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Adorables verdades (+ Fotos y Videos)

«Yo creo que todos los seres humanos soñamos con perdurar de alguna manera: los artistas a través de sus obras, y quienes no lo son, a través de sus hijos», asegura la protagonista de recordadas películas como Fresa y chocolate, Adorables mentiras, Hasta cierto punto y Guantanamera, en diálogo cercano con JR

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

«EL arte es un don inexplicable. Cuando se apodera de ti es para no soltarte jamás. Te habita desde que naces, como la sangre que te recorre de pies a cabeza, y dicta tu destino, no importa dónde vivas. No tiene que ver, siquiera, con el medio en el cual te desenvuelvas, aunque sin dudas puede influir que te rodee una familia con vocación artística, sensible. Creo que nace con uno, y cuando se descubre sientes cómo va creciendo dentro de ti, cómo se agiganta y ya no puedes controlarlo más. Es una sensación extraña, mágica muy placentera, la razón y la fantasía aunadas...».

Dialoga con JR, dice con pasión absoluta esas palabras, y a sus ojos va a parar toda la luz que la rodea. Entonces la imagino así mismo: «poseída» por la belleza, como cuando solo tenía cinco años y ya captaba con su magnetismo la atención del auditorio, recitando inspiradísima en el antiguo Edificio de la Sociedad La Fraternidad, de San José de las Lajas, donde transcurrió su feliz infancia. Cuando evoca la tierra que la vio nacer, son los más gratos recuerdos que acompañan a la inmensa Mirtha Ibarra, la magnífica protagonista de filmes como Hasta cierto punto, Adorables mentiras, Fresa y chocolate, El cuerno de la abundancia, Bailando con Margot...

«San José estaba entonces muy lejos de ganarse la categoría de capital, como lo es ahora de Mayabeque(sonríe). ¿Quién me lo iba a decir a mí, que salí “corriendo” de ese pueblo...? Mi infancia fue muy hermosa pero con la adolescencia se me hizo muy tedioso y pequeño. Me resulta simpático, porque yo di un salto más largo que los de Iván Pedroso y vine a caer en París... Si no es un récord mundial, es un buen average», asegura, con ese humor que distingue, esta bella mujer que vino al mundo con ese «algo especial, que habita a los artistas».

Nacida al amparo de una familia humilde, pero que no escatimó esfuerzos en la educación de sus tres hijos, Mirthica, como seguro deben haberla llamado de pequeña, no solo recitaba, sino que también bailaba, cantaba y tocaba castañuelas. «Mi padre me las quitaba y las escondía, porque yo era, la verdad, un ser “insoportable”. Bueno, ya te digo: así somos los artistas, un poco egocéntricos. Parece que necesitaba que me miraran: me paraba delante del televisor disfrazada con los tacones y las ropas de mi madre. Creo que es una cuestión de carácter, soy rebelde; mi hermana mayor es más taciturna y obediente.

«Yo era hiperactiva, leguleya, siempre dispuesta a defender mis derechos, con unas ansias enormes de independencia. Siempre me dije: “No me voy a casar con un hombre al que tenga que lavarle los calzoncillos”. Era una chiquilla pero ya pensaba muy distinto a las jóvenes que me rodeaban. Ese feminismo lo heredé de mi madre».

Escuchándola no es extraño entender que haya llenado a escondidas la planilla para sumarse a la Campaña de Alfabetización, y que encontrara los argumentos para convencer a sus padres, quienes no soportaban la idea de volver a tenerla lejos, les hizo saber que estudiaría en una de esas escuelas de arte a las cuales hacía referencia Fidel en su discurso.

«Les fue difícil asimilar que me iba para Oriente, a Mayarí Arriba, en la zona de Alto Songo. Jamás había cruzado la Isla yo sola. Esa fue mi primera vez. Fíjate si mi padres estaban temerosos, que cuando se formaron las Brigadas Patria o Muerte enrolaron a mi hermano para que estuviera cerca de mí.

