Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

De camino al futuro

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Aún no despierta el alba cuando me asomo al balcón para disfrutar la paz del barrio. A menos de cien metros veo la primaria Frank País engalanada como colegio electoral y me da cierta nostalgia no tener ya en casa un pionerito al que poner su uniforme de gala para cuidar las urnas.

Como una epifanía salta a mi memoria el momento en que entendí el concepto de autonomía progresiva, 19 años atrás, cuando mi hijo comenzó prescolar. Mi abuela se había retirado, a insistencia de la familia, y quiso llevar al bisnieto a la escuela para mantenerse activa. Pero ella caminaba despacio, y como el niño era remolón al levantarse varias veces llegaron tarde al matutino.

Un día me hizo salir al medio de la calle para mirar hacia su escuela: «¿Ves esa puerta grande? Esa es mi aula. Desde aquí pueden verme llegar, estar en la fila y entrar a clases. Dile a mi abuelita que yo puedo ir solo y luego ella me recoge por la tarde».

Era una decisión difícil. No por él, que me había probado antes su buen juicio, sino por los adultos: ¿Cómo conjurar la sobreprotección de las abuelas? ¿Y si en la escuela me acusaban de descuido? ¿Qué ley respaldaba su derecho a crecer a su propio ritmo y mi deber de respaldarlo?

La firmeza en sus ojos indicaba que no era un tema para luego: si quería educarlo con autorresponsabilidad, debía darle evidencias de mi confianza. Muy serio dijo: « ¿De qué sirve que me enseñes a cruzar la calle si no me dejas demostrarte que aprendí? Yo sé que abuela va a seguirme, pero ya no tendré que atrasarme para cuidar de ella». 

Angy

Un ruido de cristales rotos es mal augurio. «¡Angeline, te voy a mataaaaar!!! ¿Cuántas veces te he dicho que no toques eso? ¡Bájate de ahí, anda!». El llanto indica que la rabia materna no se quedó en el grito.

Desde que nació la nena, la paciencia abandonó el alma de su madre. Jamás la oigo cantar, reír con sus ocurrencias o prodigarle cariño. Si alguien la llama a la cordura, solo responde: «Me da la gana, yo la parí».

Tal vez piensa que lo de educar empezará cuando la niña entre a la escuela, o no sabe que ese clima de violencia sostenida es un modo de encaminarla, pero no para lo mejor. Dudo que esté al tanto de lo normado sobre su conducta y probablemente crea que está cumpliendo bien su rol porque comida y ropa jamás le faltan a su hija.

Un día entenderá lo nocivo de ese estilo de crianza, o quizá sea la niña quien transforme la furia en afecto en su dinámica familiar y rompa el ciclo malicioso. Por ahora sobrevive siguiendo el patrón de relaciones que la madre le traza: «¡Deja de molestar al gato que me van a volver loca! Muchacha, ¿tú no me oyes? ¡Angelineeee!!!     

Leo

En sus ojos azules hay asombro, reflexión, desafío. La tía la anima a ponerse el arnés, y mientras graba el despegue le dice con orgullo y ternura: «Dale, Leo, que tú puedes». El viento impulsa el parapente sobre una playa sureña y pocos minutos después la joven deja sus lágrimas escapar mientras sigue a la pequeña, que sobrevuela no solo el hermoso paisaje, sino su propia contienda existencial.

Par de años atrás, fue esta tía quien reveló el misterio de una conducta no esperable en una niña que apenas levantaba tres deditos cuando le preguntaban la edad: durante un tiempo incierto un adulto cercano abusó de su inocencia, y aunque la ley se encargó del culpable, el trauma familiar movió raíces muy profundas.

En aquel momento, sus adultos significativos reaccionaron con estupor, miedo, negación, desesperación, violencia extrema… La tía insistió en llevar el caso a los tribunales y asumió un rol decisivo en el proceso de sanación de la pequeña, regalándole experiencias tan fantásticas que harán palidecer los demás desaciertos en su currículo emocional.

