Diez meses antes del golpe de Estado en Chile, Salvador Allende, ese hombre de intachable figura y estirpe popular, se dirigía al pueblo cubano en la martiana Plaza de la Revolución con un claro mensaje: «formamos parte de dos naciones que luchan contra el imperialismo».
Corrían años de transformación y esperanzas en el continente, y la izquierda cada vez era la opción definitiva de los humildes, el camino de lucha para desterrar de Nuestra América ese puñal lleno de sangre que venía manchado desde el norte, además, con un doloroso «destino manifiesto».
Allende, antes que presidente, fue un líder popular, un querido revolucionario que jamás aceptó el sometimiento como respuesta bondadosa a los intereses yanquis. Su «error» capital a los efectos imperiales fue declararse como un hombre de su época, como un revolucionario.
La irreverencia que le salía por encima de la piel, en cada gesto y palabra, terminó apuntalando su muerte el 11 de septiembre de 1973. No toleraron los paladines de una falsa democracia disfrazada entre cañones «libertarios», su coherencia y fidelidad a las bases populares.
Pagó con su vida, como mismo sucedió con su amigo Ernesto Che Guevara, el precio de ser coherente con los ideales de justicia.
Allende no murió en un apartado rincón, ni escondido en una profunda selva. ¡No! Cayó en combate, luchando junto a sus hombres más fieles, en su despacho del Palacio de La Moneda, hasta el último suspiro y acribillado a balazos.
Aún resuenan sus últimas palabras al pueblo chileno. En su voz, aquel 11 de septiembre, iba también la pureza y esperanza para la izquierda del mundo:
«Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente.
«Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor».
La historia ha visto multiplicarse los ideales de Allende por toda la América, pero nos sigue recordando que sus luchas continúan siendo el principal motor que mueve las esperanzas de los pueblos revolucionarios.