«De esa etapa conservo en mi mente recuerdos muy hermosos (te confieso que, por lo general, los desagradables trato de desecharlos, les doy tijeras, porque crean malas energías). Me tocó una casa donde vivía una señora nombrada Quirina. Imagino que contaba con 70 años aproximadamente. Llevaba un pelo muy largo y blanco, con el cual se hacía un moño. Se vestía de blanco coco, algo extraño porque araba en el campo y todo. En la cintura se amarraba un cinturón con un machete.

«Tres veces tuvo que llevarme ante ella la maestra voluntaria para que me recibiera. “Yo no puedo alimentar otra boca, decía, y además estoy muy vieja ya para aprender”, me botaba sin miramientos. A los pocos días la maestra volvía a la carga, hasta que nos dio por imposibles. Refunfuñó: “Que se quede, pero tendrá que ponerse a trabajar, porque no la voy a alimentar”.

«Me levantaba a las cinco de la mañana y me iba con los haitianos a recoger café. Por una lata no se pagaba casi nada, pero podía comprarme algunas boberías en la bodega. Aprendí a ganarme el sustento. Por la tarde daba mis clases. Quirina aprendió a leer y a escribir. Era muy inteligente, y también terrible, sobre todo en los primeros tiempos. “¿Para qué usted quiere ese machete?”, le preguntaba. “Ah, porque los majás y las serpientes andan aquí por dondequiera”, me respondía y ¡a mí me daba tanto miedo!... Me acostaba en aquella hamaca con los ratones que caminaban por los tabiques, aterrorizada, pero no lo daba a entender, yo misma me daba terapia. “No le tienes miedo a nada”, me repetía. Le perdí el miedo a todo. Esa experiencia de la alfabetización me catapultó de la adolescencia a la madurez.Después se encariñó mucho conmigo y yo le llamaba abuela.

«Luego me enviaron a la casa de una señora que no era muy normal, tenía sus problemas. De hecho, no aprendió. Terminábamos de comer y le ponía la cazuela en la que cocinaba a los puercos. “¿Usted no se come el puerco? ¿Por qué ellos no van a comer con nosotros?”, trataba de darme una explicación para espantar la alarma que veía en mis ojos. Había parido tres muchachos a los que mandaba a robar plátanos a las fincas vecinas para que se llenaran las barrigas.

«Yo, cada vez que aparecía una oportunidad, me montaba en un caballo y arrancaba para la casa donde se hallaba mi hermano, en Joturito, propiedad de una señora muy simpática, que era dueña de un cafetal. “Ven, mi amorcito, ven, que a ti te tienen pasando mucha hambre”, me recibía con una sonrisa y enseguida sacaba los chicharrones que guardaba metidos en manteca y platanitos maduros.

«La experiencia fue tremendamente enriquecedora, adquirí madurez y responsabilidad: tratar de enseñar a esa gente humilde y ayudarla en todo lo que fuera posible. Con 14 años no había salido de mi casa, era una niña mimada por mi mamá y mi papá».

—¿Entonces tu decisión de optar por la Escuela Nacional de Arte fue otro «golpe» para los tuyos?

—La bronca con mis padres fue dura; se negaban a que me becara: «Esa es una escuela para la prostitución, todas las artistas son mujeres de la vida», me decían con preocupación. Era la idea que había, pero los convencí. Aceptaron con la condición de que me llevaban y me traían, pero poco a poco se fueron adaptando y adquiriendo más confianza en mí. En el último año conocí a mi primer esposo pidiendo autostop (sonríe).

«En una fiesta en la que se celebraba, creo que el aniversario 30 de estar casada con Pablo (Menéndez), la bella Adria Santana, mi amiga querida, leyó un escrito donde decía: “Yo no fui la primera jinetera de La Habana. Fue Mirta Ibarra” (sonríe). En aquella época estar relacionada con un extranjero era algo terrible, pero así es el amor, nadie puede mandar en él...». 

 

—¿Cómo ocurrió el flechazo?

