Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El reloj, el timbre y las sirenas

Autor:

Luis Sexto

Entre la cólera y la resignación, una lectora me preguntaba recientemente cuáles eran sus derechos y para qué existía aquel organismo en cuyo nombre le asignaban un turno para legalizar la vivienda: si para aplicar la ley y servir al pueblo o para complicarle la vida a la gente. Luego, me enseñó una comunicación mediante la cual en cierto municipio, cuyo nombre no es imprescindible reproducir, un funcionario la citaba en estos términos que ella asumió como irrespetuosos: Procure venir porque es la única ocasión en la que la puedo atender. Y si yo —objetaba ella— no pudiera ir en esa fecha por cualquier causa inesperada, ¿perdería el derecho a legalizar mi casa?

Adepto del punto de equilibrio, lugar que se emparienta con la justicia y la equidad, le dije a la agraviada compañera que un funcionario o una funcionaria no hacían un organismo. Pero que las actitudes y la conducta de ciertas personas encargadas de atender al público, pintarrajeaban de «enemistad o desinterés» a cualquier institución revolucionaria de servicio y le restaban efectividad.

Estamos, añadí, ante un típico comportamiento burocrático. Y por qué es burocrático, me preguntó. Ah, por la sencilla razón de que, en vez de ejercer su finalidad de servir al pueblo, el sujeto retrocedía hacia una fase en que su mentalidad cambiaba de posición, se ensoberbecía y pasaba de servidor a estimarse merecedor de ser servido.

Derivando hacia la reflexión, uno quisiera que esta somera historia fuera el acto casual que cierta óptica de escasa amplitud califica de anécdota, episodio infrecuente, sin importancia. Quisiera uno, en verdad, que fuera un detalle carente de trascendencia, que solo se localizara en algún sitio casi inexistente en el mapa de la justicia social y la autoridad del humanismo socialista. Pero, con la misma contención con que hablo regularmente de cuanto amo y defiendo, he de decir que las evidencias abundan. El contacto con la existencia cotidiana del país, matizada por tantos gestos de solidaridad, nos revela un conflicto entre lo más puro, constructivo de nuestra sociedad y los gérmenes de desatención, indiferencia, descrédito, ineficiencia e irresponsabilidad, incluso destrucción, que poco a poco reptan por nuestra estructura social.

Que ese conflicto se libre cada día, tal vez resulte normal en una sociedad imperfecta. Lo pertinente es preguntarnos a cuál de los contendientes beneficia la puntuación de los jueces. Si me pidieran una evaluación impresionista desde el borde del «ring» diría que la pelea presenta altas y bajas: un asalto para la esquina roja; otro para la gris... Claro, tal vez el triunfalismo al uso me contradiga. Me reproche el haber escrito tan liberal expresión de derrotismo. Y me ocurra como a la lechuza de la fábula que, como dormía de día, los demás pájaros del monte le criticaban el poder ver claro de noche.

Convengamos en que no nos equivocaríamos si intentáramos ver de noche como vemos de día ¿Acaso no sobresale el guardián que insiste en penetrar las sombras? De modo que si no pudiéramos referirnos a las áreas oscuras, si engavetáramos las señales que se perciben aquí, allá, más adelante, y que el periodista capta por representar el papel de destinatario a veces extremo, ningún sentido tuviera un periódico ni cuanto se escriba en sus páginas.

Todos, cierto, tenemos merecimientos y obligaciones comunes. La armonía social y las metas colectivas se fundamentan en el equilibrio de derechos y deberes. Sin embargo, más de dos o tres derechos esenciales se merecen en Cuba por ser únicamente ciudadanos, personas. A nadie se le pide la recomendación de honrado y eficiente trabajador para ser atendido en las instituciones donde se concreta el programa básico de la Revolución. Y por tanto el ejemplo negativo con que empecé este comentario y otros casos de mayor contundencia que aparecen y también no aparecen en los medios, empañan nuestra resistencia a perder el socialismo y su cofre de posibilidades humanas.

Perdonen mi recurrente inquietud. Pero creo percibir que cuantos se han esclerosado en visiones, hábitos y métodos burocráticos pululan casi impunemente. Los actos de distorsión se reproducen tanto como para hacer sonar a sirenas y timbres: podemos estar conviviendo con problemas cuyo volumen y peso podrían derivar en un riesgo. Tanto riesgo como para que esa antigua copla popular de que «Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos», pudiera despojarse de su naturaleza de comedia y adaptarse en tragedia si no readecuamos con el reloj en la mano el teatro de nuestra vida.

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