Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mundos personales y paralelos en el documental

A propósito del festival Santiago Álvarez In memoriam

Autor:

Frank Padrón

El cine latinoamericano, a diferencia de lo que ocurría varias décadas atrás, se está conformando sobre la base de «historias mínimas», como diría el argentino Carlos Sorín; retratos íntimos que se acercan a pequeños grupos, a la pareja, o a una persona, para edificar complejos mundos. No significa esto que falten las épicas, los grandes abordajes colectivos que signaron las producciones en los años 60 al 80 del siglo pasado, pero esa tesitura más personal, ese —pudiera llamarse— «cine de cámara», reina en las obras desde los cismáticos 90 y en este primer decenio del siglo XXI.

Mas, si en la ficción ello pudiera entenderse perfectamente, lo verdaderamente extraordinario es que también esa tendencia inunde y dé cuerpo al documental, generalmente asociado a causas y procesos grupales. No es que el género haya ignorado en su largo bregar acercamientos personales, pero hasta la manera de focalizar los tales se antoja mucho más íntima.

Tras haber abordado varias veces el cangaço y sus míticos personajes (bandoleros elevados a categoría mítica por el imaginario popular) el cine brasileño propone una mirada peculiar en Los últimos cangaçeiros, de Wolney Oliveira (Milagro en Juazeiro). Durvinha y Moreno, compañeros del legendario Lampiao, ocultaron su verdadera identidad durante muchos años, y ahora, ya ancianos, la develan ante la cámara.

El egresado de la EICTV se preocupa más por revelar el lado ontológico que el social, y traza desde el humor, el franco coloquialismo y la evocación sincera, el retrato de esta pareja que no oculta sus «pecados» y secretos, después de hacerlo durante tanto tiempo; su filme, acaso un tanto reiterativo hacia los finales, significa un acercamiento tan honesto como cálido, que se disfruta desde su sana perspectiva lúdicra.

Cambia el tono con El mocito (Marcela Said Cares, Chile), siguiendo a un hombre maduro que en su adolescencia servía el café a los torturadores y se ocupaba de trasladar los cadáveres en plena dictadura pinochetista. Jorgelino, como le llamaban, no solo no siente que haya hecho nada censurable, sino que hasta reclama indemnización.

Resulta singular y muy interesante el personaje, sus puntos de vista y relaciones tanto con descendientes de víctimas como con militares de la época, pero a la hora de armar su texto, la directora extravía el pulso: no presenta adecuadamente ciertas personas importantes en la historia, alarga innecesariamente planos y secuencias, descuida el montaje, por lo que su obra va perdiendo consistencia y fuerza.

Algo semejante le ocurre al argentino Tomás Lipgot cuando se acerca a Moacir, un brasileño radicado en Buenos Aires, cantante frustrado, pobre y semianalfabeto de 75 años, dado de alta de un hospital psiquiátrico, cuyo sueño es hacer un disco. El cineasta (y músico) le ayuda a concretarlo, y en el trayecto nos permite conocer la simpatía y singularidad del personaje; tanto, sin embargo, se enamora de lo que tiene entre manos, que no edita como debiera, extiende sin límites conversaciones y tomas, impidiendo entonces el despegue y vuelo de lo que pudo ser un excelente filme.

Afortunadamente, este no es el caso del uruguayo Aldo Garay con El casamiento, en torno a una pareja sui géneris: la que forman el transexual Julia e Ignacio, ex obrero de la construcción; amor profundo en la tercera edad, digna actitud ante la pobreza y la vida, optimismo y comprensión captan el lente del realizador en este documental fictivo o de «puesta en escena», donde sí no sobra ni falta nada. Con un ritmo deliberadamente lento pero que no genera zonas muertas ni distrae al espectador, este, por el contrario, se sensibiliza con los personajes y se engancha en una historia que lo incorpora y emociona, mas donde todo muestra una austeridad narrativa, una contención y un amarre de sus elementos de veras encomiable.

La coproducción canadiense-mexicana El viaje silencioso, de Marie-Evé Tremblay, es otro punto alto entre los documentales vistos este año. Focalizando la migración azteca a Estados Unidos, la cámara atrapa la imponente frontera donde tantas vidas han acabado y aborda cuatro personajes en sus choques con una realidad que hace añicos una y otra vez el cacareado «sueño americano».

Premio Telesur en el más reciente Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, la mezcla de puntos de vista y experiencias trae también el de diversas estrategias narrativas: documental ficcionado (como también se le conoce) con «cinema verité», voz in off que alterna con el sujeto-objeto, y una recreación a veces hedonista del peligroso escenario, la cual, si bien dilata en ocasiones el discurso, también arroja momentos de elevada poesía visual, distante de lugares comunes tanto fílmicos como conceptuales, y complementada por reflexiones en torno al problema que apuntan a todo un ensayo sociológico pero haciendo énfasis en el lado humano.

Se trata, más allá de motivaciones económicas que llevan a estos seres a emprender el peligroso viaje, de soledades, de seres desarraigados a quienes otra frontera más terrible que la física ha escindido para siempre: tragedia eterna del emigrante que este filme presenta mediante una sensibilidad desgarradora.

De modo que el documental, entre logros y falencias, también ayuda a conocer íntimamente a esos hombres y mujeres cuyas historias personales conforman, y de qué modo, la otra Historia, esa con mayúsculas que sigue tejiendo los cursos indetenibles de la región.

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