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Lágrimas en Pensilvania

Los vi firmar una pelota y marcharse con los ojos húmedos y enrojecidos del estadio, el mismo estadio al que probablemente no volverán nunca, pero que viajará con ellos toda la vida

Autor:

Osviel Castro Medel

Williamsport, Estados Unidos.- Cuba ya no jugará otro partido en esta Serie Mundial de las Pequeñas Ligas. Cayó  este domingo 2-3 ante Veraguas, de Panamá, de modo que tendremos que empezar a construir otro sueño para el próximo año, para el cual también tenemos un cupo directo, sin jugar la eliminatoria regional. 

Como el primer día, cuando chocamos con Japón, nos tocó enfrentar a un lanzador, Omar Vargas, que no parece de esta liga, no solo por el tamaño, sino también por la velocidad y el dominio de los comandos, incluyendo los rompientes, que fueron nuestro gran dolor de cabeza en el torneo.

Solo un hit –de Roberto Martínez en la primera entrada- le pudieron conectar a la estrella panameña, que abandonó el box con 65 lanzamientos, 4,2 capítulos trabajados y el score 3-0.

Después de su salida, los cubanos que estábamos en las gradas pensamos que podía llegar la remontada en el quinto episodio, pero el relevista Allan Rodríguez retiró esa entrada sin complicaciones y las ilusiones quedaron reducidas a un inning.

En ese rollo conclusivo el equipo de Bayamo mostró la madera (o el metal) del que está hecho. Con un out en la pizarra, Heikel Reyes soltó cohete a la pradera central y seguidamente Luis Aparicio, que llevaba tres ponches y dos boletos en todo el torneo, sacó la pelota por el jardín izquierdo para ponerle dramatismo al partido.

Pero el score no se movió más y la pizarra del estadio de los Voluntarios mostró los números finales: Panamá: 3-6-1, Cuba: 2-3-1. Números que duelen porque significaban nuestra eliminación, luego de haber guerreado hasta el último out.

“Por poco nos matan del corazón. Buen juego, Cuba”, me dijo el padre de un niño cuando pasé por la grada de primera, donde se sentaron los de Panamá.

En el banco, los Pequeños Alazanes estaban desconsolados, llorando, sufriendo, mordiéndose, cada uno, los labios. Raudel Medina, el entrenador que permaneció con ellos todo el tiempo, intentaba controlarlos, pero aquel mar de lágrimas, rompedor de almas, era incontenible.

Quería preguntarle a Vladimir Vargas, el mánager de Bayamo, por qué no envió antes al box a Edgar Torres (2,2 INN, 0C, 1 H) y por qué no sacó a Ismael Ortega cuando tenía dos corredores en base (3,1 INN, 3CL, 5H, 6K) en el cuarto, cuando Veraguas marcó las dos anotaciones decisivas, mas el momento no ameritaba preguntas de ese tipo.

“El equipo que venga el próximo año tendrá que sacar experiencias de lo que hemos vivido aquí, tenemos que insertar en nuestra liga el uso de la curva, aunque sea regulada. Nos vamos con la frente en alto, nos duelen mucho las lágrimas que están derramando los niños, ahora hay que calmarlos porque cuando un niño llora…”, me dijo con la voz entrecortada.

Intenté entonces entrevistar a Luis Aparicio, quien con su jonrón puso a la grada de pie en el sexto. No le salían las palabras. Entendí que mide 1,75, que es el más corpulento, pero es un niño. “Nos esforzamos, no pudimos”, atinó a soltar con la voz casi inaudible.

Los vi firmar una pelota y marcharse con los ojos húmedos y enrojecidos del estadio, el mismo estadio al que probablemente no volverán nunca, pero que viajará con ellos toda la vida.

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