—Es que después de las doce de la noche no había ómnibus que nos acercara a la escuela. A esa hora la ruta 96 cesaba sus recorridos, de forma tal que todo el mundo se ponía a pedir botella. Un día pasó un carro negro, dio la vuelta, nos paró, preguntó para dónde íbamos y nos llevó... Él me miró, yo lo miré. A esto le llaman «golpe de ojo»... y fue ese francés quien se convirtió en el padre de mi hijo. Me fui a París cuando mi pequeño cumplió dos meses.

—Has contado que debes haber participado absolutamente en todos los trabajos voluntarios que se convocaron en La Habana...

—¡En todos! Y hasta en la zafra del 70, cortando caña. No me perdí ni un solo trabajo voluntario. Los cinco años de la escuela de arte me los pasé recogiendo café y de jefa de campamento, a veces nos íbamos para la toronja en Isla de Pinos. Del embarazo me enteré en el Central Habana Libre. «Estás en estado y con principio de aborto, debes hacer reposo absoluto», me indicó el médico y tuve que dejar de cortar la caña. Saulius nació en julio del 70, a los dos meses partimos para París, donde pude matricular en la Escuela Internacional de Teatro París Ocho, así como pasar un curso con Perineti, un famoso director. Igual formé parte de varios grupos de aficionados.

 

De la «escuela» a la «vida»

París vino a darle continuidad, a brindarle otra mirada que completó lo que había aprendido no solo en la ENA, donde se graduó en 1967, sino también sobre las tablas. Si bien la acogió una compañía de la categoría de Teatro Estudio, la Ibarra se dejó guiar «por aquel refrán que reza que mejor ser cabeza de ratón que cola de león. Por ello decidí unirme a dos grupos que resultaron vitales para mi carrera, a las órdenes primero de Eugenio Hernández Espinosa, director y dramaturgo, a quien quiero muchísimo; y luego de Tito Junco, otro creador fundamental en mi formación. Con ellos empecé a protagonizar obras como Tema para Verónica, con la que recibí diversos premios, y Weekend en Bahía, que me llevó de gira por España...».

En el año 1973 inició el profundo amor que unió a Mirtha y Titón. Foto: Cortesía de la entrevistada

De izquierda a derecha: Salius, Mirtha y Titón. Foto: Cortesía de la entrevistada

—Ya divorciada, en 1973 se atravesó en tu camino una persona muy importante en tu vida, mas no sé si lavaba calzoncillos...

—(sonríe)El inolvidable Titón...

—¿Y? ¿Lavaba por fin?

—No (vuelve a sonreír), pero había lavadora (suelta una contagiosa carcajada).

—Justo de la mano de Tomás Gutiérrez Alea entraste al cine en grande: con Hasta cierto punto conseguiste el Premio Coral a la mejor actuación femenina en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano...

—En el cine descubrí un mundo maravilloso que se convirtió en el centro de mi existencia. Todavía hoy aseguro que es el medio que más me gusta y lo que más me interesa. El teatro constituye la escuela. Resulta fundamental y lo adoro, pero ahora me estresa. Esos monólogos tremendos que alguna vez hice, al estilo de Oya Ayawa, extraordinaria obra que Eugenio Hernández Espinosa escribiera para mí, y con el cual gané el premio de actuación en el Festival del Monólogo.

«Algunos actores afirman que es peor la espera en el cine. Tal vez sea insufrible, mas no existe comparación, aunque en una escena muy emotiva se vaya la corriente o la toma quede desenfocada. Prefiero esas adversidades a lo efímero del teatro. Yo creo que todos los seres humanos soñamos con perdurar de alguna manera: los artistas a través de sus obras, y quienes no lo son, a través de sus hijos.

