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Australia y la zona de exclusión aérea sobre Libia

Canberra puso especial empeño en lograr que el Consejo de Seguridad prohibiera la navegación aérea sobre territorio libio, para lo cual desplegó una intensa campaña diplomática encabezada personalmente por su actual canciller. Su actuación es la que podría esperarse de un Estado reconocido al menos en dos ocasiones por Obama como el más firme y mejor de los aliados de Estados Unidos

Autor:

Herminio Camacho Eiranova

No caben dudas de que Australia, cuando se trata de respaldar a Estados Unidos, se toma bien en serio las cosas. ¿Qué otra explicación pudiera tener su empeño en lograr la imposición por parte del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU) de una zona de exclusión aérea sobre territorio libio, para lo cual desplegó una intensa campaña diplomática encabezada personalmente por su actual canciller Kevin Rudd?

El Gobierno australiano desde el 25 de febrero instó al Consejo de Seguridad a establecer esa zona, y ha justificado su actuación basándose en el mismo argumento que en definitiva sirvió para que el órgano de las Naciones Unidas la aprobara mediante su Resolución 1973, de 17 de marzo de 2011: la supuesta preocupación por las víctimas civiles ocasionadas por los ataques de la aviación del Gobierno libio contra sus opositores.

Tal argumento fue utilizado por la primera ministra Julia Gillard, entre otras ocasiones, el 2 de marzo en su declaración al Parlamento del país; el 13 de marzo, en conferencia de prensa en Canberra; el 18 de marzo, en declaración conjunta con el Ministro de Asuntos Exteriores al saludar la aprobación de la mencionada Resolución 1973, así como el 20 y el 21 de marzo, en sendas entrevistas, una concedida al programa Australian Agenda, del canal de televisión de 24 horas de información Sky News Australia, y la otra realizada en la Australian National University, de la capital australiana.

El canciller Kevin Rudd también lo defendió, por solo citar algunos ejemplos, en declaraciones realizadas el 7 de marzo en Jedda, Arabia Saudita; el 9 de marzo, en Abu Dhabi, Emiratos Árabes Unidos, e igualmente en entrevistas concedidas a Kieran Gilbert, de Sky News Australia, el 14 de marzo, y a Virginia Trioli y Michael Rowland, de ABC News 24, el 21 de marzo.

Sin embargo, no son pocos los motivos que permiten poner en tela de juicio la legitimidad de tal preocupación.

En primer lugar, aunque los medios de comunicación al servicio de las grandes potencias occidentales, entre ellos los australianos, y los principales dirigentes de estas, se han referido insistentemente a la necesidad de impedir los bombardeos de la Fuerza Aérea Libia contra la población, en realidad no se ha mostrado siquiera una imagen que demuestre que estos hayan ocurrido.

El Canciller australiano ha estado entre los más esforzados “defensores” de los derechos del pueblo libio. En declaraciones a Agence France-Presse (AFP), el 28 de febrero, poco después de su intervención en la reunión del Segmento de Alto Nivel del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, afirmó que se tenían evidencias de que en Libia habían ocurrido bombardeos aéreos similares a los realizados por la aviación franquista contra la población civil del poblado vasco de Guernica durante la Guerra Civil Española, y que no se podía permanecer indiferente mientras tales atrocidades sucedían nuevamente.

Estas afirmaciones nos recuerdan inevitablemente uno de los pretextos utilizados para justificar en marzo de 2003 la invasión a Iraq: la presunta posesión por parte de Sadam Huséin de armas de destrucción masiva, en la campaña para convencer a la opinión pública mundial de cuya existencia,  Australia también desempeñó un importante papel.

En segundo lugar, qué lógica puede tener que el Gobierno australiano defienda el establecimiento de la zona de exclusión aérea sobre Libia para proteger a la población de este país, y a la vez apoye, como declaró su Canciller en conferencia de prensa el 20 de marzo, las operaciones militares que llevan a cabo, supuestamente para imponerla, las potencias occidentales.

Estas operaciones causan muertes precisamente entre quienes aparentemente pretenden proteger, y como consecuencia de las mismas se habían producido ya entre el 19 de marzo, en que comenzaron, y el 1ro. de abril, más de un centenar de víctimas civiles, de acuerdo con cifras oficiales dadas a conocer por el diario cubano Juventud Rebelde.

Además, según denunció el intelectual y activista contra la guerra David Wilson, experto del capítulo británico de la organización Stop the War Coalition, citado por la agencia informativa latinoamericana Prensa Latina, durante el inicio de esas operaciones, aviones de la OTAN lanzaron unas 45 bombas con ojivas de uranio empobrecido, que pueden causar daños renales, cánceres de pulmón y huesos, trastornos en la piel, trastornos neurocognitivos, daños cromosómicos, síndromes de inmunodeficiencia y enfermedades renales e intestinales. Curiosa forma esta de proteger a la población de Libia.

