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Nunca cambien la verdad de su inocencia

A 60 años de la ejecución de Ethel y Julius Rosenberg, los fantasmas del macartismo transitan con igual espíritu de obcecación política y avidez bélica frente a quienes quieren «un mundo en el que todos tengan paz, pan y rosas»

Autor:

Juana Carrasco Martín

El 18 de junio de 1953 un gran número de personas se congregó en la Estación Pennsylvania, de Nueva York. Querían viajar a Washington para protestar por la decisión del sistema judicial y del presidente Dwight Eisenhower—quien rechazó incluso el pedido de clemencia que le hizo el papa Pío XII, idéntica actitud a la de su predecesor en la Casa Blanca, Harry S. Truman—. Al día siguiente serían ejecutados Julius y Ethel Rosenberg, un matrimonio que en todo momento, en los tres años que llevaron encarcelados, negaron la acusación de traición y espionaje por entregar los secretos de la bomba atómica a la Unión Soviética, y proclamaron su inocencia.

Ethel fue una sindicalista, comprometida en las luchas contra el fascismo y el racismo. Julius, un militante del Partido Comunista de Estados Unidos. Elementos suficientes en el contexto político global para las acusaciones que los convirtieron en chivos expiatorios de un enfrentamiento ideológico y de poderes.

Estamos a 60 años de uno de los crímenes judiciales cometidos por las fuerzas más extremas de Estados Unidos, nación sumergida entonces en una feroz cacería de brujas   —encabezada por el senador Joseph McCarthy y estimulada por los más terribles miedos que causaron los poderes omnímodos de un tenebroso personaje, J. Edgar Hoover, el director del FBI—.

El senador y el policía supremo eran dos de los impulsores de la Guerra Fría entre dos bloques socio-económicos de signos diferentes y antagónicos: el capitalismo y el socialismo, este recién surgido a la palestra política, aunque mostrando ya evidencias de su poderío y de su influencia en un mundo hasta entonces solo estremecido por las divergencias imperiales, y que comenzaba a levantarse contra el colonialismo y contra la explotación de las naciones del sur del planeta.

El juez Irving Kaufman describió con estos argumentos calumniosos el supuesto crimen de los Rosenberg: «Peor que el asesinato, causando la agresión comunista en Corea», con lo que los hacía responsable de una cruenta guerra cuyas consecuencias todavía se expresan en un clima de tensión en la península asiática.

Las presuntas «pruebas» presentadas en todo el proceso judicial provenían de las declaraciones de otros encausados por ser parte del supuesto grupo de espionaje, incluido David Greenglass, el hermano de Ethel, que hicieron sus deposiciones acusatorias a cambio de su propia exoneración o disminución de las sentencias, actitud que sí corresponde a la traición. Solo fue condenado entonces a 30 años de prisión Morton Sobell, el único que rehusó ser informante de la ley estadounidense, junto a Julius y Ethel.

Greenglass, 13 años después, concedió que su acusación fue falsa, y que en junio de 1950 había sido obligado a firmar una declaración en la que aceptaba ser cómplice de un químico de Filadelfia llamado Harry Gold, quien a su vez había confesado ante el FBI ser el contacto en Estados Unidos del científico inglés Klaus Duch, acusado de espionaje a favor de la Unión Soviética.

Aquel jueves 18 de junio de 1953, la sombría cárcel neoyorquina de Sing Sing era vigilada por un gentío policiaco —quizá temían que la multitud de varios miles de personas reunidas en Union Square, de Nueva York, en su vigilia por los Rosenberg, marchara los 50 kilómetros y asaltara la prisión—; mientras, seis hombres del FBI esperaban ante dos líneas telefónicas su deseo de que Ethel y Julius confesaran… pero nunca tuvieron que llamar a la Casa Blanca, donde los manifestantes en sus afueras se dividían en las categorías de las que hablaba Martí: los que aman y construyen y clamaban indulto y verdadera justicia, y en el otro lado los del odio, que levantaban los despiadados letreros de «¡Muerte a las ratas comunistas!».

Esa vez, ganaron los del resentimiento. Una amorosa pareja fue ejecutada; dos niños, Michael, de nueve años, y Robert de seis, quedaron huérfanos y han vivido llevando otro apellido: Meeropol, el de sus valerosos padres adoptivos, para burlar la persecución anticomunista y encontrar el cariño y cuidado que le negaron aquellos tiempos sombríos, donde cientos, probablemente miles de estadounidenses fueron perseguidos, juzgados por decenas, encarcelados por años algunos, truncadas sus vidas de creación profesional muchos de ellos; una etapa que pasó a la historia como el macartismo.

