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¡Este es de la casa!

Eran dos periodistas jóvenes y entusiastas, aunque con poco dinero. Laboraban en el periódico El Mundo, de La Habana. Uno de ellos, Carlos Lechuga, «cubría» el sector de las sociedades españolas. El otro, Enrique de la Osa, se desempeñaba como redactor de estilo.

Ambos daban vueltas al propósito de hacer un periodismo nuevo, distinto, que sobresaliera en el panorama adocenado de la prensa de la época, cuando recibieron una propuesta que les cambiaría la vida y los situaría en el camino del éxito.

Miguel Ángel Quevedo, director de Bohemia, quería también algo nuevo que contribuyera a mejorar la circulación de la revista, y para conseguirlo proyectaba complementar con noticias nacionales un servicio extranjero que suministraba la revista norteamericana Times y que Bohemia publicaba con el título de La marcha del tiempo, con lo cual el nuevo espacio quedaría más o menos así: La marcha del tiempo… en Cuba.

De la Osa y Lechuga escucharon el parecer de Quevedo y elaboraron una primera propuesta que no agradó a este, porque se parecía demasiado a las notas editoriales que publicaba la prensa cubana. Un segundo intento fue aceptado.

Así, la sección En Cuba tendría, desde el comienzo, personalidad propia, y nada que la vinculara con el servicio noticioso norteamericano. Comenzó a aparecer el 4 de julio de 1943 y en sus entregas iniciales se desplegó solo en una única página de la revista. Oportuno es evocar este hecho, ahora que esa publicación celebró su aniversario 115.

Tenía entonces Bohemia una tirada de 32 000  ejemplares semanales, que bien pronto se duplicaría y continuaría creciendo hasta alcanzar 259 820 a la semana en 1953, mientras aquella página inicial se multiplicaba por muchas.

Fenómeno único

«Creo que el mayor éxito de En Cuba fue el de transmitir la verdadera imagen política, económica y social del país. Por eso llegó a ser tan temida por los gobernantes y tan buscada por el público», dijo Enrique de la Osa al escribidor en 1984.

Añadió que, pese a su importancia, la sección no sentó escuela, si bien Rolando Masferrer la imitó burdamente en su periódico Tiempo en Cuba. «Fue un fenómeno único, original y nuevo en la prensa cubana, y creo que hoy sigue siendo tan nueva como entonces», precisaba Enrique en la misma fecha.

No era nada fácil la labor emprendida. Se trataba de una sección que tendría unidad de estilo y brindaría la mayor cantidad de datos inéditos al lector, al punto de que, pese a tener una salida semanal, daba «palos» con las
mismas informaciones que los diarios ya habían publicado.

La noticia debía filtrarse a través de toda la nota y la imaginación jugaría un papel importante en ella, porque sin imaginación, aseveraba Enrique, no hay buen periodismo posible.

No era raro que, sin que ellos lo supieran, se confiara la cobertura de un mismo hecho a más de un periodista, no solo con la intención de escoger la mejor, sino de contrastarlas y tomar de una y otra para hacer más completo el reportaje. Para Enrique, la noticia merecía ser como una película. Insistía en que los reporteros atendieran no solo a lo que dijo una persona, sino cómo lo dijo, con qué gestos acompañó sus palabras, cómo vestía, quiénes le rodeaban, para que, a la hora de escribir, la escena pudiera reconstruirse en todos sus detalles.

Mientras se mantuvo al frente de En Cuba, todos los materiales que aparecieron en ella pasaron primero por sus manos. Reporteros y colaboradores llevaban las informaciones a la casa de Enrique —no a Bohemia— y él seleccionaba lo que aparecería en cada número. La experiencia ganada como redactor de estilo en El Mundo le permitía dar unidad estilística a la sección. Había requisitos inviolables. Un periodista que trabajara para En Cuba jamás lo revelaba. Bohemia incluso lo dotaba de un carné de otra publicación para que se identificara. El periodista nunca podía aparecer en la información y no era raro que debiera presentar las pruebas que respaldaran sus afirmaciones.

Róbate la ley

Así sucedió cuando en el Congreso de la República se discutía el proyecto de la ley de Amnistía de 1955, presentado por el senador auténtico Arturo Hernández Tellaeche (Arturito). Enrique designó a la entonces muy joven reportera Marta Rojas para que cubriera los debates. En Cuba necesitaba conocer las particularidades de la ley, en lo esencial si Fidel y los moncadistas estaban incluidos o no en el proyecto final del documento, y si contenía o no la «percha» que beneficiaba a los asesinos de los detenidos en el Moncada, denunciados por los asaltantes durante el proceso de la Causa 37.

