Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Volver más puras las palabras de la tribu

Arturo Carrera es un prolífero poeta, ensayista y traductor argentino. Visitó Cuba por primera vez para formar parte del jurado del Premio Casa de las Américas 2013, en el apartado de poesía

Autor:

Melissa Cordero Novo

Arturo Carrera zarpó de Coronel Pringels una mañana de sus 18 años y, tiempo después, Buenos Aires asistiría a su nacimiento lírico como espectador celoso y estupefacto.

La tradición poética argentina encontró pronto un techo vanguardista en los poemas de Carrera. Su amistad con Alejandra Pizarnik y otros artistas contemporáneos potenció sus horizontes. Su primer libro, Escrito con un nictógrafo, contiene un disco compacto con lectura de Pizarnik y prólogo de Severo Sarduy; es un exponente puntual del neobarroco latinoamericano.

A su desempeño poético lo acompañan disímiles premios, entre los que se destacan Premio de Poesía Hispanoamericana Festival de la Lira, en Ecuador (2009) y Segundo Premio Nacional de Poesía (2011). Su obra ha sido traducida al portugués, italiano, francés, sueco e inglés, y forma parte de numerosas antologías. Junto al dramaturgo y poeta Emeterio Cerro creó el teatro de títeres ambulante El escándalo de la serpentina. De conjunto con Juan José Cambre, César Aira, Alfredo Prior y otros amigos fundó en 2006 Estación Pringels, en su pueblo natal, sitio que ha devenido posta poética, centro de traductores literarios y estéticas múltiples.

—Insertarse en un escenario literario argentino cimentado por escritores como Borges, Cortázar, Storni, Gelman... quizá supuso un trabajo doble. ¿Cómo sobrevino para Arturo Carrera este proceso?

—Cuando llegué a Buenos Aires (en 1966), y tiempo después (en 1971) cuando publiqué mi libro Escrito con un nictógrafo, no tenía mucha idea de la fuerza insoslayable de la tradición. Publicar mi primer libro fue una apuesta difícil por las diferencias formales del mismo en relación con otras obras de poetas de mi tiempo y de generaciones anteriores. De modo que hablar de inserción es imposible para mí. Fue una apuesta, en todo caso, a la ingenuidad vanidosa de quien escribe y publica su primer libro. Solo me planteaba algo en lo que aún insisto: poner en acto, cada vez, aquella inocente imagen de Mallarmé en su poema a Poe: «Volver más puras las palabras de la tribu». Sostener esa apuesta si se quiere ética. Darle al lector, o devolverle, antiguas palabras en formas nuevas, transformadas y enriquecidas de sentido.

—¿Cómo puede clasificarse la obra de Arturo Carrera: neobarroca, neobarrosa o barroco de la simplicidad?

—No me gusta definirme en relación a un estilo. De los tres adopté el «barroco de la simplicidad», porque quien lea mis libros se dará cuenta de que no hay excesos barrocos ni juegos de palabras, ni siquiera metáforas, sino metonimias (un poco ajenas al barroco). Por eso mi obra, a partir de mi libro Arturo y yo, puede alzar ese eslogan publicitario que desdeño un poco: barroco de la simplicidad.

—Qué significa en el contexto argentino el proyecto Estación Pringles, que usted dirige, y cuán enriquecedor es para usted y para los artistas de su generación?

—Voy a transcribirte lo que dijo el escritor Daniel Link acerca de nuestro proyecto. Es mucho más elocuente de lo que yo pueda contarte: Estación Pringles/Espacio Quiñihual: «Hace poco más de un año, Arturo Carrera estaba trabajando en Las cuatro estaciones, su libro reciente. En el curso de esa investigación sobre estaciones de ferrocarril, Carrera y quienes lo acompañaban en aquellos meses llegaron hasta Quiñihual, un lugar habitado por los fantasmas de infancia del poeta, que le dijeron al oído sus secretos anhelos y contagiaron la misma fiebre a una “comunidad de centinelas”, una pandemia que (la poesía no es sino esa fuerza de combustión y transformación de la energía en materia y la materia en energía y…), de inmediato, volvió real lo imaginario: había que crear una sociedad (llamada, por supuesto, Estación Pringles) para recuperar esa parte de nosotros que habíamos dejado que se nos escapara como arena en el viento. Gracias a la fuerza de un deseo colectivo, lo que en principio era apenas el rumor de un poema en marcha se transformó en el tren de la historia: las antiguas estaciones de ferrocarril desmanteladas volverán a existir por (y para) el arte y por (y para) el pueblo. Una forma de descentramiento pero, sobre todo, una forma de hacer política. Los primeros funcionarios a quienes les interesó el proyecto exclamaron: “Ah, pero ustedes quieren fundar un pueblo”. “Sí. Y, de paso, devolverle al pueblo la memoria poética que le pertenece”».

—En una ocasión enunció que su amistad con Pizarnik, Perlongher, Osvaldo Lamborghini y Emeterio Cerro, entre otros, había sido «una inolvidable fiesta»...