«Puede que el teatro te regale una noche maravillosa, sin embargo, estoy convencida de que dentro de 15 o 20 años nadie la recordará. Como si no bastara, el cine te paga mejor —vamos a ser conscientes de esa realidad—, y luego te permite valorar tu propio trabajo, criticarlo, mejorar, superarte. En una puesta en escena a veces piensas que has hecho una noche fantástica pero viene el director y te baja a la tierra... Pero, además, el cine llega a más personas. Mira lo que pasó con Fresa y chocolate: han transcurrido más de 20 años y todavía es amada por la gente, una película que marcó un hito dentro de esta sociedad, que cambió nuestra mentalidad y nos ayudó a ser mejores personas, más tolerantes. Para mí es una enorme satisfacción saberme parte de ese clásico del cine cubano». 

Mirtha Ibarra (Nancy) y Vladimir Cruz (David) en Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío.

—¿Eras consciente de que con Titón te unías a un genio de la cinematografía nacional?

—Después de Memorias del subdesarrollo a nadie le queda dudas de que se trataba de un creador fuera de serie realmente. No existe encuesta sobre el cine cubano en la cual esta película de 1968 no aparezca en los primeros lugares.

—Volvamos a Hasta cierto punto (1983).

—Admito que fue muy difícil decidirnos a trabajar juntos. En La última cena (1976), mi primera intervención (mínima) en el cine, Titón ideó un personaje pequeño para mí para que pudiéramos estar juntos en Matanzas. Pero luego habíamos hecho una especie de pacto de que no íbamos a unir nuestro amor con el trabajo. Sin embargo, surgió Hasta cierto punto. Entonces me dijo que quería que interpretara el personaje principal. Fue muy excitante participar en la investigación que se desarrolló en el puerto: me dieron un pase que me permitía entrevistarme con las trabajadoras, a las que observaba cómo se vestían, cómo hablaban y se comportaban, todo lo cual resultó altamente provechoso.

«Como bien dices, gracias a esta película gané el premio del Festival de La Habana y el que otorgaba la Uneac. No olvidaré que el mismo día de la premiación yo me había quedado por un lado y Titón se me acercó para decirme que había escuchado el piropo más grande que se le puede hacer a una actriz. “¿Cuál?”, quise saber. “He oído a un hombre decir: No sé por qué la premian si ni siquiera actúa” (ríe con ganas). Pero es que Horacio decía que: “Es propio del arte ocultar el arte”, algo que Cicerón reafirmó al asegurar que “hay un arte de parecer sin arte”.Esa historia se me quedó grabada, porque me pareció genial.

«Hay otra anécdota relacionada con Hasta cierto punto. Como era de esperar, yo me sentí muy insegura, acostumbrada al teatro donde se ensaya mucho y cuando te presentas en escena ya tienes dominado al personaje, controlado de principio a fin. En el cine, en cambio, apenas se hace, al no ser una o dos escenas que el director considere esenciales. Pues bien, nos pusimos a grabar la parte en la que estoy acostada en el hotel, mientras mi pareja se pone a hablar por teléfono con su mujer y le inventa que anda ocupado en una reunión. Filmamos y Titón me dice: ya.

«Y ahí mismo yo empecé: “Por favor, déjame hacer otra toma, yo creo que puedo hacerla mejor”. “No es necesario, quedó perfecto”. Habíamos acordado que siempre se pondrían las cartas sobre la mesa y que me trataría como a una actriz, no como su esposa, que habría una línea divisoria total. E insistí. “No, otra por gusto no”. Te imaginarás que me metí en el baño con un ataque de llanto, hubo que maquillarme de nuevo, pero él se llenó de paciencia conmigo. Al llegar a la casa solo me pidió: “Debes darme un voto de confianza”.

«No olvido cuando vi la película por primera vez: seguía mi personaje con desesperación, sin casi prestarle atención a lo demás. Pero es como un vicio que se te crea: al principio apenas la disfrutas, estás solo detrás de los defectos. Al terminarse la proyección, Titón me miró: “¿Ves? ¡Estás muy bien!”. El jurado del Festival pensó igual que él (sonríe)».

—¿En Cartas del parque (1988) hubo llantos también?

