El 5 de agosto de 1994 Fidel Castro llegó al Malecón habanero durante los disturbios de un grupo de contrarrevolucionarios. Su presencia y diálogo con el pueblo restauraron el orden sin violencia, frustrando intentos desestabilizadores. Autor: Ares Publicado: 04/08/2025 | 07:43 pm
Dicen que en la tarde del 5 de agosto de 1994, cuando un grupo de personas pretendieron deshacer con violencia y desorden la tranquilidad habanera, las ideas y la Revolución, el «juego» que comenzó tras varios días de constante instigación, pronto fue torciéndose. Cercano a la intersección de Prado y Malecón, un murmullo imperceptible recorría las calles en medio de aquella confusión: «por ahí viene Fidel».
El rumor corrió de boca en boca y, muy pronto, se convirtió en certeza: allí, dentro de la urgencia del momento —como nos tuvo acostumbrado siempre— estaba el Comandante en Jefe sin más protección física que su moral de verde olivo. Con esa imponente hidalguía bajó del Jeep tipo Willy y, al descubierto, se adentró en la multitud. Todo se contuvo, como por arte de magia: el desorden, la prepotencia, las frases opuestas. ¡Todo! A partir de ese momento las consignas se fundieron en una sola: ¡Viva Fidel!
«Yo vine entonces porque tenía que venir, era mi más elemental deber estar junto al pueblo, en un momento en que el enemigo había trabajado mucho tiempo para crear un desorden. ¡Un desorden! No se puede decir que aquello fue siquiera un intento de rebelión, fueron en realidad desórdenes. Esos desórdenes se crearon alrededor de grupos que se movilizaban para robar embarcaciones con las cuales trasladarse a Estados Unidos, donde eran recibidos como héroes». Así comentó el líder histórico de la Revolución Cubana.
Yo no había nacido cuando sucedieron los desórdenes en cuestión, pero, con certeza, tantos testigos no pueden estar equivocados. Cuentan que Fidel llegó sereno y habló a quienes lo rodeaban de forma pausada, concisa. «Que no se dispare ni un tiro», fue la orden exacta que dio a la escolta antes de llegar a Prado y Malecón. No hizo falta. El pueblo arropó la verdad y, con más inteligencia y razón, dio la estocada de triunfo.
Minutos antes la situación era tensa, difícil. Algunas personas con sed de violencia apedreaban todo a su alrededor a ritmo de gritos contrarrevolucionarios e, incluso, no solo rompían vidrieras y fachadas de instituciones estatales, sino que llegaron a apedrear también a compatriotas.
Desde hacía semanas los secuestros de embarcaciones alentados por las emisiones radiales desde el sur recalcitrante de Estados Unidos fueron creando una tensa situación en los municipios cercanos al puerto de La Habana.
La mal llamada Radio Martí, envuelta hoy en más penas que glorias, vaticinaba en esas horas «el fin» y promovía las salidas irregulares que eran privilegiadas por la Ley de Ajuste Cubano. Corría uno de los años, quizá, más complejos del Período Especial. Aquel 1994 estuvo marcado por una profunda crisis que se reflejaba en la mesa y la vida del cubano.
En la lógica imperial, que actúa con una bajeza visceral, ese era el instante idóneo para la apuesta definitiva: «derribar a Castro». Fue la década donde probaron casi todos los métodos posibles para la estrangulación económica. Nadie puede olvidarse que
entre 1992 y 1996 se firmaron en el Despacho Oval de la Casa Blanca por los presidentes de turno (George Bush, padre, y Bill Clinton) las leyes Torricelli y Helms-Burton, respectivamente.
Los desórdenes del verano del 5 de agosto venían manchados con esa tinta de sangre que pretendía, en primera instancia, acentuar la asfixia y las agudas carencias. Pero en realidad querían a toda costa una excusa perfecta que les permitiera intervenir en Cuba. Sin embargo, más allá de la crisis y los desórdenes, necesitaban para ello, cual depredador hambriento, que corriera apenas hasta el río una gota de sangre. Y no pasó gracias a la sapiencia del pueblo con Fidel al frente.
Las ganas del golpe final solo quedaron en una pobre canción que apenas deambula sonoramente como himno de resignación. Lo que «venía llegando» se convirtió en nuevos comienzos desde esta Isla, en batallas de ideas, en firmeza y resistencia popular hasta nuestros días.
Hay similitudes siempre en los modos de actuar y en la política prepotente, obstinada y cobarde de Estados Unidos. La diferencia entre el 5 de agosto de 1994 y el 11 de julio de 2021, tal vez, solo radique en la trasformación tecnológica. Pero los métodos y el fin, bien conocemos de sobra, no ha variado ni un milímetro. Menosprecian, por lo general, la capacidad de este pueblo para salir adelante, para vencer.
Alguien me preguntó hace tiempo, no sé aún con qué intención, si la Revolución podía catalogar el 5 de agosto de 1994 —a fin de cuentas— como un éxito. ¿Alguien podría dudarlo? No solo fue una victoria en las calles habaneras, sino un golpe demoledor para quienes preparaban las maletas y debieron deshacerlas en un santiamén. Sí, fue un triunfo demoledor de la razón sobre el odio.
«¿Qué querían el enemigo externo y sus aliados internos, aunque constituyan una reducida minoría? Querían provocar un enfrentamiento sangriento, querían que usáramos las armas. Y armas tenemos, armas tenemos para millones de personas, que son las que defienden la Revolución; pero tenemos armas para luchar contra los enemigos externos», apuntaba tiempo después nuestro Comandante en Jefe.
«Excepto que desembarquen aquí, excepto que se empleen las armas internamente contra los revolucionarios, nosotros no tenemos por qué emplear las armas, teniendo el pueblo y teniendo las masas para mantener la estabilidad de la Revolución. Ese era mi papel, contribuir a que no se dejara nadie provocar, y preferíamos que dispararan contra nosotros a usar primero las armas. Y, realmente, se logró algo que no tiene precedentes: en cuestión de minutos el pueblo entero se lanzó a la calle y estableció el orden», reconoció.
Hoy, a la vuelta de 31 años, más que aquella victoria del pueblo cubano en la calle, encabezado por su principal líder, importa lo que somos y continuamos defendiendo. Las apuestas siguen ahí, los intereses imperiales también. Importa entonces ser coherentes a nuestras ideas y principios, con la misma voluntad y decisión que el Comandante en Jefe se fundió entre la gente aquel 5 de agosto de 1994 para salir multiplicado en las voces del pueblo.