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Chávez contado por sí mismo

En el aniversario 69 del natalicio del comandante Hugo Chávez Fríaz, JR comparte fragmentos de anéctotas contadas por el propio líder venezolano y entrañable amigo de Cuba en más de 300 ediciones de su programa Aló Presidente, y que  fueron compiladas en el libro Cuentos del arañero

Autor:

Juventud Rebelde

Confidencias

Permítanme siempre estas confidencias muy del alma, porque yo hablo con el pueblo, aunque no lo estoy viendo; yo sé que ustedes están ahí, sentados por allí, por allá, oyendo a Hugo, a Hugo el amigo. No al Presidente, al amigo, al soldado.

Bueno, ayer fui a visitar la tumba de mi abuela Rosa. No quería ir en alboroto porque siempre hay un alboroto ahí, bonito alboroto y la gente en camión y las boinas rojas. Yo dije: «Por favor, yo quiero ir solo con mi padre a visitar a la vieja, a Rosa Inés». (…)

Yo nací en la casa de esa vieja, de Rosa Inés Chávez. Era una casa de palma, de piso de tierra, pared de tierra, de alerones, de muchos pájaros que andaban volando por todas partes, unas palomas blancas. Era un patio de muchos árboles: de ciruelos, mandarina, mangos, de naranjos, de aguacate, toronjas, de semerucos, de rosales, de maizales.

Ahí aprendí a sembrar maíz, a luchar contra las plagas que dañaban el maíz, a moler el maíz para hacer las cachapas.

De ahí salía con mi carretilla llena de lechosa y de naranjas a venderlas en la barquillería. Así se llamaba la heladería, y me daban de ñapa una barquilla. Era mi premio y una locha para comprar qué sé yo qué cosas. Bueno, de ahí vengo. Cuando yo muera quiero que me lleven allá, a ese pueblo que es Sabaneta de Barinas, y me conformaré con una cosa muy sencilla, como la abuela Rosa Inés.

Yo vendría a buscarte

Mi abuela Rosa Inés nos enseñó a Adán y a mí a leer y a escribir antes de ir a la escuela. Fue nuestra primera maestra. Ella decía: «Tienes que aprender, Huguito».

(…)

Y a mí me gustaba el Ejército, y le preguntaba: « ¿Por qué no sirvo para eso, abuela?» «Usted es muy “disposicionero”, usted inventa mucho». Dígame después, cuando, ya de teniente, de vacaciones, llegué un día a la casa con otros cadetes; nos sentamos ahí y yo puse a Alí Primera: «Soldado, vuelca el fusil contra el oligarca». Ella tenía esa inteligencia innata de nuestro pueblo y oía el canto de Alí Primera. Se fueron los compañeros y me dijo: «¿Se da cuenta? Usted se va a meter en un lío, porque yo estoy oyendo esa música y usted se la pone a sus compañeros, Huguito, Huguito». ¡Ay!, la abuela. Ella me descubrió antes de tiempo, me intuyó. Murió aquel 2 de enero, la sembramos en medio de retoños y de amaneceres en el año 1982.

(…)

Un pedazo del alma

Yo fui padre la primera vez a los veintiún años. Nació Rosa Virginia, mi terrón de azúcar. Fue creciendo Rosa y vino María y después Huguito. Los veía a ellos muy pequeños, pero yo decía: «Estos no son los únicos niños del mundo». Yo veía que ellos tenían vivienda, que podían ir a la escuela. Si se enfermaban, los llevaba al Hospital Militar.

Recuerdo que cuando veníamos a Caracas, me paraba en la autopista, en algún borde, y les decía: «Miren, ustedes tienen suerte. Tienen un padre que puede, más o menos, proporcionarles un sustento, porque soy militar profesional y tenemos un sistema de seguridad social que los atiende a ustedes. Pero allá arriba, en aquellos cerros, vean cómo andan los niños, muchos sin padre, muchos sin atención de ningún tipo». Es decir, fui preparando a mis hijos para lo que vino después, que fue muy doloroso.

Nunca olvidaré, como padre, la noche del 3 de febrero de 1992: dejar la casa, dejar los hijos dormidos, echarles la bendición, darles un beso, dejar la mujer y salir con un fusil en la oscuridad. ¡Eso es terrible!, porque uno deja un pedazo del alma.

