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El vuelo interminable del último Montalvo

A sus 87 años el trapecista Reinaldo Hernández Padrón recibió el Premio Nacional de Circo, otorgado por vez primera en el país

Autor:

Iris Celia Mujica Castellón

Nació para volar. Volar como vuelan los pájaros, de alas abiertas y cuerpo ligero, casi ingrávido. Pero el peso de sus huesos le impedía alcanzar las cornisas. Insistió. Debía someter la rigidez de su complexión original y transformarse en el ser aerodinámico que ya era. Nunca le faltaron certezas, vio a su padre muchas veces dominar el vacío. Sabía que podía hacerlo, a fin de cuentas, volar es también un asunto de casta.

Y en la suya, los hombres tienen capacidad para ejercer lo extraordinario. Por eso construyeron un circo, Hermanos Montalvo: el primero que vio este país. Cuando Reinaldo Hernández Padrón asomó a la vida, ya traía la marca de este linaje. Aprendió a andar entre las carpas, bajo las luces del espectáculo. Y colgó su destino en los trapecios, para saltar y elevarse con maestría de ave. «Mi sueño era convertirme en vuelista», cuenta el trapecista octogenario.

El último miembro de una familia insigne del arte circense en Cuba hurga en su memoria para contar una historia que no termina en los finales previstos.

«Cierro los ojos y aunque era muy pequeño, puedo ver aquel circo enorme. No era un lugar de visita. Era mi casa, mi mundo. En 1908, mi padre, Jesús Hernández, junto a sus hermanos Eduardo y Félix, fundó el reconocido circo Hermanos Montalvo, honrando el apellido de mi abuela paterna. Los tres eran acróbatas de profesión. Veinticinco años después, vine al mundo, y como siempre digo, nací dentro del circo. Hermanos Montalvo fue mucho más que una carpa y un grupo de artistas. Con los años visité pistas extranjeras, deslumbrantes, desarrolladas, con shows increíbles. Sin embargo, en ninguna me sentí como en la nuestra. Teníamos de todo, lo necesario y más para hacer feliz a la gente: trapecistas, payasos, animales de exhibición y con ello recorríamos el país entero.

—¿Vivir en el seno de una familia de artistas determinó su vocación por el circo?

—Estar en el medio desde pequeño influyó mucho, nunca me sentí obligado o presionado. Mi mayor inspiración era mi padre. Sentía una fascinación por su arte, por lo que era capaz de hacer. Reconocía la pasión del circo en mi genética. Es algo con lo que se nace. Uno puede tener fuertes inspiraciones, influencias, pero el talento es innato. Mis dos hermanos, por ejemplo, crecieron en el mismo entorno familiar y ninguno se dedicó a esta vida.

—¿Cuándo supo que tenía talento para la acrobacia?

—Desde siempre. Desde que empecé a caminar. Mi mayor sueño era subir al trapecio, pero mi padre no me lo permitió hasta la mayoría de edad. De otra forma hubiera sido irresponsable. Tenía diez años cuando empecé a hacer números sencillos de pulsadas. Los presentaba en nuestro circo y en todos los escenarios donde me recibieran. Actué en varios teatros reconocidos y participé en diferentes programas. Poco a poco perfeccioné mis rutinas de acrobacia y me preparé para asumir los riesgos del trapecismo.

—En aquellos años el circo era muy artesanal y la mayoría de los artistas tenían formación autodidacta…

—Hermanos Montalvo, el circo de mi familia, fue mi escuela, mi espacio de entrenamiento. Lo aprendí todo con mi padre. El resto de la preparación la adquirí en los escenarios, en el rigor del espectáculo, en el trabajo duro. No fui a centros especializados a aprender las técnicas. Tampoco existía una Escuela Nacional de Circo o algo parecido. Gané práctica, conocimiento y experiencia en el camino, de presentación en presentación.

—¿Cómo es la vida de un niño que invierte parte de su infancia en aprender un arte de tanto riesgo?

—Divertida y de constante aprendizaje. Desde mi visión infantil el sacrificio no parecía sacrificio. Aprender acrobacias era un juego maravilloso y el riesgo formaba parte de la diversión. Crecer implica ver las cosas de otra manera, menos alegre. En casa, con mi mamá y mis hermanos, tocaba ir a la escuela y hacer las cosas que hacen todos los niños. En el circo me sentía especial. La mejor época del año eran las giras. Todo comenzaba en La Palma, aquí en La Habana, donde teníamos la sede del circo.