Cartas del parque también fue difícil: cuando casi íbamos a comenzar el rodaje, a Titón le coincidió con un chequeo médico: se había puesto muy flaquito, tenía giardiasis. «¿Por qué no aprovechas y te chequeas tú también?», empezó a embullarme.«No, el chequeo te lo mandaron a ti, no a mí». Pero tú sabes cómo son ustedes los hombres: no les gusta enfermarse, ponerse termómetro, sacarse sangre, se vuelven una criatura de seis meses... Para que me dejara tranquila, accedí y fue una bendición porque ¡quien estaba enferma era yo! Me descubrieron un cáncer in situ, que requirió dos operaciones.

«Iniciando la película yo estaba recién operada, no me podía poner ni el corsé, hubo que modificarlo para que no me apretara. Fue duro, pues nuestra querida Marucha, esposa de Mayito (Mario García Joya), el director de fotografía, había enfermado de lo mismo (fallecería después, lamentablemente), de modo que se trabajó con unas tensiones tremendas, pero salió una linda película, la película de amor que Titón quería hacer».

Director y protagonista en unos de los descansos durante la filmación de la película Cartas del parque. Foto: Cortesía de la entrevistada

Puras verdades

—Apartémonos del camino de Titón para hablar de Adorables mentiras, de Gerardo Chijona, otro Coral más en tu haber...

—Yo adoro Adorables mentiras, porque me regaló un personaje realmente emblemático para mí, posiblemente el que más quiero...

—Te refieres a Nancy, que luego se incorporó a Fresa y chocolate. ¿De quién fue la idea? 

—No puedo decirte si de Titón o de Senel. A Titón le parecía que dos personajes no darían suficiente conflicto dramático, que sería más interesante armar un triángulo. Realmente cuando me lo propusieron me negué, pensaba que con un Diego y un David tan bien concebidos, Nancy iba a quedar todo el tiempo por debajo. Estaba feliz con el resultado de Adorables mentiras y sabía que con frecuencia segundas partes muchas veces no terminan siendo buenas. Pero Titón me aseguró que sería un personaje muy importante, de mucha dimensión, como los otros dos. Él trabajó ese guion durante dos años consecutivos.

Mirtha Ibarra y Carlos Cruzen, Adorables mentiras, ópera prima de Gerardo Chijona, a partir de un guion de Senel Paz. Foto: Cortesía de la entrevistada.

«En ese rodaje vivimos momentos muy hermosos. Cierro los ojos y nos vemos los dos acostados en la cama, armando la oración para la escena del baño en la cual Nancy hace esa especie de amarre-despojo para conquistar a David, con pedacitos de varias oraciones... Pero también fue complicado porque Titón se enfermó otra vez en medio de la filmación de la película.

«No olvido que llamé a Tabío. “Mira, lo siento, pero no la puedo hacer, necesito estar a su lado”. Entonces Juan Carlos me hizo recapacitar: “No se lo puedes decir, porque si lo sabe se va desarmar. Tienes que hacerlo, tienes que hacerlo y tienes que hacerlo”. Así que acordamos que todas mis escenas se correrían para el final, mientras yo estaba con él en el hospital, o lo llevaba a filmar o a los ensayos... Cuando me tocó mi turno, ya se hallaba mucho mejor».

—¿Cómo fue esa primera impresión?

Fresa y chocolate me encantó, pero te soy sincera: nunca pensé que alcanzaría una dimensión internacional de esa magnitud. Estaba segura de que se trataba de una película importante para Cuba, muy hermosa, que conmovía. Recordaré por siempre aquellos diez minutos que duró la ovación: el Karl Marx completamente de pie. Ahí me di cuenta de su grandeza. Pero no podía imaginar el camino que luego recorrería. Eso nos sorprendió, yo creo, a todos.

Intensa fue la química que mostraron en pantalla el recordado trío que conformaron Ibarra, Perugorría y Cruz en Fresa y chocolate. Foto: Cortesía de la entrevistada.

—¿Se vieron con el Oscar en la mano?

