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No tiene precio

María García González (Lealtad No. 214, entre Concordia y Virtudes, La Habana) me confiesa en su carta que es una mujer muy rica, pero de un extraño caudal que no se mide en millones de pesos: el de la honestidad.

Ella es recepcionista de una Dirección Municipal de Educación, y percibe por ello un salario mensual de 295 pesos. El pasado 11 de septiembre, a la una de la tarde, María intentó cobrar parte de su salario con la tarjeta magnética en el cajero automático del Banco Metropolitano sito en O’Reilly y Compostela, en La Habana Vieja. Tecleó su código, consultó saldo, y tecleó de nuevo para intentar extraer cien pesos.

En el monitor del cajero apareció la señal: «Tome su dinero». Pero la máquina nunca depositó en sus manos los billetes con la suma solicitada.

Sobresaltada, previendo lo que le aguardaba después, María intentaba extraer la tarjeta, pero la misma estaba trabada. Y una señora mayor que aguardaba su turno en el cajero, viéndola contrariada y nerviosa, la ayudó a recuperarla.

María fue de inmediato al departamento de ese Banco que atiende tarjetas magnéticas y reportó el incidente. Le dijeron que debía esperar 24 horas. Y ella, en el estado de turbación que presentaba, le solicitó a la empleada que le ayudara a extraer 80 pesos.

Al día siguiente fue por el Banco, y le retribuyeron los cien pesos que nunca se asomaron por la bandeja de salida. La empleada le explicó, a su vez, que debía verificar el incidente en un plazo de 15 días, y le solicitó a la clienta su número de teléfono.

Vencido el plazo, llamaron a María desde el Banco y le dijeron que debía devolver el dinero, pues la operación que ella había realizado el 11 de septiembre en el cajero era correcta, y habían salido dos billetes de 50 pesos.

«En realidad fueron invisibles, pues nunca los recibí», señala. Sentí mucha humillación, pues quedaba en evidencia, en una situación donde solo fui la víctima. Hay algo que no se puede comprar con cien ni con millones de pesos: mi honestidad. No puedo asegurar qué pasó detrás del cajero, pero no quisiera que otras personas pasaran por esa situación».

¿Sería justo confiar más en los recovecos tecnológicos de una máquina sin corazón, que en la confesión de una ciudadana que predica la riqueza de la honestidad? ¿En qué coordenada digital anda la clave de este extraño suceso, ya no el primero de ese tipo en esta columna?

¿Para qué existen, sino?

Ni Maureen Núñez Gómez, ni las otras 22 familias que residen en el edificio sito en Martí No. 310, entre 27 de Noviembre y Pereira, en Regla, La Habana, merecen el olvido y la desatención de las instituciones que debían brillar por auxiliarlas en tan grave situación que enfrentan.

Cuenta la remitente que la fosa se les reventó, y convivieron durante 15 días con las aguas albañales, que llegaban a los apartamentos del primer piso. Y ello derivó en que se contaminara la cisterna del edificio, donde viven seres humanos como en cualquier otro.

Asegura Maureen que como madre de dos hijos y trabajadora de Salud, se dirigió junto a otros vecinos al Poder Popular municipal, a Edificios Múltiples e Higiene y Epidemiología. Pero han sido «peloteados» —nos cuentan— entre una cosa y la otra. Y como ejemplo, relata que en Edificios Múltiples los estuvieron remitiendo durante dos semanas a un técnico que apenas los veía, no los dejaba ni hablar y les repetía que (la inspección al lugar) sería al otro día.

«Ahora nuestro problema real es la cisterna contaminada. Nadie la ha revisado. No nos mandan agua para limpiarla. Apenas nos entra por la vía normal, y llevamos un mes cargándola de diversos lugares. Acueducto siempre tiene una respuesta diferente: que si la pipa está rota, que si la toma… y lo real es que después vemos dichas pipas distribuyendo agua en casas…», se duele.

Maureen no puede aceptar —nadie lo aceptaría— que entidades y organismos se desentiendan de un problema tan serio. ¿Cómo pueden esas autoridades públicas mantenerse ajenas a tal peligro higiénico-epidemiológico? ¿Para qué existen, sino para servir y atender a la ciudadanía?

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