«Después de las primeras funciones, partíamos a las provincias. Viajaba con mi papá y el resto de artistas. Durante los viajes, además de repasar mis números de acrobacia y ayudar en todo lo que hiciera falta, tenía que estudiar. Recibía lecciones mientras nos movíamos de un lugar a otro. No había descanso. Siendo un niño aprendí que el circo es entrega de principio a fin».

—¿Cómo vivió Reinaldo Hernández esa aventura de viajar de pueblo en pueblo?

—Me gustaban mucho los viajes, conocer lugares nuevos o regresar a aquellos donde ya habíamos estado, y siempre nos esperaban con la misma alegría. Íbamos a pueblitos intrincados y nunca faltó público porque la gente amaba el circo. Hacíamos amistades que rencontrábamos en cada gira. Comíamos en fondas, conversábamos con los pobladores. Aprendimos mucho de la gente, de las diferentes culturas dentro de un mismo país. Cada lugar era distinto y nosotros nos quedábamos con lo mejor de cada estancia.

—¿Cómo recuerda una noche de espectáculo?

—Era una fiesta maravillosa. No importaba cuántas veces repitiéramos la función, ni todo el esfuerzo empeñado. La noche de presentación tenía siempre aquel espíritu festivo. Recuerdo a los artistas prepararse meticulosamente desde muy temprano. Me gustaba sentir el calor de las luces, escuchar la música bien alta, los aplausos, las risas, las expresiones de asombro, el silencio que se producía en los momentos de tensión, los suspiros del público cuando el acróbata superaba el desafío.

—A lo largo de su carrera practicó géneros complejos, sin embargo, lució sus mayores destrezas en el trapecio volante…

—Desde niño soñaba mis números de vuelo y tuve que esperar hasta los 21 años para sentir aquella adrenalina. En 1954 creé el grupo de trapecistas Los Montalvo y fue el comienzo de una etapa hermosa en mi vida artística. Pude dedicarme en cuerpo y alma a mi mayor pasión, el trapecio volante. Recuerdo que tardé meses en montar el primer número con ejercicios sencillos que más tarde pude complejizar. Y, aunque me sentía listo, todavía puedo sentir los nervios. Debuté como vuelista en la carpa de mi padre, frente al público habanero.

—¿Qué acto marcó su trayectoria como trapecista?

—El vuelo del pájaro era mi número estrella. Trabajé para alcanzar un vuelo perfecto, capaz de poner al público de pie. En cada actuación desafiaba la gravedad, era peligroso y extraordinario. Pero confiaba en mis habilidades, en mi trabajo. Fui reconocido como vuelista, dentro y fuera de Cuba. En 1976 me presenté en el circo de Corea del Norte y en 1981, en la antigua Unión Soviética. Visité pistas en Polonia, Alemania y varios países de Centroamérica. En una oportunidad acompañé, en calidad de técnico y profesor, al grupo de trapecistas cubanos al Festival Internacional de Circo en Francia, donde ganamos el galardón dorado. Aunque no fui como artista, sentí un inmenso orgullo por el trapecismo cubano.

—En su opinión, qué sufre más un trapecista, ¿el miedo a la caída o el temor a hacer el ridículo?

—Ambos temores ejercen mucha presión. Una caída te puede sacar de la carrera para siempre o lo que es peor, te puede dejar sin vida. El miedo a caer es una alerta. Obliga a trabajar con agudeza, a perfeccionar la técnica y ejercitar para ganar confianza en uno mismo. El temor a hacer el ridículo es el talón de Aquiles de cualquier artista. Para ridiculizarnos no hace falta caer del trapecio.

—Tenía 54 años cuando se despidió del arte circense; sin embargo, nunca se alejó de las carpas…

—La edad me impidió subir otra vez a los trapecios. Pero continué volando a través de los alumnos que ayudé a formar. Seguí en las carpas muchos años. Fui subdirector de circo, jefe de pista, profesor, tutor y asesor de muchos artistas. Me gustaba enseñar y aportar mi experiencia. Durante estos años, dirigí espectáculos de excelencia y giras muy exitosas. En 1997 me retiré. Abrí las puertas al reposo, a la vida hogareña y a otros pendientes.

—Por vez primera, el Consejo Nacional de Artes Escénicas y el Ministerio de Cultura otorgan el Premio Nacional de Circo ¿Cómo recibe Reinaldo este reconocimiento a sus 87 años?

—Con una emoción indescriptible. Más que un premio a mi trayectoria personal, lo considero un reconocimiento a mis raíces circenses. Es un homenaje a mis ancestros. Recibirlo me ha hecho saber que mi historia vive en la memoria de las nuevas generaciones de artistas. Es la certeza de que, pasados 50, años todavía se acuerdan de Reinaldo.

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