lloyd.

«Habíamos logrado que nos fiaran los pasajes de los bailarines extranjeros —nuestros compañeros del BT— que venían a bailar en la función. Conseguimos que la orquesta también nos permitiera pagarle después del espectáculo, de acuerdo con los fondos que allí se recaudaran. El vestuario, las partituras y los decorados nos lo prestaba Pro-Arte», cuenta ahora el maestro Fernando Alonso, elegido el pasado mayo, Premio Benois de la Danza, el mayor galardón que se otorga en este arte a nivel mundial, y fundador del BNC, colosal institución cultural que está próxima a cumplir 60 años de vida.

«Gracias al entusiasmo y persistencia de nosotros, conseguimos el apoyo de todas estas personas, y con el éxito logramos saldar las deudas. Pudimos ensayar la función de aquel 28 de octubre gracias a que Pro-Arte nos prestaba su salón. De la emoción y de tanto ajetreo que experimenté ese día no recuerdo muchos detalles, simplemente era un sueño que estábamos haciendo realidad».

—¿Cuál fue el papel jugado por Alicia Alonso, Alberto Alonso y usted en la fundación y consolidación del BNC?

—En esa época ninguno de nosotros sabía exactamente cómo llevar a cabo esta empresa. Sí había en nosotros mucho entusiasmo, encontramos en ese momento, además, una ocasión propicia, pero en realidad el apoyo material era casi inexistente. Ya he contado que Pro-Arte nos brindó sus decorados, vestuarios y partituras, logramos traer a dos directores de orquesta del Ballet Theatre: Max Goberman y Ben Steinberg, con quienes disfrutaba de una amistad entrañable, además de nuestros compañeros del ballet.

«En ese entonces yo era director general y bailaba, me encargaba de organizar las funciones, buscar recursos financieros para todo lo que se debía producir y para el mantenimiento de lo esencial, porque como ya se sabe, el Estado solamente nos daba algún dinero cuando podía, y era una cantidad ínfima después que la compañía estuvo establecida. Al mismo tiempo, supervisaba y hacía la liquidación de la venta de las entradas y del dinero que recibíamos de la subvención para pagar a la orquesta y a los técnicos, hoteles, transportación... Yo era quien les pagaba a estas personas. Claro, no lo hacía solo, conté siempre con el apoyo de Ángela Grau, Manolo Corrales, Conchita Garzón, Antonio Núñez Jiménez y Leovigildo González Murillo, entre otros.

«Luego, cuando fundamos la Academia, también dirigía, administraba, incluso atendía la correspondencia, porque después de las giras del Ballet se hacía muy evidente el interés de muchos jóvenes de venir a recibir cursos y estudiar con nosotros. Por supuesto, también impartía clases... En fin, esas fueron mis tareas en las primeras etapas, porque después del triunfo de la Revolución conseguir el dinero, que era tan difícil, ya no fue un problema.

«Alicia era nuestra figura principal, impartía clases, sobre todo para dar el toque final en los ensayos y definir los estilos en aquellos grupos de nuestros becados, es decir, los más aventajados.

«Alberto era un gran creador, fue la persona que mostró, por primera vez en un escenario, con la técnica clásica, el estilo cubano, con su curiosidad —porque investigaba las raíces cubanas, se reunía con Fernando Ortiz, Lezama Lima y otros intelectuales valiosísimos de nuestro país— y logró llevar a escena lo cotidiano, reflejaba las raíces de la cubanía. Como bailarín, en el Ballet Alicia Alonso interpretó roles de carácter. Luego emprendió proyectos propios: fundó una compañía llamada Ballet Nacional. Además, alternaba sus labores en la televisión y varios cabarés, y tenía mucho éxito en lo que hacía.

«Durante un tiempo, Alberto estuvo separado de la compañía, pero debido a la escasez de apoyo económico, que nosotros sufríamos también, se vio obligado a abandonar la empresa. Su vínculo con nosotros se estrechó nuevamente cuando reorganizamos el Ballet Nacional de Cuba en 1959, tras el triunfo de la Revolución. Entonces aportó al repertorio obras interesantes e imprescindibles, como antes en Pro-Arte, para el ballet cubano».

Fernando y Alicia fueron fundadores de la Escuela Nacional de Ballet y del BNC. Foto: Archivo JR

—¿Fue muy difícil ir conformando ese público que hoy abarrota las salas?