La vida de los Rosenberg transcurrió en tres años de cárcel, una condena a muerte el 29 de marzo de 1951, un total de 112 jueces, 23 apelaciones infructuosas —siete de ellas ante la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos—, y hasta la burla a sus orígenes de pueblo religioso, porque estaba dictaminado que el 19 de junio, a las 23 horas, se iniciaría la ejecución en la silla eléctrica, por lo que estarían muriendo en el día sagrado judío, el sabbath, así que fueron conducidos al cuarto de los verdugos a las 20:00 horas.

Una descripción del momento dice: «Cuando Julius Rosenberg fue conducido a la iluminada cámara de la muerte poco antes de las 20:00, estaba pálido y ojeroso. Le temblaron las rodillas al ver la silla eléctrica, pero no dijo nada. Estuvo silencioso desde su declaración de esa mañana, que concluía así: “Nunca los dejes cambiar la verdad de nuestra inocencia”. Luego de las acostumbradas descargas eléctricas, una corta y dos largas, se le declaró muerto a las 20:06. Poco después se ejecutó a Ethel Rosenberg».

Sin embargo, se dice que documentos desclasificados —tanto en Estados Unidos como Rusia— quizá pudieran culpar a Julius de conspiración, porque lo sitúan como uno de los 349 estadounidenses relacionados con la inteligencia soviética, pero no vinculan a Ethel, y en ambos casos la pena de muerte fue una condena bárbara y desproporcionada, razón suficiente para seguir afirmando que la justicia estadounidense cometió un doble asesinato.

Simple y cruda la posición de esa justicia, se reprimió al máximo a quienes no se doblegaron, quienes no traicionaron, quienes mantuvieron la dignidad y su inocencia, para dejar una advertencia a quienes por su propia Constitución tenían derecho a disentir y luchar por un mundo más justo y mejor.

Siempre contra la paz, el pan y las rosas

Para quienes crearon e insistieron no hace mucho en la  teoría del fin de la historia, recordar lo ocurrido entonces sería una pérdida de su «tiempo oro»; sin embargo, la lección sobre los apetitos imperiales persiste.

¿Acaso quienes fueron detenidos indefinidamente y sin cargos por sospechas de ser combatientes terroristas, en el campo de concentración que el Pentágono y la CIA estadounidenses tienen en el territorio ilegalmente ocupado por la Base Naval de Guantánamo, y los que aún permanecen en esa condición no fueron encerrados por confesiones obtenidas con el uso de torturas, y las cuales no presentan «evidencias» de las supuestas acciones? ¿Qué diferencia hay con los testimonios y evidencias circunstanciales presentadas contra los Rosenberg?

También hoy, un jurado militar juzga al soldado Bradley Manning por filtrar cientos de miles de documentos comprometedores de las instituciones del stablishment estadounidense al sitio web  Wikileaks; el director de este portal digital, el periodista australiano Julian Assange, está asilado en la Embajada ecuatoriana en Londres; y la inteligencia estadounidense busca al ex analista de la CIA, Edward Snowden, quien acaba de filtrar el espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA).

Ellos están amparados en el deber y el derecho humano de mostrar la verdad sobre las acciones de guerra sucia, trampas, fraudes e insidias políticas, maniobras y manejos turbios que el Gobierno de Estados Unidos y sus aliados, ocultan intencionadamente, o las mentiras que emplean para mantener un dominio hegemónico sobre este planeta, intentando perpetuar desigualdades ignominiosas aun a costa de guerras, invasiones y ocupaciones emprendidas a costo de miles y miles de víctimas civiles inocentes.

Las cartas que desde la prisión enviaron Ethel y Julius, la dedicada a sus hijos, revelan su gran inteligencia, dignidad y coraje.

Ejemplo de ello es la petición de clemencia que Ethel Rosenberg le envía al Presidente de los Estados Unidos:

«…No somos mártires ni héroes, ni aspiramos a serlo. No queremos morir. Somos jóvenes, demasiado jóvenes para la muerte. Ambos anhelamos ver crecer a nuestros dos pequeños hijos, Michael y Robert, hasta que lleguen a ser hombres. Deseamos, con cada fibra de nuestro ser, que nos restituyan en algún momento al lado de nuestros hijos para reanudar la armoniosa vida familiar que disfrutamos antes de la pesadilla de nuestros arrestos y condenas. Deseamos que nos reintegren algún día a la sociedad donde podamos contribuir con nuestras energías a construir un mundo en el que todos tengan paz, pan y rosas.

Sí, aspiramos a vivir, pero con la sencilla dignidad que inviste solo a aquellos que han sido honestos consigo mismo y con sus semejantes. Por lo tanto, con honradez, solo podemos decir que somos inocentes de este crimen».

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