Si alguno de los recientes acontecimientos en ese Estado del Magreb pudiera asimilarse a lo sucedido en Guernica en 1937 son precisamente estas acciones militares. Pese a ello, Rudd, el 21 de marzo, en entrevista para el programa Sunrise, de la cadena de televisión australiana Seven Network, ante una pregunta de su conductor David Koch acerca de si apoyaba los golpes aéreos de la coalición contra Libia aunque estos dañaran a civiles, respondió que era realista asumir que ese riesgo existía, pero que la estrategia específica empleada por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia era, absolutamente, la mejor posible.

El apoyo de Australia a los bombardeos de la coalición, que paradójicamente provocan el efecto que según alegan tratan de evitar, es aun más surrealista si se tiene en cuenta que el Gobierno libio ha manifestado y mantenido hasta el momento su total disposición a acatar la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad y no existen pruebas de que se haya producido ningún vuelo de la aviación del país contraviniendo lo dispuesto por esta.

Es cierto que se divulgaron declaraciones de los rebeldes libios sobre el supuesto derribo el 17 de marzo de tres aviones de combate de las fuerzas leales a El Gadafi cuando intentaban bombardear Bengasi, y de otro el 19 de marzo, lo que sugería posibles violaciones de los términos de la Resolución 1973.

Pero, en este último caso, Telesur precisó con posterioridad —el 24 de marzo—, que el avión pertenecía a las fuerzas rebeldes, y citó al respecto información brindada a AFP por una fuente de la oposición contactada telefónicamente. Del derribo de las tres primeras aeronaves nunca se mostró evidencia alguna, y es significativo que cuando el mismo 24 de marzo, el Ministerio de Defensa francés comunicó que había sido abatido cerca de la ciudad de Misurata un avión de ataque ligero Soko G-2 Galeb, de la Fuerza Aérea Libia, que violaba la zona de exclusión aérea establecida por el Consejo de Seguridad, la cadena de noticias ABC haya precisado que se trataba de la primera vez que El Gadafi desafiaba la referida zona.

En realidad, más tarde se demostró igualmente que no hubo tal desafío. El enviado especial de Telesur a Trípoli, Jordán Rodríguez, confirmó que el avión libio se encontraba en tierra cuando fue destruido por los cazas franceses. Tras corroborarse el hecho, se justificó  su destrucción, informó Telesur, arguyendo que debían aniquilarse todas los medios que el Ejército libio pudiera usar para defenderse de los ataques que recibía.

En tercer lugar, es difícil entender por qué el Gobierno australiano es especialmente sensible al uso de la fuerza por El Gadafi contra sus opositores y no ha reaccionado de igual forma ante su empleo reciente, en situaciones similares, por parte de otros Gobiernos del Oriente Medio, como el de Bahréin y el de Yemen.

Según la primera ministra Julia Gillard en la entrevista para el programa Australian Agenda, el 20 de marzo, su Gobierno estaba siguiendo muy de cerca la situación en esos Estados, y cuando tuviera algo que decir sobre la misma lo diría.

O sea, que casi dos meses después que empezaran en Yemen las manifestaciones contra el presidente Ali Abdullah Saleh y a más de un mes  del inicio de las revueltas en Manama, capital de Bahréin, reclamando reformas al rey Hamad ben Isa al Jalifa, en ambos casos duramente reprimidas por los respectivos Gobiernos, Canberra no tenía nada que alegar.

Solo el 24 de marzo a través de una declaración sobre los recientes acontecimientos en el Oriente Medio, el canciller Kevin Rudd expuso su preocupación por el uso de la fuerza contra los manifestantes —expresamente condenó la ocurrida en Yemen—y llamó a los Gobiernos de esos países a buscar todos los medios posibles para lograr la solución pacífica de la crisis a través del diálogo.

En el caso de Libia, sin embargo, no habían pasado diez días del comienzo de las protestas y ya tenía una idea precisa acerca de su posición y de cómo debía actuar en lo adelante. Y por supuesto, nada de llamados al diálogo y a la búsqueda de soluciones pacíficas. Francamente increíble.

Igualmente resulta inexplicable que un Gobierno “tan preocupado” por las violaciones de los derechos humanos como el australiano, no haya instado al Consejo de Seguridad a imponer una zona de exclusión aérea sobre el territorio de Israel para impedir que masacrara entre el 27 de diciembre de 2008 y el 18 de enero del 2009 a la población de la Franja de Gaza, causando la muerte de alrededor de 1 400 palestinos, la absoluta mayoría de ellos, cerca de mil, civiles.

