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Escribir versos no te hace poeta

«Todo el tiempo estaba con un libro en la mano, mis padres me inculcaron ese hábito», nos cuenta este notable poeta holguinero

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Hasta que conocí a José Luis Serrano Serrano no supe que existía San Felipe de Uñas. Muchos concluyen que es inevitable escaparse de la décima cuando alguien se cría en el campo, pero la realidad demuestra que en lo absoluto es así. Al menos, este notable poeta holguinero se ha apoderado de ella no porque haya vivido hasta los 12 años en Estancia Lejos, «un lugar donde se trabajaba la tierra con una tenacidad desconocida por los campesinos de Juan Rulfo. Lo mío era estudiar y sacar buenas notas. Así que no tuve que desempeñar tareas agrícolas de ninguna clase. Todo el tiempo estaba con un libro en la mano. Mis padres me inculcaron ese hábito. Ellos también leían mucho, cosa extraña entre los campesinos. La verdad es que, aparte de algunas décimas de relajo que el viejo se sabía, no tuve ninguna relación con la poesía durante mi infancia».

—Salir de casa para becarse en la Vocacional José Martí debió haber sido una decisión difícil. ¿Cuánto incidió esta experiencia en tu personalidad?

—El objetivo era becarse en la Vocacional. Una escuela extraordinaria en muchos sentidos. Excelente claustro, balanceada alimentación, instalaciones deportivas de primer nivel, laboratorios muy bien equipados. Estas escuelas eran de referencia mundial. Sin embargo, poseían una estructura carcelaria. La disciplina de los internos, fuera del horario docente, era controlada por los mismos becarios. Los repugnantes jefes de albergue y su consejo de grandulones abusadores. Una configuración opresiva que la dirección de la escuela consentía y estimulaba. Entonces, si voy a serte franco, tendría que decir que mis recuerdos de la Vocacional son encontrados. Allí recibí una instrucción que me permitió pasear las asignaturas básicas cuando empecé la ingeniería. Allí conocí el amor de la muchacha más hermosa del mundo. Allí comenzaron las canciones de Silvio y el primer libro de César Vallejo. Tal vez, con esta pequeña catarsis, mis reticencias queden definitivamente zanjadas.

—Asombra saber que en el Instituto Superior Minero Metalúrgico de Moa de ingeniero electroenergético, ¿dónde estaba el poeta, el decimista, el escritor?

—Pensar que lo artístico solo puede germinar en el terreno de las humanidades es un prejuicio muy extendido. En Moa me encontré con Fernando Cabreja, Miguel Ángel Martínez, Edurman Mariño y Edilberto Rodríguez (Taíno)… Leíamos con devoción libros como Fragmentos a su imán, Los puentes, La tierra baldía y Libertad bajo palabra. Así que, parejo a las máquinas eléctricas y los procesos transitorios, comencé a descubrir la gran poesía cubana y universal.

—Me es difícil imaginarte como inspector de seguridad eléctrica del Ministerio del Trabajo y Seguridad Social en esa época de período especial...

—Es una ocupación como otra cualquiera. Las muertes ocurridas en el ámbito laboral son un excelente motivo de reflexión. Todo lo que conozco sobre la fragilidad del ser humano lo aprendí investigando accidentes mortales. Un tema recurrente en mi poesía.

—Tu amistad con Ronel González viene rodando desde lejos. Ya en los 90 probaron escribir a dos cabezas y nació El mundo tiene la razón (Premio Nacional Cucalambé), libro «que significó un hito en la décima escrita de los 90»...

—Es un libro que marcó a mucha gente. La décima estaba en un momento de grandes transformaciones. Es un instante de la poesía cubana que no ha sido estudiado de una manera global. Hace poco se cumplieron 25 años de la publicación de ese cuadernito, que según muchos es un texto notable, y nadie dijo nada al respecto. Bueno, nuestra crítica literaria suele ser bastante sigilosa.