—No fue sencillo, pero lo logramos. Jamás olvidaré la ocasión en que al principio de la Revolución viajamos con la compañía al Valle de Viñales. ¿Qué cree que pasó cuando les dijeron que iban a ver un ballet revolucionario que se llamaba «Sí Fidel»? Fue perturbador cuando vieron aparecer a aquellas muchachas envueltas en tules, bailando y dando saltos... Estaban muy sorprendidos y con razón. Habían entendido «Sí Fidel» en lugar de Las Sílfides... No era de extrañar, era la primera vez en sus vidas que veían un espectáculo de ese tipo.

«Desde el principio siempre trabajamos en dos direcciones: formar a los bailarines y crear un público. Era vital que el pueblo entendiera la danza, pues de lo contrario ¿de dónde íbamos a sacar la cantera? Si no era así, lo más seguro es que los muchachos y muchachas tendrían las mismas experiencias que nosotros cuando quisimos aprender a bailar. En la medida en que fuimos enseñando, mostrando y bailando en diversos lugares, la gente fue comprendiendo y entendiendo que el ballet es arte. Siempre tuvimos muy claro que sin público el ballet no puede existir».

Historia de un artista

Me impresionó la elegancia y la virilidad de la actuación de Alberto en la escena, confesó Fernando, quien aparece retratado en La hija del General. Fernando, Doctor Honoris Causa del Instituto Superior de Arte y de la Universidad Autónoma de Nuevo León, México, así como Premio Nacional de la Danza, lo ha afirmado en varias ocasiones: «Sin mi madre, pianista que estudió con Hubert de Blanck, que fue miembro primero de la directiva de Pro-Arte, luego tesorera, y presidenta después, no te estaría contando esta historia», asegura. Sin embargo, aunque tanto él como Alberto recibieron las mismas influencias de Laura Rayneri, la decisión de dedicarse al ballet llegó después que la de su hermano.

«Me hallaba estudiando Contabilidad en Asheville, North Carolina, cumpliendo con el deseo de mi padre. En esos años era muy importante tener en qué ganarse la vida. Realmente en esa época me encontraba alejado de La Habana y solo conocía de lo que estaba sucediendo por lo que mi hermano y mi mamá me contaban.

«En una de mis vacaciones regresé a La Habana y fui a ver una función donde participaba Alberto —el primer cubano contratado en el extranjero para bailar. Ese día me impresionó la elegancia y la virilidad de su actuación en escena. Descubrí que el entrenamiento físico y la música de la que habíamos disfrutado tanto mi hermano como yo a través de mi madre, no estaban divorciadas, sino que se mezclaban armoniosamente en el arte del ballet. Después, con el tiempo descubrí que ser dueño de tu cuerpo, tener esa sensación casi sensual de dominarlo mientras uno baila, me fascinaba».

—¿Cómo pudieron ustedes dos sobreponerse a los cuestionamientos de la sociedad?

—Mi mamá no pudo hacer carrera como pianista-concertista por los prejuicios de su padre, quien no entendió que una mujer de mil ochocientos y tantos se hiciera una profesional de las artes. Ella, al frente de Pro-Arte, impulsó la escuela de baile. No podemos olvidar que permaneció al frente de esa institución por 14 años. Mi madre, por su experiencia negativa, nos apoyó e impulsó a Alberto y a mí a desarrollar la carrera que habíamos elegido. Mi hermano Alberto fue quien primero sintió curiosidad por el ballet. Inicialmente se vinculó a él para entrenar mejor sus piernas —pensando en ganar destreza en el fútbol americano, que practicábamos desde Spring Hill, Mobile, Alabama. Yo mismo lo «abucheaba» en sus inicios. Pero luego, como referí anteriormente, en cuanto lo vi en un escenario quedé cautivado y comprendí que hasta para mí era una buena elección.

«A nosotros nos costó mucho trabajo ser bailarines. Incluso tuvimos que viajar al extranjero para conseguir el propósito. Teníamos en contra a parte de la directiva reaccionaria de Pro-Arte, que no comprendía que el ballet podía ser una carrera seria para chicas y chicos. No creían en el profesionalismo».

—¿De qué manera logró formarse en dos años si a los bailarines de hoy les toma ocho?

—La técnica de entonces no es la técnica de ahora. Por otra parte, yo había practicado deportes desde el High School, tenía mi cuerpo bien entrenado y entre mis características particulares siempre figuraron —hasta hoy—, la persistencia y la disciplina. En Nueva York, donde permanecían asilados los mejores profesores de la época, tomaba hasta tres clases al día. Fundamentalmente eran maestros rusos e italianos, que enseñaban sus respectivas escuelas.

