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Los fabulosos del Festival Internacional de Teatro de La Habana

La cartelera de lujo que presenta esta cita hace que el público ni siquiera advierte que el tiempo pasa. Se siente a sus anchas y sabe que es testigo de un verdadero hecho artístico, y lo agradece

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Adoro el diarismo. Disfruto, en verdad, eso de estar «atado» al periódico, de respirar al compás del sordo tecleo «a dos dedos» de lo que me ordenan la emoción y la mente. Me gusta tanto que, cuando Windows me indica que la «ventana» es toda mía, pierdo la noción de un tiempo que nunca me alcanza. Por eso rara vez asisto al teatro, a pesar de que tiende a apoderase de mí con idéntica insistencia.

Esa es la explicación del porqué quise «matar un enano» en unas cuantas jornadas. Debería haber Festival Internacional de Teatro todos los meses. No solo para «obligarme» a andar más pendiente de nuestra escena, sino porque alienta ver en momentos como estos tantos teatros llenos, tantas caras nuevas, tanta calidad en las propuestas...

Admito que por estos días he sido un poco chovinista. Preferí ir al «seguro» y comprobar por mí mismo lo que varios amigos ya me habían asegurado: que las puestas del patio son, como dice Kelvis Ochoa, lo más grande de la vida. Eso tiene sus riesgos, porque... ¿qué escribir de ellas si desde estas mismas páginas ya lo ha hecho, desde el profundo conocimiento y sobradamente bien, Osvaldo Cano? Ya vería, me dije, así que, todavía impresionado por la lucidez demostrada por Carlos Alberto Cremata y La Colmenita en Y sin embargo, se mueve, elegí la multipremiada Escándalo en la Trapa. Luego vinieron Las amargas lágrimas de Petra von Kant, Delirio habanero, La Legionaria...

Y en todos los casos me marché de las abarrotadas salas sin quererlo. De pronto, en cuanto acababa la función, me veía recorriendo con apuro sus pasillos hasta llegar al proscenio, en unos casos para admirar al impresionante y logrado vestuario diseñado por el maestro Eduardo Arrocha (como dice un amigo, una puesta en sí mismo) en Escándalo en la Trapa; y, en la mayoría, para ver bien de cerca a esos actores deslumbrantes que señorean en las tablas cubanas; creerme que ciertamente son los mismos de otras veces: seres «comunes», de carne y hueso, y no esos personajes que interpretan, quienes, aprovechándose de un descuido, se «reencarnaron» en ellos.

La duda salta una y otra vez cuando en el escenario Laura de la Uz deja de ser del todo visible, porque nada nos la recuerda. Es la Reina de Delirio habanero quien canta Isadora y Vieja Luna; es la Reina quien recibe esos estruendosos aplausos, y no Laura. Pareciera que, sin percatarnos, ha entrado en trance, y la locura abandonó a esa mujer con manías de grandeza, con sus delirios de «altura», para apoderarse de nosotros.

Delirio habanero propicia un fantástico duelo entre dos actrices colosales: la ya mencionada De la Uz, desde hace mucho en el Olimpo, y Amarilys Núñez quien da la impresión de asumir sin esfuerzos, pero de una manera poderosa, el doble reto de interpretar a un hombre lunático que se cree Varilla —según cuentan, un afamado cantinero de la emblemática Bodeguita del Medio.

Difícil debe haber sido la tarea de Liván Albelo de intervenir como el Bárbaro del Ritmo en esta dura confrontación entre estas dos señoras actrices, y no terminar «lastimado». Albelo sale airoso, sin rasguños, y nos entrega al Benny de sus alucinaciones con limpieza y mucha bomba. Si el público enloquece con el Delirio habanero, de Alberto Pedro, es porque Raúl Martín, su director, y cada uno de ellos consiguen llevarnos a la Luna con su teatro.

A sus pies también rinde la platea el colectivo de Teatro El Público conducido magistralmente por Carlos Díaz en Las amargas lágrimas... Si bien Díaz tuvo, como de costumbre, el buen tino de elegir el impresionante texto de Rainer Werner Fassbinder y de llevar adelante un montaje espléndido, también reunió un elenco de primera en esta mezcla entre drama psicológico y fantástica comedia, donde abundan las máscaras, y en el que Fernando Hechavarría, con sus transiciones fuera de serie, se remonta a una altura insuperable, al entregarnos a la «perfecta» diseñadora de modas triunfadora y al mismo tiempo vencida.

La Petra, con la cual Hechavarría nos hipnotiza, aleja cualquier caricatura. Fernando nos la regala como una síntesis de poder y servilismo, dulzura y crueldad, seguridad y miedo, fuerza y fragilidad... Pero Léster Martínez (no pude disfrutar su aplaudido Ay, mi amor), con su inescrupulosa y hasta vulgar Karin Thimm se agiganta con este rol que borda con naturalidad, el cual nos recuerda a esos que aprenden rápido a sacarles partido a sus principales dones. En este caso: juventud, belleza y, sobre todo, agallas.

Otros dos nos ofrecieron sendas lecciones de auténtica actuación, con lo cual crece el número de los fabulosos que han reinado durantes estas jornadas de Festival. Sobre uno de ellos ya comenté recientemente: el pequeñín Olito Tamayo, quien se roba el show en Y sin embargo, se mueve; el otro ya es un maestro: Pancho García. Si alguien necesita saber qué significa organicidad y convertirse en el dueño absoluto de la escena, por favor que vaya a ver a La Legionaria. ¿Habrá quien dude que esos no son el modo de andar, los gestos, la voz, las «prendas», de esa señora que en su eterna soledad hizo del sexo un deporte?

A su gusto ha estado Pancho García en este XIII Festival. Y es que además de La Legionaria tuvo la oportunidad de evidenciar su clase «extra» en Final de partida (Argos Teatro) y La muerte de un viajante (Compañía Teatral Hubert de Blanck). Pero en La Legionaria explota al máximo su notable vis cómica y hace cómplice a un auditorio que no quisiera que se acabaran sus confesiones «subiditas» de tono.

El público las escucha atentamente y ríe con ganas. Ni siquiera advierte que el tiempo pasa. Se siente a sus anchas. Sabe que es testigo de un verdadero hecho artístico, y lo agradece. Escándalo en la Trapa, Delirio habanero, Y sin embargo, se mueve, Las amargas lágrimas de Petra von Kant, y todas aquellas que han completado una cartelera de lujo durante este Festival, han logrado el esquivo don de la comunicación; esas y otras que han tocado profundamente la sensibilidad del cubano deberían pasearse por las principales salas del país. Ojalá no demore demasiado, y que esa «desesperación» por apreciar lo mejor de nuestro teatro, se siga contagiando.

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