Marta, desde el Capitolio, llamó a Enrique para una consulta y este fue lacónico y preciso en su respuesta. Le dijo: Róbate la ley. Entonces Marta se acercó al escaño de un Senador y se llevó el documento.

Tuvo En Cuba excelentes reporteros y colaboradores. Lisandro Otero y la ya aludida Marta Rojas figuraban entre los habituales. Los caricaturistas Juan David y Hernández Cárdenas. El poeta Ángel Augier, el siquiatra González Martín, el economista Jacinto Torras, e importantes intelectuales como Nicolás Guillén, Juan Marinello, Raúl Roa… Eran informantes de la sección choferes, guardaespaldas, secretarios y, en ocasiones, los propios políticos. En Cuba jamás abonó un centavo por ese servicio. 

Cuando en 1949 el presidente Carlos Prío destituyó al general Genovevo Pérez Dámera como jefe del Estado Mayor, En Cuba dio a conocer el relato fiel y exacto del incidente: desde la presencia en Palacio del grupo de oficiales que conminó al mandatario a que destituyera al jefe del Ejército, la movilización del cuerpo de la Policía Nacional ordenada por el Presidente, la salida de Palacio de la familia presidencial, la llegada de Prío, sin escolta, a la Ciudad Militar y su irrupción en el despacho
de Genovevo, más la conversación que sostuvieron.

Todo era tan exacto y verosímil que el ayudante militar de guardia ese día se sintió obligado a presentar su renuncia al Presidente pensando que este lo consideraría responsable de la filtración. En verdad, fue el propio Prío quien instruyó al dominicano Juan Bosch, entonces uno de sus asesores y escritor de sus discursos, para que diera cuenta del sucedido.

En Cuba apareció siempre sin crédito. Sin embargo, una nota de 2 de enero de 1944 reveló el protagonismo de Enrique de la Osa y Carlos Lechuga en la sección.

Los redactores supieron que en el vestíbulo de la residencia de Grau, en 17 y J, en El Vedado, cualquier visitante debía pasar por el filtro de Paulina Alsina, cuñadísima del político, y de Nena Coll, su secretaria privada. Si alguien se personaba con las manos vacías, no era recibido, o lo obligaban a una larga antesala. Sí portaba un obsequio —un cake, una caja de bombones, una tina de helado…— era pasado sin demoras al despacho del futuro Presidente.

Enrique dejó para la posteridad esta imagen insuperable: «El visitante sube las escaleras de madera de color rojo oscuro, escoltado por la secretaria y la cuñada del profesor Grau. No hace antesala en el amplio salón que da a la terraza, y todo tembloroso, pleno de “filosofía autentica”, saluda reverente a su jefe que, como de costumbre, está situado en su despacho blanco —un pedazo de clínica— con su lámpara de mesa y su retrato de Ángel Pío Álvarez situado en la pared de enfrente…

«Pero el minuto más emocionante aún no ha llegado. La señora Alsina y la doctora Coll, poniendo las manos sobre los hombros del trémulo patriota, rompen la emoción del momento con esa frase de ritual: Doctor, ¡este es de la casa!».

Grau se consideró ofendido con la publicación y envió a su colega, el tisiólogo —y luego Senador y ministro— Octavio Rivero Partagás y al parlamentario Eduardo Chibás (que vivía entonces su luna de miel con el líder del Partido Auténtico), en calidad de padrinos, para retar a duelo a Miguel Ángel Quevedo, director de Bohemia.

Grau era un experimentado espadachín. Desde muy joven entrenaba en la sala de armas del Centro de la Asociación de Dependientes, en Prado y Trocadero, y tenía en la casa su propia sala de armas.

Quevedo se deshizo en explicaciones. No se batiría con el hombre que pronto aspiraría a la Presidencia, y Rivero Partagás y Chibás terminaron por aceptar las seguridades del periodista de que no hubo en la revista la intención de ofender al eminente médico y profesor universitario.

Con aquello, Lechuga y De la Osa quedaron al descubierto, pero En Cuba continuó apareciendo, y sin firma.

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