El joven bailarín Fernando Alonso formó parte de los ballets de Mordkin, de espectáculos de Broadway, del American Ballet Caravan, el Ruso de Monte Carlo y el Ballet Theater. Foto: Archivo de JR

—Usted practicó varios deportes que, ha dicho, aportaron mucho a su formación. ¿En qué sentido?

—Los deportes que practiqué (natación —estilo pecho—, fútbol americano, gimnasia —me destacaba en las paralelas y las argollas—), me prepararon el cuerpo, me dieron un sentido de la disciplina. Me dieron el tono muscular que me permitió luego asumir las exigencias del ballet. El deporte me dio mi forma; de hecho tenía un sobrenombre cuando estudiaba en Spring Hill alusivo a mi musculatura, y no lo voy a mencionar aquí porque mi esposa no quiere (risas).

—Ha elogiado en otras entrevistas las piernas de su hija Laura, «muy bonitas como las de su madre, no feas como las mías», sin embargo, usted pudo llegar muy lejos. ¿Se puede triunfar en ese mundo sin poseer el biotipo de un bailarín?

—¿Cuál es el biotipo de bailarín o de bailarina? Sí, se puede triunfar en el mundo de la danza sin poseer el biotipo, depende de las cualidades artísticas, de la calidad técnico-artística.

—Tuvo contacto con grandes coreógrafos y luego usted mismo creó algunas obras. ¿Por qué no continuó definitivamente por el camino de la coreografía?

—Soy del criterio de que al buen maestro le cuesta ser buen coreógrafo. A mí justamente lo que me ataba era la fidelidad a la disciplina, a la interpretación correcta del clasicismo. El coreógrafo, por naturaleza, es más osado, o sea, se atreve a jugar con la técnica, alterar su forma, hacerle cambios en función de una idea propia, experimentar.

Nace una escuela

—La compañía comenzó con un elenco integrado, en su mayoría, por extranjeros, de modo que hubo que crear una escuela para formar el relevo, pero ¿en qué momento esa escuela —empírica en sus inicios— se convirtió en la Escuela Cubana de Ballet? ¿Qué la distingue de las otras?

—Nosotros simplemente intentábamos enseñar a bailar ballet correctamente, pero la gente bailaba reflejando las características del pueblo cubano. Fue algo inconsciente. En la década del 60 la crítica advirtió que un grupo de jóvenes talentosas que concursaban en Varna, Bulgaria, bailaban de un modo distinto.

«Ya sabíamos que nuestros compañeros del BT no podrían acompañarnos en esta utopía por mucho tiempo, pues tanto los bailarines norteamericanos como los extranjeros debían empezar a recuperar sus contratos. Para nosotros era más que claro que el futuro de la naciente compañía se tornaría gris si no éramos capaces de cubrir el vacío que se creaba. Así que estábamos necesitados de crear una escuela diferente de aquella que habíamos pasado en Pro-Arte, la cual no contaba con una metodología verdadera, científica, de academia. Eran sencillamente clases para que las niñas de alta y mediana sociedad, más que bailar, se refinaran. Había que fundar una escuela con todas las de la ley y con una metodología. Esa labor me tocó a mí».

Por su enorme legado, la Escuela Nacional del Ballet lleva el nombre de Fernando Alonso. Foto: Archivo JR

—¿En qué consistía esa metodología cubana para la enseñanza del ballet?

—Yo ideé y organicé una metodología, que hasta ese momento no existía, pero las características de cubana se las aportaron las cubanas y cubanos. El programa que se impartía en esa escuela lo dividimos en cinco años. Contempló asignaturas como: Ballet, con tres y cuatro frecuencias semanales según el año que cursara el estudiante; Adagio (pas de deux), Teoría y solfeo, Bailes Españoles y Folclóricos, Maquillaje, Anatomía y fisiología, Historia del arte y del baile, Variaciones, Metodología, Pantomima, entre otras.

