Dos anécdotas impulsan estas líneas, que pudieran continuarse en otros textos periodísticos. Ambas ocurrieron en la misma ciudad, aunque probablemente tengan réplicas en varios puntos del país.
La primera sucedió en un mercado Ideal (un nombre que tal vez debiéramos revisar por la carga semántica de ese vocablo). Su protagonista se aprestaba a comprar un pequeño paquete de galletas cuando la dependienta lo miró de reojo y, haciendo una mueca hueca-reseca, soltó: «Los que quedan están partidos y abiertos, para que lo sepan».
Se refería, obviamente, a los paquetes. Por eso el hombre dijo con todo su derecho: «¿Pero tienen el mismo precio? Deberían rebajarlos. Búsqueme el mejorcito ahí, compañera».
Sin embargo, varios integrantes de la larga cola comenzaron a gritar: «Acaba de comprar y déjate de muela»… «Oye, si no te gustan vete»… «Dale cualquiera, niña» y otras frases análogas, las que fueron rematadas por la misma expendedora: «¿Cuándo tú has visto una rebaja por eso, chico? ¿De dónde tú saliste? Coge este y avanza».
La segunda vivencia tuvo como escenario un mercado agropecuario, donde algunos nombrados «concurrentes» expendían tomates minúsculos a diez pesos cada libra. Esta vez el comprador no solicitó una rebaja, mas pidió una explicación sobre el precio, pues en las semanas anteriores tales hortalizas no eran tan pequeñas y costaban lo mismo.
«Yo no sé, hermano, no entiendo tu pregunta», le dijeron. Y, como en el primer caso, quienes estaban en la cola también lo presionaron para que se marchara rápido, algo que hizo de mala gana.
En ambos ejemplos el mundo pareció estar al revés, porque los clientes, lejos de ser complacidos, resultaron aplastados, no solo por los vendedores, sino también por sus semejantes y, peor aún, por lo que solemos llamar «leyes cimarronas».
En los dos hay una reafirmación de que la calidad, parámetro fundamental que debe regir cualquier servicio, fue relegada al último plano, una distorsión que nos ha golpeado con cierta frecuencia.
Reflexionando sobre estas escenas reales, también valdría preguntarse si el necesario ordenamiento económico que vive el país ha empezado a traer consigo cambios en la mentalidad de los consumidores, quienes no deberían mantenerse como seres estáticos, que acepten pasivamente productos y servicios defectuosos.
¿Por qué los clientes, en lugar de hacer causa común con los dos afectados, se quedaron «chiquiticos» de mente, con las neuronas apagadas? ¿Se trata de una cuestión de necesidad o de costumbre? Estas preguntas tendrían que responderse con un estudio metódico e imparcial.
En primera instancia, claro, quienes más deberían cambiar la mentalidad son los productores, tanto estatales como privados, algunos de los cuales se acostumbraron a hacer y hacer, sin importar estética, atributos o excelencia.
Durante años no existieron o resultaron poco efectivos los mecanismos de presión institucional o popular. De manera que, por ejemplo, las cruzadas contra el antipán (producto que semeja al pan) terminaron sin los logros esperados. O llegamos a tener un picadillo con sabor a nada, y nada pasó.
Ahora más que nunca, con los necesarios aumentos de precios, estos resortes de coerción popular tendrían que activarse para ayudar a empujar en la batalla por la calidad, más allá de nuestras carencias conocidas.
El ordenamiento económico tendría que conllevar, también, un viraje en la manera de presentar lo que vendemos, por encima del inexistente factor competitivo, considerado por muchos la principal causa que atenta contra la exquisitez.
Sin embargo, no se trata solo de ofertas más amplias, deseadas por todos. Porque cuando estas lleguen, ¿le caeremos a abucheos al que reclame por un artículo imperfecto? ¿Habremos labrado, entre muchos factores, el camino para conseguir la todavía lejana excelencia? ¿Le habremos dado una galleta a la galleta partida, al mal trato, a los productos minúsculos, chatos e impresentables, a la falta de explicación a los clientes y muchos otros errores que necesitamos enmendar?