Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Sangre en el celular

Autor:

Osviel Castro Medel

A la vera de la Carretera Central el fuego se extendía por el taller. Después de la explosión fatal, dos personas eran sacadas de entre las llamas con quemaduras en todo el cuerpo.

Varios ciudadanos ayudaban a socorrer a las víctimas y aplacar el humo. Sin embargo, otros parecían impasibles ante las dolorosas escenas porque permanecían como distantes espectadores o —peor aún— como celosos filmadores de todo el drama humano.

Al día siguiente sucedería lo que se ha tornado habitual en nuestra «adelantada» era: las desgarradoras imágenes estaban en incontables teléfonos móviles y hasta se habían publicado en las redes sociales, con los consiguientes comentarios, unos en tono morboso, otros con acento de reproche.

Aunque han pasado varias semanas del infausto acontecimiento, todavía sostengo un duelo verbal con un amigo sobre cuán justificada o legítima pudo ser la grabación —y posterior divulgación— de una tragedia como esa.

Mi posición al respecto es inamovible: las nuevas tecnologías, por más prestaciones que posean, no deberían ser empleadas para regodearse en la desdicha, la agonía o la angustia de otros.

El amigo dice que esa tendencia resulta universal y que los teléfonos móviles han servido para dejarnos testimonios de accidentes, abusos y masacres, entre otros, luego utilizados para encontrar culpables y hasta hacer justicia.

Sin quitarle razón, no me parece que deba mezclarse una cosa con otra. Ya el 14 de noviembre de 2017 esta columna abordó el tema (Imágenes que desgarran) y expuso varios ejemplos tristemente célebres.

Se mencionaban desde el horrible video de un hombre disfrutando mientras, mordida a mordida, se comía un gato vivo, hasta las fotos de un cuerpo joven despedazado por un animal marino una noche tormentosa.

Desde entonces a la fecha se han hecho notorios otros casos que lastiman y punzan: las grabaciones de varios cuerpos calcinados tras un accidente de aviación que estremeció al país, las imágenes de una anciana con los intestinos fuera de su anatomía después de haber sido atropellada cerca de un paso peatonal, las heridas en la cabeza de una mujer embarazada que perdió la vida arrollada por un vehículo agrícola.

¿Qué placer puede generar la grabación, copia y observación de episodios en los que la infelicidad o el sufrimiento están en primer plano? ¿Será que hemos empezado a ver como «normales» tales prácticas? ¿Qué dirán los familiares de esas víctimas? ¿Cuándo aterrizará la norma jurídica para, al menos, hacer entender que ha de respetarse la dignidad humana?

Tal vez en estas preguntas, sobre todo en la última, habite el meollo de un asunto que no podemos ver jamás como «menor».

«Sé que en nombre de la libertad individual algunos esgrimen que cada sujeto tiene la autonomía deseada para usar su teléfono y grabar lo que estime; o que cada cual puede consumir lo que quiera. Sin embargo, toda libertad ha de tener su límite si daña a terceros, si va en contra de nuestra especie y de los sueños que hemos acariciado durante años», escribía en el comentario de 2017. Aunque ha pasado el tiempo, esas palabras encajan en el escenario de ahora.

No nací en la era digital y, tal vez por eso, sea reacio a la fiebre de videos y fotos de este tiempo. Pero si alguna vez me pellizcara esa tendencia moderna de seguro me dedicaría a grabar el vaivén hermoso de una ola, un colibrí revoloteando entre las flores, una actuación fascinante encima de las tablas, una jugada extraordinaria en la pelota, la magia eterna del crepúsculo… el abrazo de tres príncipes tiernos: mis hijos.

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