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Águila

La calle Águila o Del Águila, como le llama Federico Villoch en una de sus Viejas postales descoloridas, es de las más importantes de La Habana, y de las más transitadas también. Corre entre la Avenida del Puerto y el Malecón, lo que quiere decir que comienza y termina en el mar y atraviesa en su devenir vías de tanta significación como Monte, Dragones, San Rafael, Neptuno…

Sobre el porqué de su nombre no es muy explícito José María de la Torre. En su libro La Habana antigua y moderna; lo que fuimos y lo que somos, lo atribuye a un águila pintada en la pared de una taberna de la calle, sin precisar la ubicación de ese establecimiento, criterio este que repite letra por letra el historiador Emilio Roig.

De cualquier manera acrecientan la significación de la calle los edificios de establecimientos comerciales y sociales que en ella se ubican, tales como el de la empresa telefónica, en la esquina de Dragones —bellísimo, de estilo plateresco—, aunque algunos perdieron hace años su función primigenia, y aquí cabría mencionar, en la esquina de San Rafael, la casa de Cuervo y Sobrinos, «los joyeros de confianza», representantes en Cuba, desde 1886, de los relojes Longines.

Ya no existe el local de la tienda por departamentos Los Precios Fijos, con entrada por Reina, Águila y Estrella, que en mi infancia visité con mi madre un sábado sí y el otro también, ni el café La Diana, en la esquina de Reina y Águila, cuyas cenas galantes amenizaba con su piano el maestro Antonio María Romeu, el llamado «Mago de las Teclas». Otra tienda por departamentos sale desde el fondo del baúl de los recuerdos, Fin de Siglo, que como un pequeño bazar abrió sus puertas en 1897 y que creció al ritmo de la gran Habana. Y, por último, en Águila y Virtudes, el edificio del desaparecido periódico El Mundo, donde el autor de esta página se inició como escribidor en 1967, hace ahora la friolera de 55 años.

Presencia china

En Águila entre San Rafael y San Miguel radicó, en tiempos de la Colonia, el primer consulado chino que existió en la Isla, mientras que en la esquina de Águila y San Miguel abrían sus puertas, uno frente al otro, dos puestos de chinos cuya oferta de bollitos de carita, frituras de bacalao, majúas, sardinas, chicharrones de viento y de tripa, boniato frito, camarones rebosados y cien variedades más inventadas por los Brillat-Savarin, que tenían su sede en el callejón de El Cuchillo, corazón y centro del barrio chino habanero.

Oferta que complacía lo mismo a personalidades como el abogado y político Gaspar González Lanuza y al afamado médico Gabriel Casuso, vecinos de la zona, que a los alumnos del cercano Colegio Mimó, donde Lezama Lima cursó la enseñanza primaria.

Tramo de buena suerte

Un día la buena suerte cayó en el tramo de Águila entre San Rafael y San Miguel. Se construía allí, frente al Consulado chino, la residencia de don Sebastián Gelabert, gerente del Banco de La Habana, y los albañiles que la fabricaban, oriundos todos de Mallorca, hicieron una ponina para comprar, entre todos, un billete entero para el sorteo de la lotería especial de Navidad, cuyo premio gordo era de medio millón de pesos.

Pasada la algarabía del primer momento, con vivas a España, a Cuba y a Mallorca, se supo que el billete premiado era el 8874 y que de los 500 000 del premio, 300 000 correspondían a Juan Frau, maestro y contratista de la obra, y 50 000 a su segundo.

El dinero se repartió en proporción a la cantidad aportada por cada uno de los albañiles para la compra
del billete. Y solo uno, que nada puso, quedó fuera del reparto. Pero sus compañeros no permitieron que el pobre peón se fuera con las manos vacías y lo gratificaron con 5 000 pesos.

Está de más decir que cronistas y fotógrafos llovieron en el acto sobre la mansión en construcción de Gelabert. La noticia corrió enseguida por toda la ciudad con el mayor alborozo y los vendedores de billetes, aprovechando la publicidad, cayeron sobre aquel tramo de la calle Águila y vendieron billetes hasta decir no quiero más, queriendo hacer creer a los compradores que estaban en una zona agraciada donde podía volver a caer «el gordo». La suerte, sin embargo, no pasa dos veces por el mismo sitio. Nunca volvió a repetirse el gordo en la calle Águila, aunque años después el doctor Matías Duque, ganador de un sorteo con unos pedacitos del gordo, confesó haberlos comprado en Águila y San José, en una bodega llamada El Castillo de San José.

La calle Águila, en su tramo de San Rafael y San Miguel, quedó tan acreditada con el premio de los albañiles, que no eran pocos los que se reservaban para comprar sus billetes en dicha calle.

Cuánto dinero

Don Sebastián Gelabert convenció a los agraciados de que depositaran el dinero en su banco y abrió una cuenta corriente a cada uno de ellos. Se dice que no era raro que cada cierto tiempo aquellos depositantes se personaran en el banco y pidieran que abrieran la bóveda solo por tener el gusto de ver el depósito. Alabado sea Dios, dijo uno de los albañiles cierta vez. ¡Cuánto dinero!

Gelabert era hombre de carácter y de un irrestricto sentido ético. Supo llevar la tranquilidad al ánimo de aquellos hombres, simples jornaleros, que entraron en plata de manera inesperada. Uno de ellos confesó que el día antes del sorteo se le había presentado un problema familiar que entonces le parecía insoluble. Su padre, desde Mallorca, le pedía 15 pesetas que lo sacarían de un apuro.

En aquel momento no tenía el dinero. Ahora podía mandarle cientos de pesos, incluso miles. «No lo haga —recomendó Gelabert—. Mande a lo sumo 20 pesetas para evitar así que la locura y el desequilibrio se entronicen en ese lejano y modesto hogar. Ya tendrá tiempo de sobra para que, con calma y sosiego, entere de todo a sus familiares».

La construcción de la casa de Gelabert, en la calle Águila, llegó a su fin y los albañiles, fieles a su costumbre, colocaron un trapo rojo en lo más alto de la vivienda. Pese al dinero del premio, habían prometido a Gelabert no volver a su tierra antes de que la obra estuviese lista. Mientras, toda La Habana desfilaba por la calle Águila para ver la que llamaban la casa de la suerte.

Todos regresaron a su tierra de origen. El maestro Juan Frau, el más afortunado de todos, no tardó en contraer matrimonio con una de las señoritas más bellas y acaudaladas de Palma de Mallorca.

Se dice que dinero llama dinero. No es extraño que llame también dolores de cabeza… Dos años más tarde, sin mujer y sin un centavo, regresaba Frau a La Habana para emprenderla de nuevo con su viejo y rudo oficio de albañil.

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