—Si tú supieras que cuando íbamos en la limosina para las premiaciones, la muchacha de Miramax Films nos adelantó: «Tengo que decirles que ha habido maraña»...

—Es decir que los chismes allí también funcionan…

—Pues mira que sí (sonríe). Allá también hay «filtraciones». No se debía a cuestiones políticas. Nos informó que la discusión estaba entre Miramax y Sony, dos poderosas compañías. La primera competía con la nuestra y la segunda con Quemados por el sol. Nos explicó que para votar, el jurado tiene que haber visto las cinco películas extranjeras en concurso, pero le falta la de Nikita Mijalkov, que también es una extraordinaria película al igual de Antes de la lluvia (Milcho Manchevski). Sony no quiso mandar copias, así que se dieron dos funciones únicas y finalmente solo pudieron votar quienes estuvieron en el teatro.No obstante, aunque parezca una frase hecha, no puedo dejar de asegurarlo: el premio mayor de Fresa y chocolate se lo ha otorgado el público.

La Ibarra como la Nancy de Fresa y chocolate. Foto: Cortesía de la entrevistada

—A diferencia de con Vladimir Cruz, ya tú habías trabajado con Jorge Perugorría...

—Sí, con Pichi había coincidido en dos series para la televisión: una que dirigió Magaly Espinosa, Esperaré que crezcas; y la otra, Shiralad. Cuando Titón comenzó a buscar los actores, le pedí a su asistente que lo tomaran en cuenta para el casting. Y mira lo que es la vida, viendo las pruebas en la casa una noche me comentó: «Este muchacho es el que mejor mira, el menos estereotipado, el que me ha dado un gay sin cliché, pero es muy joven». «¿Y si le entresacamos el pelo, le ponemos unos espejuelos bien feos...?», le sugerí. Así se hizo, fíjate que Jorge se ve mucho mayor y cuando baja la cabeza se nota un claro, aunque en verdad es un mes más joven que Vladimir. En esa fecha los dos tenían veintipico de años.

Jorge Perugorría y Mirtha Ibarra en una escena de Fresa y chocolate. Foto: Cortesía de la entrevistada

«Esa experiencia me dio una lección en cuanto a la flexibilidad de los directores. Titón era una persona que no se encasillaba en un molde, a diferencia de algunos que se aferran a un modo de ver un personaje y no se fijan en quienes creen que no se acercan a su visión. Ni siquiera les hacen una prueba.

«En España, por ejemplo, el jefe de casting es quien selecciona, aquí también, pero el director influye... Estando en las grabaciones de una telenovela allá tuve la oportunidad de trabajar con una actriz, que también desempañaba esa función...».

—Supongo que hablas de La verdad de Laura, la cual permaneció por seis meses en pantalla, ¿no?

—Efectivamente. Aquí no se ha transmitido, pero se ha visto hasta en China... Yo me he encontrado con gente en el supermercado que me ha dicho: «Oye, no pude terminar de verla, cuéntame el final». Pues bien, esta señora decía: «Nada más quiero actores entre 15 y 20 años». Y si venían: «Este tiene 25, pero parece de 19», ella enseguida lo despachaba: «No me interesa lo que parece: ¡tiene 25!». Por eso a veces a los actores no nos gusta decir la edad. Yo a veces la oculto, y cuando quiero lucir más vieja voy con las canas, de lo contrario me doy un tintecito (sonríe).

«Titón era muy abierto. Yo recuerdo cuando Sergio Giral (Plácido) me anunció: “Te voy a pintar de rojo”. Llegué a la casa atormentada. “¿Tú te imaginas con esta piel y el pelo pintado de rojo?”. “¿Y por qué no? Prueba a ver”, me dijo. Después me percaté de que me quedaba de lo más bien, se me veía la cara hasta más rosadita (sonríe)».

—¿Y era Titón abierto al desnudo?