¿Por qué no urgió a ese órgano de las Naciones Unidas, como lo hizo en el caso de Libia, a imponer sanciones contra el Estado sionista para impedir el derramamiento de sangre palestina?

¿Por qué no adoptó entonces un régimen autónomo de sanciones contra Israel como hizo el 25 de febrero del presente año contra el Gobierno libio?

Por otra parte, podría ser concebible que el Gobierno australiano, “horrorizado” por la violencia contra el pueblo libio atribuida a El Gadafi, la condenara en los términos más enérgicos, e incluso que pidiera reiteradamente al Consejo de Seguridad la adopción, entre otras medidas para evitarla, de una zona de exclusión aérea, pero, ¿no es excesivo que se haya involucrado en una intensa campaña diplomática para propiciar un consenso a favor de la medida en ese órgano de las Naciones Unidas?

El tema motivó incluso que uno de los periodistas que participaron en la conferencia de prensa ofrecida por Julia Gillard el 13 de marzo en Canberra, le preguntara si no era un poco raro que el Ministro de Asuntos Exteriores del país estuviera viajando por el Oriente Medio abogando por una acción en la cual Australia no desempeñaría un rol vital, ya que como la jefa del Gobierno australiano había asegurado poco antes, el país, por la distancia que lo separaba de Libia, no tenía la posibilidad de contribuir al establecimiento de la zona de exclusión aérea sobre el territorio de ese Estado.

La respuesta de la Primera Ministra no fue demasiado convincente. Se refirió a que la solicitud de su Gobierno al Consejo de Seguridad de prohibir la navegación aérea sobre Libia era consistente con la defensa de los valores más entrañables para el pueblo australiano, que no quería seguir viendo morir personas que solo habían alzado sus voces en defensa de las libertades básicas.

Pero, en realidad Canberra hizo mucho más que urgir al Consejo de Seguridad a tomar tal disposición. El canciller Kevin Rudd desplegó nuevamente sus probadas habilidades diplomáticas, esta vez con el propósito de promover el apoyo a esta de los Estados de la región donde está enclavada Libia, y así influir en las consideraciones del órgano de las Naciones Unidas con vistas a lograr finalmente su aprobación.

Para ello se reunió el 7 de marzo con el Profesor Ihsanoglu, secretario general de la Organización de la Conferencia Islámica y el 9 de marzo con los ministros de Exteriores del Consejo de Cooperación del Golfo. Asimismo, conversó sobre el tema con Amr Moussa, secretario general de la Liga Árabe.

Ahora bien, si como la lógica indica, no es la preocupación por la población civil libia la que determina la actuación del Gobierno australiano en relación con la zona de exclusión aérea sobre el territorio del Estado del norte africano, qué otra causa pudiera tener su diligencia en lograr la aprobación de esta medida.

Australia no tiene como algunos países europeos involucrados en la actual cruzada contra Libia, entre ellos Italia, Alemania y Francia, grandes intereses económicos vinculados a esta.

El monto del comercio de mercancías entre Canberra y Trípoli, según datos del Departamento de Asuntos Exteriores y Comercio australiano, alcanzó en 2009-2010 los 293 millones de dólares australianos, equivalentes a poco más de 303 millones de dólares estadounidenses, lo que representa apenas el 0,1% del valor total del intercambio de mercancías de Australia. Libia se ubica en el lugar 57 entre sus socios comerciales.

Por otra parte, Australia no tiene inversiones significativas en ese país, ni hasta donde se conozca otro interés en relación con sus recursos naturales que el de garantizar el 2% del petróleo crudo que necesita importar, a lo cual El Gadafi no había puesto reparos, y que con un valor de alrededor de 260 millones de dólares australianos (casi 269 millones de dólares de Estados Unidos), representa solo el 0,1% del valor total de las importaciones australianas de mercancías.

Hay evidentemente una explicación racional para la actuación del Gobierno australiano. Australia es uno de los más firmes aliados de Estados Unidos, que, a su vez, es sin dudas el principal aliado del Estado del Pacífico Sur.

Estados Unidos es uno de los más interesados en el petróleo libio y en la salida de El Gadafi del poder, y una pieza de esencial valor en la estrategia para lograrlo era el beneplácito del Consejo de Seguridad a la zona de exclusión aérea sobre el Estado norteafricano, lo que le abría el camino para el uso de la fuerza con el pretexto de garantizar su imposición, como en efecto ocurrió.