—El humor, el sentido del humor y la amistad, y las correspondencias de la amistad son una fiesta. La pérdida de esos amigos fue un hecho muy doloroso para mí. No obstante, me queda la eternidad de sus poemas, de sus ritornelos, de sus locuras que también padecían y son la música de la fiesta…

—Expresó una vez que, en su caso, un traductor de poesía no hace otra cosa que querer ser el poeta a quien traduce, ¿qué complicidad existe con aquellos autores —como Henri Michaux, Haroldo de Campos, John Ashbery, Pier Paolo Pasolini— a los cuales ha traducido?

—Sí, claro, quiere ser ese poeta. Se superpone esa manera atenta de leer, a la práctica de la escritura de ese autor que amamos. (Hablo de la traducción de poesía).

«Con la traducción de Michaux introduje en mi espíritu, en efecto, ritmos que desconocía, pero sobre los que yo mismo produje una dirección indeterminada o involuntaria, si se me permite la expresión. Por medio de la aceptación de esos ritmos sobre los que incidí, avancé en otra idea de la traducción: es decir, que la traducción es un mixto de memoria noética, visual, experimental y consciente, y de una memoria hiponoética, que trae para sí secuencialmente, aspectos sonoros ineludibles, bloques, terrones de sonido imprescindibles para la marcación, digamos casi soñando, de un territorio poético próximo al del músico Messiaen y sus pájaros. (En este sentido una buena traducción sería una buena demarcación de un territorio, lograda por la eficaz memorización de los íconos del canto y de los bloques “no sabidos” de sentido)».

—La primera obra es determinante en un poeta, como usted también dijera. A la distancia de los años, y luego de tener más de 20 libros de poesía publicados, ¿qué significó Escrito con un nictógrafo?

Escrito con un nictógrafo partió de la idea de construir un objeto funerario fractal, donde las frases producidas en un aparato de escritura inventado por Lewis Carroll y adaptado por mí, dio como resultado fragmentos de texto en diferentes copias y bandas luminosas. Pero asimismo acercó el universo de los autómatas, de las páginas invertidas (blanco sobre negro), de las tachaduras mallarmeanas, de los rituales cinematográficos de Jean Marie Straub, etc.

«Cuando escribí Escrito con un nictógrafo, en la práctica mi primer libro, dado que el primero es aquel que requiere el reconocimiento de un esfuerzo pulsional y ético por ese “volver más puras las palabras de la tribu” que te mencioné, me doy cuenta de que lo que hice fue escribir lo que en el grupo francés OULIPO, Perec llamó un texto à contrainte. Forzado. Escrito a partir de una clave, en mi caso la oscuridad. La oscuridad “verdadera” y no la oscuridad hermética, ficcional. El hermetismo de la oscuridad “real” propiciaba un espacio de encantamiento ritual y compulsivo. La contrainte era, asimismo, créase o no, la supresión de los afectos y la inauguración de un afecto nuevo, innombrado: la sensación, el común denominador de los afectos: el ritmo (como quiso mi filósofo favorito: Deleuze).

«Y entonces empecé a escribir en lo oscuro, a “ritmar” a mi modo, en lo oscuro, ese nuevo ejercicio que mis ancestros habían llamado “rimar” en lo claro.

«Me despertaba y en la infinita oscuridad escribía. Con un lápiz grande, tipo carpintero, un pincel, un marcador y una hoja cuadrada, blanca. Eso era mi nictógrafo. Un utensilio à contrainte. Constituido quizá por los equivalentes actuales de los remotos cuños cúficos sobre la arcilla blanda. Pero que contenía la invención de Lewis Carrol, el nictógrafo o tliflógrafo, uno de sus inventos realizados para “sus insomnios de solterón”.

«La publicación, más tarde, del libro propiamente “dicho”, siguió inventando una aventura à contrainte, que yo leo ahora desde aquí como una manera de plantear un procedimiento poético nuevo en Argentina y que me separaba de la poesía tradicional».

—Primera vez que forma parte del jurado de Casa de las Américas y que visita la Isla, ¿qué percepción le merecen el Premio, Cuba y la calidad de las obras en concurso?

—Es extraordinario estar aquí. Vuelve aquella expresión que tuve en otra isla, Sicilia: “No es cierto que estoy aquí”. Me dicen que Colón en su diario compara a Cuba con Sicilia, ¿no es así?

«En cuanto al Premio, fue arduo por la cantidad de trabajos presentados, más de 300. Pero qué felicidad haber entrado en ese laberinto interminable de imágenes. Dormido las soñaba. Despierto las repasaba».

Arturo Carrera encontró en la oscuridad la más profunda intensidad de la luz, y cruzó con sus versos hacia una nueva dimensión del significado de las palabras. Cuando conversa crea oasis que se expanden a lo largo del desierto. Leer sus poemas es otro modo de salvación.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.