Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Venezuela y la misión de la belleza

Autor:

Enrique Milanés León

No me agradan los espejos, pero esta presentación ha de hacerse en primera persona. No hay otra forma de decir, no ya lo que dice un libro, sino lo que motivó a escribirlo. Nunca pensé ir a Venezuela, pero ya se sabe cómo es el trabajo de los periodistas, y una tarde de diciembre de 2017 aterricé en Maiquetía con la triste sensación de que yo, que había dejado desde hacía mucho tiempo la práctica de corredor de fondo aficionado, llegaba tarde a Caracas por la friolera de… ¡cuatro años y nueve meses!

¿Qué me esperaba allá? Hugo Chávez había muerto, arremolinando dolores, el 5 de marzo de 2013, así que no me abandonaba la envidia hacia esos colegas cubanos que antes le vieron vigoroso y describieron, casi tocando su verbo, lo que yo solo pude leer demasiado distante del hombre-noticia. ¿Cómo hubiera sido esta misma misión —me flagelaba mil veces— si Chávez estuviera vivo?

Su patria curó mi angustia. Muy pronto comprendí que el hijo de Sabaneta seguía en pie, a tal punto que por eso mismo no le hacía falta estarlo: su cara y sus frases alumbraban cada espacio, sus programas sociales no hacían más que robustecerse, su relevo relevaba y continuaba su rebelión, sus bases le sostenían, y sus duelos con «mister Danger» eran más fieros que nunca. Para re/tenerle más, sus seguidores insomnes podíamos escucharle cantar el Himno Nacional con timbre de llanero, cada medianoche, en la cobija serena de varias emisoras radiales.

No, para conquistar las entrañas de su nación no anduvo el antiguo camino de los indios, ni el de los españoles del despojo, ni el que hicieron, rompiendo lomas con petróleo robado, las compañías yanquis: Chávez dio lustre patriótico a la senda de Bolívar y puso a marchar por ella a un pueblo entero. ¡El desfile no acaba!

Así fue cómo, desde su comando en el Cuartel de la Montaña, el guía bolivariano enderezó mis dudas y le dio más sentido a mi estancia de trabajo en su país.

Eran par de cicatrices; todavía las llevo. Como tantos colaboradores cubanos desde noviembre de 2016, yo llegué a Caracas también huérfano, en apariencia, de Fidel. Resulta que, en cruce de duelo sobre el Caribe, Venezuela y Cuba habían perdido en apenas tres años, ocho meses y 20 días, a sus mejores amigos, de modo que el homenaje más cierto de ambos pueblos a estos dos faros humanos era y es abrillantar, con obra conjunta, sus luces.

Por sobre las formalidades, mi tarea sería entonces bruñir sus legados con paño de letras. No tengo otra idea del periodismo ni mejor entrenador para hacerlo que el cubano que, al decir adiós a Venezuela, en 1881, solo le pidió una cosa: «Deme en qué servirla», recordándole que tenía, en él, a un hijo. También yo extraño, ahora mismo, a «Ma Venezuela».

Esa es la idea de Trazos venezolanos, puñado de estampas que nació crónica a crónica, gota a gota, de un corazón de cubano conmovido —perdónenme la redundancia—, y que se fue publicando cada martes de 2018 en el periódico Juventud Rebelde, una vez satisfechos los requerimientos editoriales sobre nuestras misiones. El nombre, es preciso aclararlo, alude al apremio del reportero, nunca a ligerezas del corazón.

Nadie —salvo Martí y Bolívar, Chávez y Fidel y sus millones de anónimos incondicionales— encargó estas crónicas, pero no podría perdonarse a sí mismo el periodista que se vea plantado frente a un retablo de glorias y deje su pluma dormida, en la simple conformidad del encargo.

Entonces, mientras publiqué en los diarios nacionales —con la venia generosa de sus directores— notas y reportajes sobre la solidaridad, también sumergí mi agenda en la corriente, portentosa como la del gran Orinoco, de las luchas políticas y del perfil hondo de un pueblo que se ha levantado a la altura de sus próceres.

Ese buscar prendado en la historia de Venezuela, ese conectar los hilos de sus raíces, ese observar a su gente con ojos de hermano desconocido y apreciar sus decires y sus haceres —con hache y con ce—, ese romperles las horas a los relojes para pensar cada línea y sufrir porque en ninguna línea cabía semejante gesta, fue lo que decidió —además del vaticinio del maestro Luis Sexto de que escribiría un libro y del estímulo de mi viejo hermano Ricardo Ronquillo— que las impresiones se convirtieran en crónicas y que, reunidas, estas hallaran su orden en el conjunto. Lázaro Miranda accedió a ilustrarlo y la editorial Pablo dio cuerpo al proyecto.

Busqué en las honduras cotidianas y en los suspiros de los libros y hallé mucho más de lo que cabía en mi zurrón de emociones. Ojalá estas impresiones ayuden a que cualquier hijo de Nuestra América entienda mejor que, si Bolívar merece el lugar capital que tiene en nuestras gestas, lo merece también su pueblo. Para enamorarme de sus hazañas, apenas necesité respirarlas.

Finalmente, quiero apuntar un detalle esencial sobre la intención de estos Trazos… Si, pese al horror de la guerra a que sin dudas se somete a Venezuela, están en el libro sus sitios singulares, sus impactantes construcciones, sus grandes figuras, sus leyendas, sus «misses» de interior belleza... , es porque creo que es hora ya de que los periodistas «zurdos» del mundo dejemos ver cuánto, por sobre el oscuro velo de mentiras que teje la prensa aviesa, el país que Nicolás Maduro guía como audaz autobusero de un pueblo es digno de visitarse, conocerse y amarse cual tierra millonaria en postales naturales y humanas. ¡Que nuestra misión sea, también, retratar su hermosura!

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