Bufón de dios fue el ganador de la única edición del Concurso Nacional Fiesta de la Joven Décima, que se convocó para las Romerías de Mayo de 1996 y también el primer libro de Ediciones La Luz (1997). Es un texto del cual todavía se habla hoy...

—La gente comenzó a conocer mi trabajo con este título, porque en el anterior no se sabía cuáles textos correspondían a cada autor. Mi proceso creativo es muy laborioso, una décima puede ser el resultado de muchos meses de elucubraciones. No creo que esto sea una virtud, ni un defecto. Es mi manera de relacionarme con las palabras. En este libro se comenzó a perfilar mi método de escritura. Bufón de Dios es mi caída en el lenguaje.

—De Aneurisma (Premio Nacional Fundación de la Ciudad de Santa Clara, 1998), tu tercer decimario, se dijo que era un libro «transgresor conceptual y formalmente». ¿Cómo lograr que esas consideraciones se repitan una y otra vez a lo largo de tu obra?

—Es posible que mi formación como ingeniero tenga que ver un poco con esto. Trato de distinguir patrones dentro del caos. En cada libro que escribo busco soluciones a problemas que me he planteado previamente. Trato siempre de evitar lo anecdótico, lo sentimental. Mis poemas buscan otro tipo de intensidad. Aneurisma pretende expresar una dimensión clínica de la belleza.

—¿Te sigues viendo como «un poeta a secas»? ¿Será que no lo intentarás con otros géneros?

—Mi poesía está muy contaminada por otros discursos. Apropiaciones indebidas que me van empujando hacia un punto exterior a la poesía. Lo cierto es que, de una manera muy confusa y secundaria, he comenzado últimamente a coquetear con otros géneros.

—En estos tiempos de nuevas tecnologías y exceso de información, ¿cómo hacer que la poesía funcione, que conquiste al lector?

—La poesía nunca ha sido para las mayorías. Y esto no va a cambiar. Lo mismo podríamos decir del teatro o el ballet, por solo mencionar ejemplos muy elocuentes. Sin embargo, creo que tu pregunta tiene un sesgo interesante. Hace algún tiempo los poetas han comenzado a cortar sus nexos con el público lector. Me refiero a los poetas de verdad. Escribir versos no te hace poeta. Hay muchos farsantes en estos predios. La verdad es que la poesía ha comenzado a alimentarse de su propio cuerpo y esto es nefasto. Las autofagias siempre resultan empobrecedoras. Haría falta encontrar un punto medio, una poesía que logre captar la celeridad del mundo, sin perder por ello la capacidad de emocionar. Lo que pasa es que el camino más corto para conmover es la anécdota. La gente se emociona con cosas muy triviales y esto, en sí, no es un problema. Un niño que le da el brazo a un anciano para que cruce la calle nos puede conmover hasta las lágrimas. El poeta puede (y debe) apoyarse en su realidad inmediata, sin olvidar que el poema es un organismo autónomo.

—Tus poemas (décimas, sonetos) siempre van por el camino de la filosofía, ¿por qué esa preocupación tuya tan grande por el ser humano, por la sociedad?

—El viejo Aristóteles dijo que para sustraerse a esos temas había que ser una bestia o un dios. No voy a decirte que soy lo que se dice un filántropo. Tengo, incluso, serios reparos contra algunos humanismos que andan por ahí. Desconfío de quienes se llenan la boca de palabras exaltadas en estos tiempos de sálvese quien pueda. Uno tiene su pequeña parcela y eso es lo que defiende. Siempre pienso en lo que nos dice la aeromoza antes del despegue. En caso de que la cabina se despresurice caerán las máscaras de oxígeno. Si viajamos con personas que no pueden valerse por sí mismas, debemos ajustar primero nuestra máscara y una vez que nos encontremos respirando perfectamente, entonces y solo entonces, debemos auxiliar a la persona que va a nuestro lado. La realidad no es amable. Así que, aunque sería muy hermoso mentir, tengo que desengañarte. Toda esa filosofía que observas en mi escritura tiene una finalidad estética. Mis poemas no buscan salvar el mundo ni nada por el estilo.