—Para los dos estaba claro que si en una película había necesidad de que el personaje se desnudara, era la necesidad del personaje, no del actor. Yo soy muy desinhibida en ese sentido, aunque puedo ser muy tímida en un lugar donde no conozca a las personas. Cuando me tocó el desnudo de Hasta cierto punto, realmente no le di ninguna importancia, pero después, con el de Fresa y chocolate, me quejé un poquito: «Otro más, pero este es de cuerpo». «Ay, Mirtha, ya tú enseñaste las tetas, pues vamos a enseñar ahora las nalgas». Él estaba en su arte, no veía en eso problema alguno...

—Bueno, y como bien dices, se trataba de Nancy...

—Por supuesto, ¡jamás Mirtha!… Pero es terrible en ocasiones. Cuando la primera vez, mi hijo cursaba la secundaria. Esa es una edad en la cual ellos a veces no se comunican mucho con las madres, pero siempre hay alguna amiguita que nos pone al día. «¡Tú no sabes cómo Saulius sufrió por la película!», me contó una. Sus amiguitos se burlaban de él y le decían con sorna: «Oye, vi la película de tu mamá y... “hasta cierto punto”». Al pobre le daban un cuero...

Tan duro y tan de corazón

—En tu larga carrera en el cine has sido dirigida en Cuba, además de por Titón y Tabío, por Gerardo Chijona, Daniel Díaz Torres, Sergio Giral, Julio García Espinosa, Mayra Vilasís, Rebeca Chávez, Jorge Perugorría, Arturo Santana... ¿Algún otro cineasta con quien quisieras verte en el plató?

—Con Fernando Pérez. Eso es ya un «trauma» (sonríe). Él me llamó para que fuera una de las protagonistas de Madagascar. Cuando me leí el guion le comenté que creía que ese personaje poseía una buena proposición, pero no una buena realización. «Tómate tu tiempo y trabájalo», me pidió Fernando. Debo decirte que me encanta trabajar con los primeros guiones, pensar en los personajes, en sus evoluciones, las escenas, pero cuando ya está «cerrado», es muy complejo, pues no se puede mover ninguna ficha, está engranado como la maquinaria de un reloj. Así se lo expliqué la segunda vez que nos vimos en casa. «No importa, Mirtha, cualquiera que lo haga yo te veré a ti en pantalla», como siempre, fue muy amable. Y, bueno, después me he quedado con las ganas, y no me llama.

Foto: Claudio Peláez Sordo

—¿Y en cuanto a los actores?

—Con Osvaldo Doimeadiós, cuyo trabajo me gusta mucho. Con Molina ya trabajé, y me encanta. Con Omar Franco, Fernando Hechavarría.

—Hablabas de la televisión y te recuerdo en El hombre que vino con la lluvia, de Miguel Sanabria, junto a Luis Alberto Ramírez. También en Pasos hacia la montaña, de Juan Vilar, ¿por qué apenas se te ve en ese medio?

—Chico, no me proponen nada. Hace un tiempo me presentaron un guion para un cuento. «Es malo pero lo vamos a arreglar, a trabajar», de ese modo me invitaron. Y cuando lo leí me di cuenta de que... Le propuse facilitarle historias que tengo, gracias a que me gusta crear argumentos, y hasta he escrito obras de teatro como Neurótica anónima, que representé con Joel Angelino (Fresa y chocolate), quien vive en Tenerife (al igual que Obsesión habanera, la cual escribí y dirigí, me fue muy bien).Sin embargo,no me llamó más.

«Igual, no me puedo involucrar en las telenovelas, porque suelen ser procesos muy largos y temo que caiga un proyecto de cine, que es donde me siento a mis anchas. No obstante, grabaría un teleplay, por ejemplo».

—No únicamente Neurótica anónima y Obsesión habanera evidencian tu gusto por la escritura, también el libro Volver sobre mis pasos...

