Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuando un médico llora…

Autor:

Liudmila Peña Herrera

Bajó la mirada para tomar aliento y recuperarse, después de que el dolor le empañara la voz. Ahí estaba este jueves el doctor Durán, ante cámara, mostrando en su rostro, sin proponérselo, lo que ha sentido más de medio mundo al perder a un colega, a un familiar, a un amigo. ¿Quién se siente cómodo al mostrarse vulnerable frente a un país, frente a nadie? ¿A quién le gusta que su dolor se haga público, como si abrirse el pecho y mostrar las heridas fuese lo común?

Lo común, desgraciadamente, van siendo las pérdidas, que suman demasiadas y todavía habrá que cuantificar, después, cuando nos queden las secuelas sicosociales para recordarnos, si alguna vez pretendemos olvidar, que la pandemia llegó para cambiarnos la vida. Pero eso será luego: hoy, todavía, somos demasiado vulnerables, no porque nos emocionemos junto al doctor, frente a la pantalla, sino porque el virus sigue ahí, dándole «bateo» a los médicos, ocupando las camas de las unidades de cuidados intensivos, demandando más respiradores artificiales, provocando irreversibles actas de defunción.

El doctor, que es un científico, pero sobre todo es un hombre, un esposo, un ser humano, cuando dice «18 fallecidos», más que de un número habla de vidas que se les escurrieron de las manos a los médicos; habla de gente que dejó de respirar por más esfuerzos que se hicieron, por más desvelos, por más recursos; habla de quien se fue sin la posibilidad de despedirse, a pesar de que quizá pensó que podría tener otro chance.

La vulnerabilidad de la vida humana sobre la Tierra ha sido, precisamente, la moraleja común de esta historia convertida en pesadilla en todo el orbe. Y eso lo sabe bien el doctor Durán, que ha insistido en repetirnos, en innumerables ocasiones, que no hay edad, sexo, estatus social, económico o profesional que sirva para eludir la enfermedad; que no importa siquiera si has sido bueno y útil en esta vida, que la COVID-19 se le planta enfrente a cualquiera, y que falta mucho todavía para cuando, por fin, podamos levantarnos de entre tanta pérdida para reconstruirnos como sociedad.

Este último año ha sido, especialmente, el de la resistencia y el coraje del personal de la salud, de los voluntarios y de cuanto trabajador ha dejado la seguridad de su hogar para irse a servir a los demás. Ha sido también el que nos ha puesto en la dicotomía de si atrincherarnos en las casas o salir a zapatear el pan y el aceite y el pollo nuestros de cada día, a pesar de la posibilidad del contagio. Carencias que son casi una pandemia dentro de la otra.

De todas maneras, no nos distraigamos: una cosa es la escasez y otra la indisciplina y el menosprecio de la precaución. Todavía hay gente que tose o estornuda y aspira a que los demás lo tomen como natural; y aún existen directivos que convocan a reuniones y hasta a celebraciones institucionales que son vox populi, como si no fuera la vida lo que estuviera en juego.

Es verdad que todo no se le puede dejar al sentido común y a la inteligencia individual —las decisiones estatales y las sanciones penales existen para algo—, aunque también lo es que quien aprecie su vida tratará de cuidarla al máximo. Pero como a esta suerte de estado de sitio al que nos ha empujado la pandemia todavía le falta aguante y estrategia, como no queremos que el dolor nos toque a la puerta sin que, al menos, le pongamos trabas, es preciso no cuquear al virus con actos cuasi suicidas (reuniones postergables, celebraciones, y hasta un inofensivo traguito de cerveza entre amigos que hace rato no se ven) y que cada cual haga cuanto sea posible (y aquí incluyo lo estatal, lo particular y lo individual), para que llegue otra vez el añorado día en que el doctor Durán informe que no se reportan casos activos y que ahora sí le estamos ganando un trecho a la COVID-19. Lo demás, por ahora, es puro triunfalismo.

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