—El soneto, has dicho, es una estructura represiva que ejerce una violencia contra el lenguaje. ¿Por qué lo eliges una y otra vez a la hora de expresarte?

—La libertad y la esclavitud se ponen de manifiesto respecto a límites muy precisos. Donde no existen fronteras que violentar, muros que romper, obstáculos que evadir, no es posible hablar de libertad. La libertad requiere puntos de referencia. Toda mi escritura nace de una superación constante de restricciones. La métrica y la rima son las más visibles, pero al paso de los años he ido incrementando niveles de dificultad. Mi poesía es un permanente acto de transgresión. Escribir es atravesar un campo minado.

—Eres de los que consideras que una estructura poética clásica es poco premiada en los concursos, sin embargo, esa fue la que utilizaste en Los perros de Amundsen, que ganó el prestigioso Premio Nicolás Guillén, en el año 2018. ¿Por qué te inspiraste en la figura del explorador noruego?

—Roald Amundsen es uno de mis héroes de infancia. Las vicisitudes del explorador en la meseta antártica. Su famosa rivalidad con el capitán Scott. Descubrí la historia cuando tenía ocho o nueve años en una selección de lecturas para la enseñanza primaria. Amundsen es un prototipo de héroe moderno. Las grandes utopías promovidas por la modernidad encarnan en este ser obstinado y valiente. La vacuidad de su proeza es la metáfora idónea para describir estos tiempos.

—El documental Los perros de Amundsen, dirigido por Rafael Ramírez, se ha presentado en las más exigentes plazas del mundo: Locarno Film Festival 2017, FIC Valdivia, Mar del Plata IFF, Frames of Representation, DocumentaMadrid, Cortos Cali, FestCurtas, Frontera Sur, Neighboring Scenes, Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, Muestra Joven Icaic (en esta última obtiene el Premio al Mejor Documental). ¿Hasta qué punto la versión fílmica es fiel al texto poético que la inspira?

—La idea de Rafael Ramírez fue traducir al lenguaje cinematográfico el espíritu de mi poesía. A mí me parece un trabajo muy logrado. Tuvimos muchas conversaciones antes de comenzar el rodaje. Se filmó en 16 milímetros y esto tiene un peso simbólico. Filmar en celuloide es lo mismo que utilizar sonetos como soporte para la poesía.

—¿Qué une a Más allá de Nietzsche y de Marx, Geometría de Lobachevski y a Los perros de Amundsen en la Trilogía acéfala?

—Demoré diez años en completar la Trilogía. Son libros que reaccionan contra categorías binarias y pluralismos estériles.

El tridente los reúne a Carlos Esquivel, a Ronel González y a ti, bajo el subtítulo: «Décimas antológicas cubanas». ¿Qué se siente cuando se llega al punto de convertirse en referencia?

—Esa antología la preparó Alberto Figueiras, alguien que conoce el vacío crítico de que hablamos. Figueiras sostiene la tesis de que esos tres autores marcan un camino. Es una hipótesis discutible, pero puede ser útil para romper el hielo. A lo mejor su provocación despierta algún tipo de resonancia crítica.

—¿Cuánto le debe el escritor al lector que fuiste y eres?

—Todo, absolutamente todo. Es una respuesta lacónica, pero las verdades esenciales son alérgicas a los discursos.

—Has sido un escritor al que no le han faltado los premios, pero sigues compitiendo, ¿por qué?

—No tengo nada contra los premios. Al ganar un premio obtienes una expedita oportunidad de publicación. Puede que los lectores se interesen un poco más en tu libro. Hay un dinerito extra... He concursado poco, porque produzco poco.

—¿Cuánto ayuda al poeta, o al ingeniero, trabajar ahora como editor en Ediciones Holguín?

—El trabajo de edición es muy enriquecedor. Entras en un mundo regido por otras leyes. Tienes que descubrir los principios que generan el texto que editas, cómo se produce ese texto. Y no puedes imponerle a la escritura ajena tus propios métodos, tus vicios. Al editar libros de cualquier género conoces nuevas maneras de enfocar los problemas literarios. Incluso de los textos más áridos se extrae siempre alguna enseñanza.