Volver sobre mis pasos es un libro que me pide mucha gente. La primera edición se agotó, la segunda (2018, de Ediciones Unión y Ediciones Icaic) fue mucho más amplia y en ella tuve la valiosa colaboración del crítico Juan Antonio García Borrero, quien me ayudó a completar información que no aparece en la propuesta inicial: personas que nunca pude averiguar quiénes eran (no me refiero a los destinatarios) y que se mencionan en las cartas. Pero lo más importante es que siempre ha sido formidable la acogida de Volver sobre mis pasos.

—¿Un documental como Titón: de La Habana a Guantanamera (2008) nos puedes hacer pensar que te interesa la dirección?

—No me atrevo con la dirección de ficción, que es la que me gustaría hacer; me da mucho miedo, y siento un respeto enorme. No puede ser de otro modo cuando has tenido a tu lado a un hombre de la inmensidad profesional y humana de Titón, quien siempre trabajó tan duro y tan de corazón.

—¿Qué sientes que Titón te dejó?

—¡Me dejó tanto! (Canta: Yo me quedo con todas esas cosas tan lindas...) La disciplina, el rigor: eso que yo jamás he perdido de vista en mi trabajo. Los dos nos parecíamos mucho, como si hubiéramos sido gemelos; las diferencias se daban en el carácter. Pero en lo demás: la generosidad, la entrega, la honestidad..., igualitos. Él era una persona muy bondadosa, muy de dar lo que tenía. Todo eso dentro de un carácter muy fuerte. Cuando se ponía mal, se ponía mal, mas era, al mismo tiempo, muy suave, muy dulce.

Siento un respeto enorme por la dirección en la ficción, afirma Mirtha. «No puede ser de otro modo cuando has tenido a un lado a un hombre de la inmensidad profesional y humana de Titón». Foto: Cortesía de la entrevistada

—¿Qué echas de menos del cubano, de Cuba, cuando estás en el extranjero?

—La gente. Al ser humano. La relación de los cubanos entre sí es muy abierta, bastante sincera. El cubano tiene esas ansias de ayudar al prójimo, de ser solidario. Si tú te enfermas lo ves enseguida: «Yo me quedo contigo en el hospital». Eso no es común en otros lados. Una amiga en España cayó enferma y me ofrecí. «No, si yo estoy bien». En otros países se vive eso de «estar bien siempre», aunque se estén muriendo. Al cubano, si tú le das una oportunidad, te puede contar su vida completa en cinco minutos. Es muy generoso: una virtud que se encuentra poco... ¿De Cuba? Extraño mucho el mar, me gusta estar cerca de él.

—¿Hasta dónde estás satisfecha con tu carrera?

—Chico, yo quisiera tener más trabajo, porque hacer una película ahora y la otra cuando Dios quiera, mientras los años te golpean, te marchitan sin piedad, eso no es muy estimulante, ¿verdad? Esa situación me deprime un poco. No consigo evitarlo, aunque me doy terapia intensiva todo el tiempo. 

Foto: Claudio Peláez Sordo

«¿Con qué sueño? Con un musical. Cuando fui a la escuela de arte, hice las pruebas para danza y aunque tenía muchas condiciones, ya había cumplido 15 años. Por eso me decidí por la actuación. Igual me fascina cantar, de hecho he compuesto hasta canciones... Pero ya no se hacen musicales y si llegara la oportunidad se lo darían, seguramente, a alguien más joven, pensando que Mirtha Ibarra ya no puede levantar la pierna, pero se equivocan (sonríe). Canté en Cuarteto de La Habana (Fernando Colomo) y en una hermosa obra que escribiera Roque Dalton, donde interpreté Te recuerdo Amanda; también en mi obra Neurótica anónima hago mis canciones.Sin embargo, todavía no he podido matar el enano de un musical (sonríe)».

Retrospectiva que muestra parte de la extensa obra cinematográfica de uno de los rostros indiscutibles del cine no solo cubano, sino también iberoamericano.

—¿Y el Premio Nacional de Cine?

—Todos los años me proponen, voy a hacer un testamento para no aceptarlo post mortem. Ojalá, si algún día me lo otorgan, pueda recogerlo aunque sea con un bastón, ¡pero en vida!(sonríe).

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