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Los trazos del alma

La añeja práctica de escribir a mano comienza a replegarse en la sociedad global ante el empuje arrollador de las nuevas tecnologías de la comunicación 

Autor:

Juan Morales Agüero

Entre los recuerdos de mi adolescencia que atesoro con entrañable devoción figura una carta de mi madre. Está redactada de su puño y letra sobre las dos caras de una hoja de libreta, y data de cuando partí a estudiar por primera vez lejos de la familia. «Cuídate mucho, mijo, y no olvides mis consejos», me escribió con su elegante caligrafía Palmer que tanto le elogiábamos. A pesar del tiempo transcurrido, siempre que vuelvo a releerla me conmuevo y se despliega ante mis ojos su semblante venerable.

En efecto, un texto escrito a mano puede propiciar que la estima de quien lo genera se justiprecie desde el fondo mismo de los sentimientos. Un «Te quiero» tatuado en letra impresa al dorso de una tarjeta postal jamás superará en calidez y vehemencia a un «Te amo» rasgueado con el vértice de un lapicero. «La escritura es la pintura de la voz», aseguró el gran Voltaire. Por tanto, las palabras manuscritas son como pinceladas multicolores que le dan significado al lienzo de la existencialidad. Solo que —¡ay!— el arte caligráfico parece contar cada día con menos adeptos.

Una tendencia que preocupa

Las alarmas comenzaron a soltarse en el 2014, cuando Finlandia, referente mundial en materia educativa, hizo pública la noticia de que eliminaba de sus programas escolares la escritura a mano para potenciar la redacción directa sobre los teclados. «Por primera vez, un país desechaba un conocimiento básico en la infancia», lamentó por entonces la revista Muy Interesante.

Tiempo después, el periódico alemán Bild advirtió sobre lo inquietante de la tendencia con este titular de portada: «¡La escritura manual se extingue!». Y fundamentó su alarma en una investigación cuyo resultado arrojó que uno de cada tres adultos europeos no había escrito nada a mano en el último semestre. Bild culpó por eso a los teléfonos inteligentes y a los ordenadores.

Sí, a todas luces, las nuevas tecnologías polarizan las rutinas de la contemporaneidad. Hoy se recurre a ellas lo mismo para redactar un informe, una tesis, una carta o hasta un poema. «El sonido del teclado parece que se ha convertido en la banda sonora de nuestras vidas», apunta la sicóloga Andrea García. La ancestral mística entre el lápiz y el papel pierde cada día más terreno. Incluso, la rúbrica personal de rasgos entrelazados deviene ya suerte de rara avis, porque las redes sociales la convirtieron en una gélida firma biométrica o en un frívolo nombre de usuario.

Advierto que no demonizo a las nuevas tecnologías. Al contrario, declaro mi adicción a sus bondades. No recuerdo cuándo fue la última vez que le  escribí a alguien una carta a mano, pues me he vuelto esclavo de los correos electrónicos y de los mensajes de texto. Y admito mi total dependencia de la grabadora al realizar entrevistas. En las pocas ocasiones en que uso la libreta de notas, sufro luego para descifrar mis garabatos, entumecidos por la falta de práctica. El periodista colombiano Héctor Abad Faciolince explica desde su experiencia esta singular dicotomía.  

«Pertenezco a la última generación que escribió y recibió cartas a mano y que iba al correo a escoger las estampillas más bonitas para mandar una carta de amor o una carta familiar —dijo en una entrevista para el diario bogotano El Espectador—. Y aunque me convertí al correo electrónico desde el mismo año en que lo inventaron, conservo aún cierta nostalgia por la escritura a mano. Quiero decir: nunca volvería atrás, no añoro para nada el tiempo de las cartas y de los carteros, pero, como ocurre siempre con los avances técnicos, hay algo que se pierde en el camino».

Breve historia de la escritura

Desde el instante mismo en que garrapatearon «de puño y letra» sobre la tierra o sobre una roca sus caracteres gráficos fundacionales, los seres humanos han dejado constancia de su paso por la vida mediante la escritura. Los documentos más antiguos creados así pertenecen a la cultura sumeria, hace unos 5 000 años. Se trata de notas cuneiformes acerca de temas agrícolas y ganaderos, grabadas a mano con un punzón vegetal en láminas de arcilla.

La técnica mejoró con la introducción del papiro y el pergamino, sobre los que nuestros antiguos escribieron a mano con varitas de bambú o de hueso. En el año 105 dC, los chinos hicieron debutar un soporte de gran trascendencia: la hoja de papel. Luego los egipcios aportaron la primicia de escribir con plumas de ganso mojadas en un tintero, práctica que duró más de un milenio.