«Fueron esenciales para mí los conocimientos que fui adquiriendo poco a poco, a la hora de concebir esa metodología. Hay que decir que durante nuestra estancia en Estados Unidos tuvimos la oportunidad de acercarnos tanto a la cultura danzaria de las antiguas escuelas como a las modernas tendencias del ballet contemporáneo, lo cual nos permitió entrar en contacto con brillantes coreógrafos como Michael Fokine, George Balanchine, Frederick Ashton, Anthony Tudor, Agnes de Mille, Jerome Robbins... —no se puede olvidar que participamos en el sueño de instaurar una escuela norteamericana de ballet que reflejara la cultura de ese país. Pero también recibí clases de renombrados maestros como Anatole Obukov, Mijail Mordkin, Anatole Vilzak, Alexandra Fedórova, Pierre Vladímirof..., de quienes tomé todo lo que pude...

«Todo eso ya estaba incorporado, sin embargo, no fue suficiente con lo que había aprendido sobre la danza para hacer esta metodología. Asimismo me apoyé en lo que me habían enseñado de otras disciplinas como la Kinesiología o la Psicología. Su base científica se apoyaba en los ejercicios, por ejemplo. Al mismo tiempo, iba mucho a los gimnasios y trabajaba con los deportistas mientras estudiaba el bachillerato en Alabama. Ya dije que practicaba deportes con un régimen de trabajo, que iba de los ejercicios más sencillos a los más complejos, etcétera.

«En aquellos años intimé con algunos médicos que, para suerte mía, me convidaban a ver sus operaciones, y a quienes no me cansaba de interrogar —no me perdí, por ejemplo, la cirugía del menisco de Aurora Bosch. Estudié Rayos X —me convertí en radiólogo para poder estudiar ballet— y me leía con fruición los libros de Anatomía, los libros sobre el cuerpo humano, los músculos y todos los mecanismos que están relacionados con la vida del bailarín...

«Luego, en las clases y los ensayos experimentaba con mis alumnos y alumnas; prácticamente convivía con ellos y no solo les enseñaba ballet, sino que les enseñaba la vida. Alicia era esencial, pues era evidente que tenía una forma de bailar muy cubana. Eso estaba en la sangre. Alicia, el modelo femenino de la escuela cubana, el patrón, nos iba dando las tendencias. Tanto ella como los que le continuaban nos iban conduciendo a una forma de bailar».

—El cuerpo humano tiende a acomodarse, mientras el ballet exige pasos y posiciones muy determinadas. De acuerdo con su vasta experiencia, ¿cómo es posible solucionar esta dicotomía?

—Muy fácil. Trabajando el cuerpo, repitiendo una y otra vez el paso, teniendo en cuenta la corrección necesaria para resolver el defecto. El cuerpo es un generador de vicios y hay que tener mucho cuidado en saber cuál es el origen del efecto, el maestro debe estar bien entrenado para lograr su propósito.

La voz del maestro

—A pesar de la gloria que le ha brindado el ballet, usted ha confesado que ha sentido un gran complejo de culpa con Laura, su hija... ¿No era ese el precio (elevado, por cierto) que tuvo que pagar?

—Ser padre es una de las carreras más difíciles de la vida, y nadie nace sabiendo ser padre. Fuimos padres muy jóvenes, cuando apenas comenzábamos nuestras carreras, y esto entraba en contradicción con la profesión que habíamos escogido, que nos obligaba a viajar constantemente y nos mantenía ocupados mañana, tarde y noche en clases, ensayos y funciones. Me hubiera gustado acompañar más a mi hija en sus primeros años. En la actualidad la ayudo y apoyo en todo lo que puedo.

—¿Valió la pena dejar de bailar a los 41 años para guiar la compañía y la escuela?

—Sí. Descubrí en la enseñanza un placer infinito. Era la oportunidad que tenía de plasmar mi concepción estética del ballet.

—¿De qué depende el tiempo de un bailarín?

—De sus condiciones físicas, de sus aptitudes y actitudes. No debe perderse de vista que el instrumento del bailarín es su cuerpo. Y el cuidado y la disciplina que uno le aplique a ese instrumento es el que decide.

—¿Cuándo llega un bailarín al techo de sus posibilidades?

—Depende del bailarín; puede ser una carrera muy corta. Su comportamiento, lo que come, la disciplina que haya tenido con su cuerpo, el cuidado si ha sufrido lesiones, como ya dije antes, deciden. Le escuché decir a un gran médico cubano que el hombre tenía la edad de sus arterias. Pienso que su permanencia en la escena depende de la calidad de sus «arterias».

—Como maestro de maestros, ¿qué puede destruir a un alumno?

—Un mal profesor.

