Por esas cosas del destino —geográfico y temporal— no dispongo de los datos globales de la nación. Pero un simple cálculo me dice que miles de millones de pesos que debieron salir de la Revolución Energética todavía están por cobrarse en Cuba. Y eso, a estas alturas, duele un mundo.
La cuenta resulta sencilla: en la provincia donde vivo —Granma—, que es la segunda mejor del país en la recaudación de dinero derivado de los equipos repartidos a la población a raíz de ese giro eléctrico, los núcleos familiares morosos deben todavía en su conjunto ¡78 millones de pesos!
Y ese territorio oriental, «está al 93,5 por ciento en la tarea», como dicen los medidores de porcentajes. Si otras 12 provincias andan por detrás… ¡cuánto caudal en este país anda aún esquivo, resbalado o fugitivo de las arcas estatales!
No se trata de millones de pesos evadidos hace poco. La «revuelta» que cambió o concedió ollas, cocinas, refrigeradores y otros electrodomésticos se concretó varios años atrás, aunque todavía —creo— no ha terminado.
Que sea un asunto viejo, conocido, llevado y traído en mil reuniones, nos revela esos aires paternalistas que acostumbraron a millares de compatriotas a un «dame-dame» nocivo y exagerado.
Que en estas fechas todavía queden por cobrar equipos repartidos hace rato descubre también fallas en los sistemas impositivos y en otros eslabones de la cadena que algunos suponían «engrasada».
Ahora se ha hablado, por eso, de medidas de coerción que ayuden a paliar un poco los gastos colosales realizados por el país para adquirir tales equipos. Algunas de esas disposiciones llegan hasta el embargo salarial.
Quizá deban aplaudirse tales instrucciones. Sin embargo, el asunto de los «sin pagar» rebasa con mucho lo económico. Cae, incluso, en ese terreno que a algunos, por la reiteración sin mesura, les sabe a teque: la conciencia.
La conciencia genera actitudes y modos de hacer. Es, como decía el poeta latino Horacio, como un vaso: si no está limpio ensuciará todo cuanto se eche en él.
¿Cómo es posible que una persona que antes se tiznaba o engrasaba para preparar el guiso diario, o que se desvelaba por el rugido de su ventilador-león haya borrado tiempos pasados y se escabulla de un pago con facilidades? ¿Cómo es posible que no se sienta un mínimo de gratitud y de obligación por una medida a todas luces bondadosa, buscadora del mejoramiento de vida?
En la respuesta a esas preguntas uno encuentra filos que cortan tremendamente y hacen sangrar. Porque se supone que después de estos 50 años de metamorfosis, la conciencia de miles no necesite ablandarse en una olla. Se supone que apenas sean cuatro gatos los que evadan el fisco, por desvergüenza y falta de compromiso.
Pero cuando los números superan cualquier cálculo previsto, hay que revisar el fuego que ha de atizar el pensamiento colectivo para cualquier empeño. Ese fuego no puede ser tan lento que genere frío, ni tan crudo que llegue a quemarnos la conciencia, porque con esta se achicharrarían también cuerpo y alma, y no precisamente en la hoguera.