Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La visión de los otros

La temporada teatral ha sido ganada por piezas que expresan las voces de quienes, en la contemporaneidad, no detentan el poder

Autor:

Frank Padrón

La voz y la mirada de quienes en las sociedades contemporáneas no detentan el poder ni las situaciones más privilegiadas (que no es lo mismo, pero es igual), desde los contornos íntimos del placer hasta los de la esfera socioeconómica —en definitiva, tan estrechamente relacionados—, aparecen de un modo u otro en varias puestas de la presente temporada teatral.

El deseo, escrita por el exitoso dramaturgo mexicano Hugo Rascón, en puesta de María Elena Soteras para la compañía Hubert de Blanck, nos coloca frente a una pareja desigual: ella (rica y madura profesional estadounidense) y él (joven latino ignorante) logran que su relación coincida y funcione en el único terreno posible: el erótico; sin embargo, cuando comienzan a aflorar (o mejor, a chocar, a resultar incómodas) las abismales diferencias en la pareja, aquel presunto amor se va a bolina.

El abismo se manifiesta en todo: la comida, la música, las costumbres, el idioma…, lo cual privilegia la puesta de Soteras, abundante en contrastes que implican cuidadoso trabajo de edición en la banda sonora que descuella como uno de los méritos, junto con la coreografía (Maykel de Armas, Berthica Casañas), sin dudas simbólica y muy eficaz como quiera que los conceptos e ideas «bailan» de principio a fin en El deseo.

En El deseo, Laura Delgado y Jansel Lestegas asumen convincentemente personajes difíciles que atraviesan varias tesituras histriónicas, por lo que solo deben cuidar, para futuras representaciones, cierta sobreactuación que en ocasiones hace un tanto desbordados sus trabajos.

Otra pareja, esta vez de edades y estratos similares (ambos muy jóvenes y con pocos recursos) conforman el núcleo dramático de Malos presagios, un texto no muy reciente de Yunior García, que ha montado César Cutén para la Compañía Rita Montaner.

Al borde de la boda, Mary y Pachi, quienes ya conviven hace un tiempo, empiezan a cuestionarse si valdrá la pena efectuar la ceremonia, por lo cual emergen las dudas y contradicciones de dos muchachos transidos por las dificultades y la inmadurez; pero en esa explosión de conflictos se emplazan lastres como el machismo, los excesos feministas y, en general, la tiranía de los roles y sus clichés.

La puesta ha logrado resolver, con un mínimo de recursos escenográficos y de vestuario (sin descartar los simbólicos trajes de novios), la música variada y conceptualmente expresiva, una obra donde lo esencial son las frecuentes rupturas «brechtianas» (incluyendo una suerte de Reality… con encuesta al público, premiación, etc.) y las alusiones intertextuales que referencian (y reverencian) ilustres parejas del teatro precedente (de Shakespeare a Ibsen y Lorca).

A decir verdad, todo esto se logra de manera parcial: los remedos de programas radiales o los distanciamientos que imitan algún ensayo, por ejemplo, no logran integrarse felizmente a la línea central del texto, que recae con toda su carga lúdica e interpretativa en dos actores simpáticos, no carentes de talento, pero que se ven con frecuencia superados por los requerimientos de los personajes: Banguela Gibert y David Reyes. Con todo, Malos presagios irradia no poca luz sobre los temas que aborda, sobre todo para espectadores contemporáneos como los protagonistas.

En una cuerda mucho más grave se mueve Sonata para un hombre bueno, adaptación de Harold Vergara sobre el original que dio cuerpo al célebre filme alemán La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck) y que pudo ser vista bajo su codirección (junto a Daisy Sánchez) para Teatro El Paso.