El Gobierno australiano, con limitaciones logísticas para participar directamente en la imposición de la zona de exclusión aérea, por su enorme distancia de Libia, y consciente de las implicaciones que tendría la decisión de hacerlo para sus niveles de popularidad en momentos en que no puede permitirse esos lujos, parece haber encontrado en la campaña diplomática para lograr su establecimiento, muy probablemente de acuerdo con Washington, la fórmula perfecta para demostrar su lealtad a este sin perjudicar sus propios intereses.

Es cierto que Australia comenzó a abogar públicamente por la prohibición de la navegación en el espacio aéreo de Libia antes que Estados Unidos, pero debe tenerse en cuenta que la Administración de Obama ha procurado no solo que los riesgos y costos de cualquier operación contra el Estado magrebí sean compartidos, sino que prevalezca la imagen de que se trata de una acción concebida, proyectada y ejecutada multilateralmente.

En relación particularmente con la zona de exclusión aérea, la táctica de Washington parece haber sido la de dejar que otros socios o aliados tomen públicamente la iniciativa, para luego respaldar las propuestas supuestamente nacidas de ellos.

Recuérdese, por ejemplo, que en la reunión del Segmento de Alto Nivel del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, los cancilleres de Australia e Italia apoyaron públicamente en sus intervenciones la prohibición de la navegación aérea sobre el Estado norteafricano, mientras Hillary Clinton se refiría genéricamente a que Washington tenía abiertas “todas las opciones” respecto a ese país.

La secretaria de Estado estadounidense fue luego más específica en un encuentro con la prensa, y al hablar de una reunión con varios de sus homólogos europeos y con la Alta Representante de Relaciones Exteriores, Catherine Ashton, afirmó que la zona de exclusión aérea estaba entre las acciones que se consideraban en ese momento y que se continuaría analizando.

Asimismo, fue la delegación de Líbano, con un fuerte respaldo de Gran Bretaña y Francia, la que presentó al Consejo de Seguridad el proyecto para imponer la suspensión de la navegación por el espacio aéreo libio que se sometió a discusión de este órgano de las Naciones Unidas.

De cualquier forma, como ya hemos señalado, Australia instó al Consejo de Seguridad a aprobar esta medida el 25 de febrero, y el 28 del propio mes, Obama se reunía con Ban Ki-moon para coordinar las acciones que la comunidad internacional podría tomar para forzar la salida del poder de Muamar El Gadafi, y según confirmó con posterioridad Susan Rice, embajadora de Washington ante la ONU, que participó en el encuentro, citada por la versión digital de El País, la zona de exclusión aérea había sido uno de los temas tratados, una opción que señaló se estaba considerando seriamente y se estaba discutiendo con los aliados.

Un proceso de este tipo no es cosa de un día y es obvio que incluso antes del 25 de febrero Estados Unidos estaba manejando la posibilidad de buscar un consenso para lograr su imposición.

De hecho, el 23 de ese mes Obama declaró que había solicitado a su Administración preparar el rango completo de acciones que podrían usarse para responder a la crisis en Libia, incluyendo aquellas que se coordinarían con aliados y socios, así como las que se llevarían a cabo a través de instituciones internacionales, mientras el secretario de prensa de la Casa Blanca, Jay Carney, informó que su país estaba considerando acciones bilaterales y multilaterales, aunque declinó, según la revista militar GlobalSecurity.org, discutir acciones que habían sido sugeridas, como el establecimiento de una zona de exclusión aérea sobre Libia.

El 24 de febrero, se comenzó a preparar a la opinión pública estadounidense para la posible aprobación de la medida. Ese día, CNN transmitió una entrevista telefónica de Anderson Cooper a una aterrorizada mujer no identificada, que desde su apartamento en Trípoli confirmó que se estaba produciendo allí una masacre y que para impedirla el primer paso que debía darse era… ¿Qué creen? Pues convertir a Libia en una zona de exclusión aérea. Curioso, ¿no?

¿Estaría Australia entre los aliados con los que Obama evaluó la posible imposición de la zona de exclusión aérea sobre Libia? No tengo constancia, pero es muy probable. ¿Solicitaría Washington el apoyo de Canberra para promover un consenso que facilitara su aprobación? Es posible, aunque también puede ser que el Estado del Pacífico Sur actuara por propia iniciativa, procurando honrar su condición de amigo fiel.

En cualquier caso, Australia hizo lo que podría esperarse de un Estado que ha sido reconocido al menos en dos ocasiones por Obama como el más firme y mejor de los aliados de su país.

Sobre la posición y la actuación del Gobierno australiano en relación con los recientes acontecimientos en Libia, puede consultar también los artículos del autor: Libia también en la mirilla de Australia y En el apoyo a EE.UU. Australia no quiere ser segunda de nadie

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