—Muchas deben ser las satisfacciones para que mantengas por más de cinco años tu peña Elogio de la locura...

—Es un proyecto surgido desde la Asociación Hermanos Saíz (AHS), en 1997. Luego tuvo un período de intermitencias, hasta que se consolidó nuevamente en 2013. Durante cinco años nuestro cuartel general fue el Gabinete Caligari. En ese lapso tuvo un carácter muy performático. Me propuse armar un espectáculo que reaccionaba contra las maneras convencionales. Tuve que domesticar un público de jóvenes que se alimentaban exclusivamente de reguetón y música electrónica. Al final todos disfrutábamos aquellos encuentros, que podían prolongarse hasta cuatro horas. Ahora nos enfocamos en públicos menos heterogéneos.

—¿Qué significó para ti la AHS, formar parte de su Consejo Nacional por tanto tiempo?

—Haber estado ahí me permitió entender cómo se articulan las políticas culturales al más alto nivel. Es un trabajo de extraordinaria complejidad. No es lo mismo mirarlo todo desde la base o desde el exterior de la pirámide. Quienes bosquejan e implementan las políticas culturales tienen que lidiar con un entramado de fuerzas que actúan en muchas direcciones. En aquella etapa el colectivo era magnífico y se tomaban decisiones muy importantes en un clima de armonía. Puedo asegurar que siempre tratábamos de encontrar soluciones que favorecieran a la mayoría. En este tiempo comprendí también que quienes dirigen no pueden quedar bien con todo el mundo. Siempre va a existir un remanente de inconformidad. Lo que diferencia a un buen dirigente de uno malo es la manera en que logre enfocar las solicitudes que provienen de ese remanente. Así que, como ves, aprendí mucho en aquellos años.

—Se sabe que conservas más de 25 agendas en las que anotas todo lo trascendental que te ocurre en un día. ¿No es demasiado aburrido? ¿No te preocupa repetir las mismas carencias y necesidades a diario?

—Hace algunos años conservo mis libretas. Ahora estoy en las últimas páginas de la número 25. Estas agendas funcionan como mi Caja Negra. En ellas registro todos los parámetros de vuelo. Altitud, velocidad, condiciones atmosféricas, niveles de combustible, conversaciones con la torre de control. Mi tendencia a la entropía me impide llevar, como otros escritores, un diario. La coherencia nunca ha sido mi fuerte. En mis cuadernos voy anotando la libra de tomates que acabo de comprar y el precio, las sugerencias que debo hacer al autor del libro que estoy editando, la próxima lectura pública, una frase ingeniosa que escucho en la calle, una rima, una cita de Cioran o Nietzsche, miles de ítems. Mi escritura nace de ese caos primigenio.

—No te escondes para afirmar que tienes fe absoluta en Dios...

—En realidad mi fe es más relativa de lo que podrías imaginarte. Se encuentra completamente supeditada a las precariedades de la carne. No obstante, tengo muy claro que hay una Voluntad que impera sobre esta ciénaga de objetos desordenados.

—En tu muro de FB aparecen con frecuencia videos de rock en español en los que se te etiquetan...

—Soy un apasionado del rock argentino. Charly y Spintetta en primerísimo lugar. Luego Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Pappo, Fito Páez, el Soda Stereo de Canción Animal, Dynamo y Nada personal; algunos discos de Gustavo Ceratti en solitario, Andrés Calamaro, los imprescindibles Litto Nebbia y Billy Bond, entre tantos otros.

—En tu muro de FB también sobresale una foto en la que se te ve sonriente abrazando al mismo tiempo a un señor y a un niño...

—A veces lamento no poseer más imágenes como esta. Ese señor que ves ahí es José Luis Serrano y el niño no es otro que José Luis Serrano. Padre, hijo y nieto. Tres generaciones reunidas en un abrazo. Es una foto de Estancia Lejos.

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