Las catacumbas del pueblo

Recuerdo muy claramente el día que salí de prisión, 26 de marzo de 1994. Era Semana Santa del ‘94 y allá, en Los Próceres, en los monolitos, una de las primeras preguntas que me hizo algún periodista fue algo así como esto: «¿Y ahora usted adónde va?». Recuerdo haber dicho: «Me voy a las catacumbas del pueblo». Y desde entonces nos fuimos. No es que me voy, porque en verdad uno nunca anda solo, aunque a veces el desierto aprieta, el sol encandila y la arena se recalienta. Jamás uno anda solo, aunque a veces lo pareciera. Pero nos fuimos por las catacumbas del pueblo.

Recorrimos soledades, recorrimos caseríos, de día, de noche, bajo la lluvia, bajo el sol, con poca gente o con mucha gente, no importa, pero con una bandera en alto, con un proyecto largo, con un camino abierto y abriéndose hacia el horizonte. Y ese camino aquí nos lleva. Es el mismo rumbo para que salgamos de las catacumbas, para que salgamos de los abismos, para que hagamos una Venezuela verdaderamente nueva.

Dicen en el llano: «¿Pa’ dónde vas a coger tú con esa pata hinchada?». ¿Pa’ dónde voy a coger yo, pues? Lo entendí el día que salí de la cárcel. Yo estaba muy nervioso ese día, se los confieso, nervioso. ¿Qué será de mí ahora, Dios? Habíamos planificado una rueda de prensa en Los Próceres, y un grupo de amigos puso una mesita allá, un micrófono y unos periodistas. Venía yo muy asustado, se los confieso. Me quité el uniforme. Lloré allá en el samán y el roble, en mi querida alma máter. Me puse un liquiliqui claro y salí.

Los compañeros militares me trajeron en una camioneta y me soltaron ahí. «Bueno, comandante, suerte», me dijo un capitán de la Policía Militar, quien era el jefe de la escolta de aquel preso que era yo. Él me permitió, incluso, caminar, porque yo estaba como que no quería salir. «Déjame bajarme aquí», en el gimnasio de la academia me bajé. «¿Y qué va a hacer, mi comandante?». «No, déjame caminar por aquí». Y me fui pa’l campo de béisbol, recordé muchas cosas. Ya como a la media hora me dijo: «Mi comandante, vámonos. Me está llamando mi general». «Bueno, vámonos», pa’ evitarle problemas al capitán. Pero yo quería como merodear por ahí no sé cuánto tiempo.

Me monto y enfilamos por Los Próceres rumbo a la alcabala que está ahí, y ahí me bajé. Un capitán, un soldado, el otro soldado, un abrazo. Y cuando volteo, lo que viene es una avalancha sobre mí, una avalancha, compadre. Lo vi clarito, dije: «Dios mío, y ahora qué hago yo». Tumbaron la mesa, el micrófono, ahí había una moto, se cayó; un soldado se atravesó diciéndoles que se pararan, lo tumbaron, el fusil rodó por allá. Yo rodé, me rompieron el liquiliqui. Ahí entendí mi destino.

Los jamaqueo

Yo tengo una dicha, que la gente no me dice Presidente, sino Chávez. Y de repente me dicen: «¡Eje!, Chávez». Así me dicen y yo respondo igualito, así como uno gritaba en el llano de una esquina a otra. De repente, hay un autobús lleno de soldados y tú sabes que el reglamento dice que el soldado ve al Presidente ¡Alto!, y frente. Si el Presidente viene caminando, darle el frente al Presidente y saluda de una vez, firme como una espiga. Ahora los soldados hacen igualito que la gente: «¡Eh, Chávez!» y sacan el casco así por la ventana del autobús y yo, feliz, les grito: «¡Ey!», y les digo: «Bueno, vale, ustedes están muy tiesos». «¿Qué pasó?» y me les meto y los «jamaqueo».

Dos tipos que andamos por ahí

Lo que me dijo Fidel un día por teléfono: «Chávez, ¿dónde estás tú ahora?». «No, salí a caminar por aquí». «Ah, bueno, andas por ahí». Y me dijo para despedirse: «Bueno, yo también ando por aquí, y es que tú y yo, Chávez, no somos presidentes, sino somos dos tipos que andamos por ahí».

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