Cada vez más, el Ecuador de Daniel Noboa parece convertirse en el «delfín» de la política de Estados Unidos para América Latina.
Los pasos recientes de ese ejecutivo lo muestran como el más fiel seguidor de las estrategias estadounidenses en la región, apartándonos de la nueva «relación carnal» que el libertario argentino Javier Milei sostiene con
Washington —aunque sin nombrarla así, como lo hacía su predecesor neoliberal Carlos Saúl Ménem—: un nexo que se incrementará con quién sabe qué condiciones para Argentina luego del salvataje por 40 000 millones de dólares que le ha lanzado Donald Trump.
Sin embargo, Ecuador se muestra más cercano de la óptica trumpista en asuntos de relevancia regional y ahora muy peliagudos como el enfrentamiento al narcotráfico y la violencia, que es precisamente la justificación que esgrimen la Casa Blanca y el Pentágono para el despliegue bélico naval que tiene en peligro la paz en Latinoamérica y el Caribe, con especial ojeriza y peligros hacia dos vecinos de Ecuador: Venezuela y Colombia.
Esa, entre otras posiciones mimetizadas por el mandatario en materia de política internacional.
Cierto que la ruta ecuatoriana se ha convertido en la más usada por las bandas narcotraficantes en esta parte del mundo; pero repetir a pie juntillas el discurso trumpiano que vincula a los cárteles con el terrorismo para poder perseguirlos hollando la soberanía de los países de la región, y volver a autorizar la presencia en el suyo de sus bases militares, constituye una posición poco auténtica que pone en riesgo la tranquilidad de los ciudadanos ecuatorianos, y brinda a Washington la posibilidad de entronizar permanentemente sus tropas y armas en el vecindario sureño, cuando otros en su entorno geográfico están exigiendo lo contrario.
El propósito está bien marcado y es presentado por ese ejecutivo como la tabla salvadora ante una inseguridad que no ha podido controlar ni con reiterados estados de emergencia, ni con la actuación desmedidamente violenta con que actúan las fuerzas locales policiales y militares que enfrentan a quienes rechazan su política económica, como lo demostró la represión al más reciente paro nacional convocado por la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie), cuando ya los cuerpos armados de su país recibían la asesoría de sus colegas de Estados Unidos.
Veremos cuánto pueden otra vez la manipulación y la propaganda. Ahora el tema se someterá al criterio de la ciudadanía en el referendo y consulta popular que se celebrarán al unísono el próximo domingo, cuando, entre otras «propuestas», se pondrá al escrutinio público la posibilidad de reabrir las bases militares estadounidenses prohibidas por la Constitución de 2008, y después de que la existencia de una de ellas en el puerto de Manta durante diez largos años dejara muchas denuncias de los pobladores acerca de los abusos y tropelías cometidos por los marines.
El propósito va con fuerza, como se observa en el seguimiento del decimotercer viaje de Noboa a Estados Unidos, la semana pasada, para una estancia de la que no se divulgó la agenda, pero que fue sucedida por la visita a Ecuador de la secretaria de Seguridad Nacional de Trump, Kristy Noem, quien habló de «relaciones estratégicas» entre ambas naciones luego de recorrer los dos sitios donde se pretenden instalar las bases: nuevamente el puerto de Manta, y la base aérea ubicada en la localidad de Salinas, en la provincia de Santa Elena, pues el anuncio de que se ubicarían en islas Galápagos provocó tanto disgusto que el Gobierno debió suprimirlo.
Es decir, como si fuera «pan comido». Y tal vez lo sea si la población ecuatoriana ve en los militares extranjeros su salvación, harta de una delincuencia y violencia social que debieran enfrentarse integralmente y desde la raíz, con políticas sociales y una estrategia económica que no siga fragilizando la vida del ciudadano común.
Para analistas del patio, el encuentro con las urnas de este fin de semana será, en realidad, un plebiscito para Noboa después de las recientes protestas, y permitirá saber cómo están las aguas de turbias en un país que, gracias a otras políticas sociales y económicas, había recuperado la estabilidad al entrar los años 2000, y llegó a ser uno de los más seguros de Latinoamérica.