Gustavo Adolfo Bécquer, el gran poeta español del siglo XIX, decía que el amor es como los espíritus: todas las personas hablan de ellos, pero pocas los han visto.
Pudiera discreparse del bardo, porque incontables seres humanos aseveran haber tenido, alguna vez, visiones amorosas o haber sido pellizcados por esos ángeles estrujadores del corazón y alborotadores de la conciencia, para los cuales aún no se ha coloreado la palabra exacta de definición.
Sin embargo, también puede ser que, en el fondo, Bécquer tenga su cuota de razón, pues no es muy difícil percatarse en estos tiempos que en fechas puntuales del almanaque el amor toma el símbolo de una mercancía circunstancial envuelta en un obsequio y en unos versos prestados.
Y no es que reneguemos de San Valentín ni de su hermosa leyenda de mártir, que tanto estimula el necesario y siempre bien mirado regalo de febrero.
Es que el amor, simplemente, no debe, no puede constreñirse a una dádiva esplendorosa de una jornada porque se nos convertiría en fantasma coyuntural, que aparece como llovizna un día y se marcha como trueno salvaje y ramplón a la mañana siguiente. ¿Qué valdrá un cometa de oro un domingo si de lunes a sábado no supimos ofrecer el lucero intangible pero estremecedor?
Todas las fechas del mundo deberíamos ver, palpar, rozar esos espíritus que cabalgan mudos por las almas, sin perfiles y sin moldes, con unas flechas calientes, incitadoras al temblor; esos que hacen amontonar arcoíris y recoger arenas en los encrespados mares de la vida. Todos los días deberíamos hacerlos aterrizar en la piel y en la sangre y no únicamente los 14 de febrero.
No hay fórmulas mágicas, es cierto. Y el amor suele ser huidizo y vaporoso, fácil presa de trampas y enredos. Pero creer que no existe resulta el principal veneno para fulminarlo a priori, para que no desande y obre.
A veces temo el futuro y las anunciadas Apocalipsis, el pragmatismo ciego que subraya «más el interés que el amor que le tenía». Y, tal vez con errores de apreciación, comparo el presente con mis tiempos escolares, en los que jugábamos a ser Neruda y nos empalagábamos con la miel de Buesa, y apostábamos a aprendernos en menor tiempo los versos de Benedetti, de Juan de Dios Peza o de Amado Nervo, para regalarlos como trofeos a la muchacha amada con nervios, de utopías o sueños posibles.
Ahora, en la «evolución», siento que se nos han ido extraviando, poco a poco, los miles de Nerudas adolescentes de otro tiempo, y los recolectores de estrofas acrósticas, y de pétalos rojos buscados con tesón en lejanos o inventariados rosales.
Quizá sea que el amor hoy se interprete de otro modo por los de carne y hueso, y existan mejores maneras de llevarlo a la práctica. Quién sabe. De todos modos él sigue estando ahí, presto a que le busquemos maneras, preparado para, como señalaba el poeta chileno, lo encontremos «particular y pavoroso, embanderado y enlutado, florido como las estrellas y sin medida como un beso». Él sigue viviendo, acaso como espíritu, para que le veamos el velo cada día y no lo dejemos ir nunca del corazón sin espejuelos.