«Mira, el profesor debe estar muy pendiente de su alumno, de su desarrollo, de sus necesidades; buscar el modo óptimo de extraer el máximo de sus potencialidades. Y sobre todo, lograr que su alumno lo entienda; de lo contrario no está enseñando a nadie. Es una clase para sí mismo.

«Recuerdo que cuando surgió el problema del desprendimiento de la retina de Alicia, nos vimos obligados a trabajar en otra línea, había que experimentar, buscar que pudiera continuar con su espléndida carrera. Le pedía que cerrara los ojos en muchos de los ejercicios con el fin de que fuera desarrollando otros sentidos, que les permitieran, por ejemplo, hacer los pirouettes o encontrar el balance —no es un secreto que la ausencia de un sentido potencia otros, como el neural de la perpendicularidad, el del equilibrio, el auditivo...— y de ese modo ir desarrollando el sentido de su propio cuerpo. Eso lo logró Alicia que fue una bailarina excepcional, pero nos sirvió para aprovecharlo luego con las demás bailarinas.

«En la academia contábamos con un grupo avanzado, donde estaba Josefina Méndez, Mirta Plá, Aurora Bosch, Loipa Araújo, Laura Alonso, Ramona y Margarita de Sáa. Veníamos trabajando con ellas desde muy jovencitas. Y siempre nos preocupábamos porque estuvieran preparadas para la vida. Íbamos a museos, a teatros, les hablábamos de pintura, música, poesía, teatro, política, anatomía, filosofía... Cuando tenían aproximadamente 13 años ya yo me las había llevado para una gira por Latinoamérica. Bailaron hasta en el Colón de Buenos Aires... No olvido que una de ellas enfermó de rubeola y tuve que encerrarla en un cuarto para que no contagiara a las demás. Acababan con las almohadas, les tiraban agua a los bailarines... Eran unos diablitos. Siempre que estaba de viaje con ellas les mostraba sitios de interés cultural o histórico. ¿Cómo íbamos a ir a China y no visitar la Muralla? ¿O a Ulan Bator y no interesarnos por Genghis Khan?

«Todas ellas recibieron una formación muy completa; cuando les daba clases les hablaba con imágenes. Un bailarín debe crecer con un mundo de imágenes, tener vivencias, solo así puede transmitir emociones en un escenario. Hice con ellas lo mismo que había hecho conmigo mi familia, que poseía un alto nivel cultural e intelectual. Mi madre era concertista, mi padre contador, mi abuelo arquitecto —fue profesor catedrático de la Universidad y fundador de las primeras cátedras de Dibujo y Arquitectura—, al igual que mis tíos, entre los que había ingenieros como el que estuvo al frente de la construcción del Capitolio. Y después, así hicieron con nosotros en Norteamérica, mientras estábamos en el Ballet Theatre, que resultó una universidad extraordinaria. En fin, entre el profesor y los alumnos nace una conexión tan grande que llegas a verlos como si fueran tus hijos».

—Todavía hoy usted continúa preparando a alumnos de ballet para diversos festivales internacionales. ¿Qué le preocupa de la formación de las nuevas generaciones? ¿No cree que ya ha entregado suficiente?

—Las preocupaciones que tengo prefiero reservármelas. Eso sí, sin que ello signifique permanecer estáticos, debemos velar porque se conserve la tradición. Recuerdo que una vez, cuando formábamos parte del Ballet Theatre, todos los bailarines salimos en busca de una presentación de la escuela danesa en Londres. Todos queríamos ver a esas maravillosas bailarinas... Ahora son nuestros maestros, como Loipa Araújo y Laura Alonso, entre otros, los que están dando clases allí. ¿Cómo sucedió? Eso es lo que temo que se pierda.

«El ballet es un arte que siempre está en movimiento, pero hay que saber qué debemos tomar que resulte útil para conservar los conceptos que nos distinguen como escuela. La globalización es inevitable, pero existe el peligro de querer traer a nuestra escuela todo lo que se ve, porque causa buen efecto en otro sitio. Nuestra escuela fue producto de una labor de muchas personas durante varios años, de ver y probar muchas cosas, de estudiar lo que más tenía que ver con nuestro carácter y manera de ser. Hay una verdad tan grande como un templo: detrás de un buen bailarín, siempre hay una buena escuela.

«En cuanto a lo otro que me preguntas, en el ballet, como en otras artes, nunca se entrega lo suficiente».

—Solicitado una y otra vez por otras compañías del mundo. ¿Por qué prefirió permanecer en Cuba?

—Porque amo a mi país... aquí está mi obra.

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