Los lápices exhibieron por primera vez su estilizada figura en el siglo XVI, cuando se descubrió una mina de grafito en Inglaterra. Su etapa de gloria concluyó dos centurias después, al debutar la pluma de fuente, con un depósito de tinta dentro. El bolígrafo es más reciente: lo inventó un periodista húngaro en 1938. Con estos útiles originarios, la escritura a mano ha dejado registrada  para la posteridad buena parte de la historia de la humanidad.

Beneficios de escribir a mano

La ciencia asegura que escribir a mano es como una gimnasia para el cerebro, pues potencia las capacidades visuales, cognoscitivas y motoras. Además, dice que es un buen ejercicio para conservar la lucidez mental. Muchos la consideran como la más eficaz técnica para elaborar síntesis bibliográficas, ya que, mientras sujeta el lápiz o el bolígrafo, quien escribe va pensando cuáles palabras dejará plasmadas sobre el papel. Esas anotaciones, a la postre, resumirán la información más representativa y relevante.

«Cuando escribimos a mano, nuestro cerebro se retroalimenta de las acciones motoras junto con las sensaciones del tacto del lápiz y el papel. En cambio, al teclear no obtenemos ninguna representación mental del trazo de la letra. En ese caso, la información que recibimos del proceso de escritura se desconecta, pues apenas miramos lo que estamos escribiendo», asegura Anne Mangen, experta de la Universidad de Stavanger, en Noruega.

La ortografía también sale bien parada cuando se escribe a mano, porque el escribiente retiene mejor la estructura de cada palabra. También desarrolla la memoria, la capacidad de lectura y la fluidez de las ideas. Incluso, la belleza de la letra caligrafiada es un rasgo distintivo y exclusivo. Transmite lo que ningún mensaje electrónico lograría en expresividad. La de la máquina, por su parte, se compone de caracteres predeterminados por un software. Puede ser Arial o Colibrí, pero jamás dará información sobre la mano que le ordenó aparecer en el display.     

Hoy, a muy pocas personas les preocupa tener una letra estilizada y bonita. «¿Para qué me sirve?», me replicó un abogado amigo cuando le critiqué lo negligente de la suya. Y agregó que ya no es necesario redactar nada a mano, pues para todos sus escritos utiliza la computadora o el teléfono celular. Recordé entonces a mis abnegadas maestras de primaria, siempre atentas a que hiciéramos bien los «rolletes» en el cuaderno de caligrafía.

En la escuela de mis hijas —y seguro que en todas las escuelas cubanas— los maestros exigen que los trabajos investigativos que orientan sus asignaturas se entreguen redactados a mano. Eso, además de ejercitar la caligrafía contribuye a que el estudiante procese en su cerebro todo cuanto escribe y retenga el contenido más trascendental, algo que no es posible con el censurable corta y pega de internet, practicado con la venia de muchos padres.

Por fortuna, los ingenieros de Microsoft tomaron nota del asunto, y hoy la escritura manual y las nuevas tecnologías han comenzado de cierta forma a converger, «pues cada vez hay más dispositivos que permiten escribir sobre una pantalla con un puntero electrónico, para que la mano recupere su protagonismo al dar forma a los trazos de una firma o a un texto», escribió el colega Carlos L. Barón en el periódico dominicano El Nuevo Diario.

Epílogo en letra impresa

Hace poco encontré adherida a la puerta de mi casa una nota cuya letra manuscrita reconocí a la primera ojeada. Decía solo esto: «Estuve aquí». ¿Imaginan cómo me hubiera exprimido las neuronas para identificarla si hubiera estado impresa? Es que la letra manuscrita es más auténtica y carismática. ¿Tocaría igual la sensibilidad un autógrafo, un diario, una dedicatoria o una felicitación impresos o escritos a mano? Me atrevo a asegurar que no.

En fin, en lo personal, continuaré con mi adicción a las nuevas tecnologías. No me imagino trazando rayas con una regla para hacer una gráfica mientras exista Microsoft Excel, ni escribiendo un reportaje a mano mientras exista Microsoft Word. Pero de lo que se trata no es de eso, sino de salvar una tradición cultural que se remonta a la historia de la civilización. El salvamento tiene también mucho de nostalgia. Aunque, en definitiva, a la hora de escribir lo importante no es la forma, sino el contenido. Porque, como dijo García Márquez, «cada quien escribe como puede, pues lo más difícil no es el manejo de sus instrumentos, sino el acierto con que se ponga una letra después de la otra».

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