Ella pospuso sus propios planes de vida y buscó ayuda sicológica y legal para la sobrina, a contrapelo de quienes desde la acera o envestidos de autoridad no la creyeron competente para tomar ese camino. Cuando en el colmo de la insensibilidad le cuestionaron por qué se había tomado el asunto tan a pecho, fijó sus ojos en el funcionario y le dijo: «¡Porque la amo! ¿Qué más se necesita para darle justicia a una niña y proteger sus derechos?».   

Roli  

A primera vista nos pareció un chiquillo taciturno. Estaba en una casa para niños sin amparo familiar y su silencio contrastaba con el bullicio de los otros inquilinos. Una «seño» nos contó que el padre había matado a la madre y no había más parientes en condiciones de recibirlo.

Se nos apretó el pecho, pero en esos espacios la lástima no prospera: hay mejores modos de empatizar para darles a esas criaturas un futuro digno. Al poco rato la misma seño lo llamó en tono seductor: «Roli, tienes visita…».

Fue mágica la transformación. «Es una familia de acogida que se lo lleva los fines de semana», explicó la educadora. «Ya están haciendo trámites para adoptarlo porque el afecto es mutuo. Hay gente que no entiende, lo ven como un niño marcado por la fatalidad… Casos así han salido muy bien y luego cuidan a esos padres adoptivos hasta el final de sus días. Nada es más milagroso que una buena crianza: hasta para disciplinar y recomponer la vida, hace falta cariño».            

Gisela

Casi recién graduada tuvo una niña. Había planificado su futuro con la prolijidad de sus proyectos y clases, pero la vida suele ser una arquitecta caprichosa y en poco tiempo se vio en amores con otro profesor, buscando un embarazo que resultaba esquivo.

Gracias a la inseminación artificial su cuerpo se animó a complacerla, solo que el reto se multiplicó por tres. Desde hace cuatro años vive bajo el cuestionamiento de colegas y amistades que no entienden su voluntad de seguir trabajando en la Cujae, y además mantenerse activa en las redes y asumir el liderazgo de un emprendimiento y cuando ya tiene cuatro hijos que educar, alimentar, atender si se enferman…

Los rasgos más distintivos de Gisela son la sonrisa y la hiperactividad, y no sé si es contagioso o hereditario, pero los pequeñines (dos niñas y un varón) se exceden en ambos atributos. Con el tiempo serán artistas, activistas por el bienestar social o profesionales de prestigio como sus padres. Se mantendrán unidos o elegirán otros caminos. Optará cada uno por una familia numerosa u otra nuclear…

Hoy son alegres, saludables, creativos y muy cariñosos con cualquier persona o mascota. Crecen ajenos a prejuicios y no tienen idea del esfuerzo que debe hacer su madre para ejercer, ella también, el derecho a ser plena y feliz.

Alborada  

A la vuelta de una década, ¿cómo recordaré este día? Un código es apenas un modo de interpretar la realidad: ni la crea ni sobrevive negándola. Escucho hablar de bandos y respondo que la elección no es entre el No y el Sí, sino entre el pasado y el futuro en la expresión del amor.

Cuando la sociedad interioriza esa expresión, se hace más fácil convivir con lo que será siempre un privilegio de vida, esa amalgama de sentires que nos hace familia más allá de la sangre y da estructura a nuestra idiosincrasia.

Me da gracia escuchar que como nación no estamos «listos». No es la primera vez que un debate aparenta dividirnos cuando en verdad nos fortalece, o que una letra se entona a coro mucho después que su melodía estremeció la conciencia dormida y encendió las antorchas del cambio.

Por Leo, por Angi, por Roli, por los trillizos de Gisela y por los millones de familias que contemplan este amanecer y apelan a su fe para espantar los azotes de Ian, caminaré los pocos metros que me separan del futuro y votaré por esa autonomía que mi hijo me enseñó a respetar, para mí y para los demás, por siempre.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.