Remontándose a los tiempos de la República Democrática Alemana (RDA) cuando la Stassi (policía política) vigilaba celosamente a escritores e intelectuales mediante el espionaje y la fabricación de «expedientes» comprometedores, la puesta de Vergara metaforiza temas y problemas que trascienden el momento y el lugar. El miedo, el compromiso político, la integridad del artista, la relación con el poder y otros ítems muy complejos, afloran en esta historia, oportuna en tiempos en los que, a niveles internacionales, los teléfonos «pinchados» y las escuchas perpetuas han sido sustituidos, perfeccionados, por redes cibernéticas donde se practica el control de Estado, que abarca desde altas esferas políticas hasta los más comunes ciudadanos, mediante websites en apariencia tan ingenuos como Facebook.

La más reciente puesta de El Paso (a veces en la intimidad del teatro-arena, otras en la relación convencional escenario-platea) reproduce el ambiente de inseguridad y angustia de los personajes en un trayecto que continúa explor(t)ando algunas de las singularidades de la compañía: escenas alternas y coincidentes, división del escenario, luces que complementan estados anímicos y contextuales, inclusión de imágenes fílmicas y participación de los espectadores, algo que comienza en la misma puesta y se extiende a un epílogo-debate que sostienen, con el grupo en pleno, mediante el cual sus integrantes han declarado retroalimentarse y obtener ideas y sugerencias con vistas a perfeccionar su trabajo.

También en esta obra (ya lo hemos visto en las anteriores reseñadas) se aprecia una evidente desigualdad en el quehacer actoral, algo en lo que los directores deben insistir, como quiera que con mucha regularidad llevan a escena textos dilemáticos, habitados por hombres y mujeres con personalidades y situaciones difíciles (como los de esta Sonata…) que no siempre son abordados en toda su riqueza de matices.

De cualquier manera, estamos ante una puesta que protagonizó una polémica y motivadora concurrencia del más diverso público, según se apreció no solo en la asistencia sino en los encuentros al finalizar cada función, una práctica que bien pudiera ser incorporada por otros de nuestros colectivos escénicos.

Dentro de su habitual línea performática, El Ciervo Encantado nos presentó ¡Guan melón, tu melón!, bajo la dirección de quien rige ese grupo: Nelda Castillo.

La desvalorización y el maltrato al patrimonio musical, el folclor y otros tesoros culturales ante imperativos económicos son la diana a la que apunta la directora junto a sus afiladas actrices, Mariela Brito (principal intérprete del colectivo), Olivia Rodríguez (artista visual) y Yindra Regüeifero (estudiante de teatro).

Estas «cantantes» —Mariela y Olivia— integran un dúo improvisado que oferta una colección de cantos, cuentos, refranes, etc., que en otro contexto y con la debida calidad sacarían la cara por sus respectivas manifestaciones artísticas, pero que en el caso de tales improvisadas e invasivas buscavidas se tornan folcloristas, seudoculturales, burdos remedos y expresiones del más acendrado kitsch.

El dúo, una grotesca caricatura de soprano y contralto que acribilla constantemente canciones y narraciones orales, o la joven que «para ayudarse a pasar el mes» lo mismo ofrece lecciones de baile cubano que golosinas, señalan a una triste realidad que se instala dolorosamente en nuestro mapa social y que debemos evitar, combatir.

Las dificultades materiales no pueden acarrear, bajo el lema del «vale todo», el atentado a nuestras bellezas espirituales y estéticas.

¡Guan melón… discursa sobre ello con corrosiva y sutil expresión, que solo de forma pretextual parece acudir al humor, en torno a tan alarmantes problemas, cerrando una suerte de trilogía que abordó análogas parcelas semánticas, en los anteriores y no menos exitosos Cubalandia (el dolor de todo un país «en venta» bajo mal aplicados criterios turísticos) y Triunfadela (el consignismo y el adocenamiento mediáticos entorpeciendo la imprescindible labor comunicacional).

Con su nueva incursión en zonas candentes de la realidad nacional, El Ciervo Encantado nos enfrenta, incorpora y propicia al diálogo, crítica y dialécticamente.

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