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EE.UU.: cuando se rompe el cascarón, huevo podrido

De Ferguson a la frontera de Arizona, de la cárcel en la base de Guantánamo a la Supermax de Pelican Bay State Prison en California, se rompe la frágil línea de los derechos humanos en un mundo donde muy pocos pueden lanzar la piedra, porque tienen techo de vidrio

Autor:

Juana Carrasco Martín

«Orgullosamente, los Estados Unidos han apoyado la democracia y los derechos humanos en...». La frase, con más o menos exactitud de palabras y llenando los puntos suspensivos con el nombre de algún país desfavorecido en el juicio de quienes se creen omnímodos, ha sido pronunciada una y mil veces por los políticos norteamericanos, desde el Presidente que esté en el ejercicio del cargo en ese momento, hasta el más ínfimo de sus funcionarios, no importa a cuál de los dos únicos partidos representen. La repiten también buena parte de los ciudadanos estadounidenses convencidos de que son el pueblo elegido por el «Señor».

Nadie más practica como ellos la democracia y el respeto a los derechos humanos. Son la sociedad y el régimen perfectos. Los destinados a servir de espejo y ejemplo del Bien frente al Mal y atesoran tales valores como principios de una sola valencia que está en su Constitución y en la Carta Universal. Quien no los cumpla así, a su imagen y semejanza, recibirá el castigo merecido, la sanción educadora, y hasta tendrá que darle la bienvenida a sus Ángeles guerreros armados de drones que disparan sin reparo ni discreción si fuera el caso —y lo es más a menudo de la cuenta. Sin embargo, aquellos que le sigan a pie juntillas gozarán de sus favores y recompensas. Suena lindo…

Pero, ¿qué dicen quienes cotidianamente rompen el cascarón de la vida en EE.UU.? Muchos reconocen que el huevo está podrido, que no hay tal democracia y menos aun el respeto a elementales derechos humanos.

«Somos todos una única familia estadounidense», dijo hace un par de días el presidente Barack Obama, y agregó un reconocimiento a la realidad: «En Estados Unidos ninguna persona debería convertirse en blanco por quién es, por cómo se viste o la creencia religiosa que profese».

Diluía en una responsabilidad personal del asesino Stephen Hicks, la trágica masacre a quemarropa de tres jóvenes musulmanes —Deah Shaddy Barakat de 23 años; Yousor Mohammad, de 21 años, y su hermana Razan, de 19—, el martes pasado en Chapel Hill, un tranquilo barrio adyacente a la Universidad de Carolina del Norte, y no como un reflejo de odios inculcados y transferidos desde su génesis como nación hasta nuestros días, que en no pocos segmentos de la población hacen irreconocible la justicia, el diálogo inter-comunidades, la comprensión mutua y, por supuesto, las libertades civiles.

¿Acaso Stephen Hicks no hizo lo mismo que policías guardadores de la ley y el orden, cuando ejecutan en las calles a jóvenes de los barrios, con preferencia afroamericanos y latinos, como víctimas de los disparos fatales de gatillos alegres?

La Unión Estadounidense por  las Libertades Civiles (ACLU), una de las organizaciones estadounidenses preocupadas y denunciantes de las continuas violaciones, creó en 2004 un Programa de Derechos Humanos (PRH) dedicado específicamente a revisar la responsabilidad del Gobierno estadounidense ante los principios universales de esos derechos, y los garantizados por su propia Constitución. También Human Right Watch incluyó en sus reportes anuales el hasta no hace mucho intocable proceder de Estados Unidos y pudo llenar páginas de graves y peligrosas contravenciones.

Torturas como sanción adicional

La tendencia a ignorar los derechos humanos se ha ido agravando a medida que Washington ha intensificando la infinita «guerra contra el terrorismo» que desatara George W. Bush, el hijo, a raíz del tenebroso atentando a las Torres Gemelas de Nueva York, cuya raíz verdadera ha entrado en el reino de lo desconocido: quizá una desclasificación de documentos llenos de tachaduras, pueda dejar asomar un ápice de la verdad cuando el tiempo transcurrido haga inútil hacer justicia a los criminales.

Human Rights Watch (HRW) decía en la presentación de su reporte de 2015: «Un comité del Senado emitió un resumen condenatorio de un informe sobre torturas de la CIA, pero mientras que el presidente Barack Obama ha rechazado la tortura por las fuerzas bajo su mando, se ha negado a investigar, y mucho más a juzgar a los que ordenaron la tortura... Esa abdicación de su deber legal hace que sea más probable que los futuros presidentes traten la tortura como una opción política en lugar de un crimen. Este fracaso también debilita notablemente la capacidad del Gobierno de Estados Unidos para presionar a otros países para perseguir a sus propios torturadores».

A pesar de lo que calificaba como «vibrante sociedad civil y fuerte protección constitucional», los derechos humanos básicos se violan, especialmente en áreas de la justicia criminal, inmigración y seguridad nacional, agrega el informe, que explicita: «A menudo, los menos capaces de defender sus derechos ante los tribunales… son las personas más propensas a sufrir abusos». Incluía a las minorías políticas, a los involucrados en procesos raciales y étnicos, a los inmigrantes, a los niños, a los pobres, y a los prisioneros.

Un par de ejemplos de 2014 bastaría para demostrarlo: El asesinato de Michael Brown, un adolescente desarmado, cometido en agosto de 2014, por un policía blanco de Ferguson, Missouri —absuelto luego porque sí—, y «la posterior represión policial contra los manifestantes, subrayaron la brecha entre el respeto a la igualdad de derechos y el tratamiento de aplicación de la ley de las minorías raciales», apuntaba HRW.

Añadía también: «La respuesta represiva de Estados Unidos a un aumento de los migrantes no autorizados que cruzan la frontera de México y Centroamérica pone de relieve la urgente necesidad de reformar la política de inmigración de Estados Unidos». Sabemos que el Congreso sirve de freno a esa legislación que contribuiría en algo a evitar la exclusión, el racismo, la discriminación y la injusticia.

Todo el mundo sabe quiénes son mayoría absoluta en la población penal más grande del mundo con 2,3 millones de personas tras las rejas cumpliendo bajo políticas de sentencia punitivas, cuando en el sistema federal el 50 por ciento de los reos fueron condenados por consumo o pequeño tráfico de drogas, y entre los reclusos en los 50 estados de la Unión más del 46 por ciento guarda prisión  por ofensas no violentas relacionadas con las drogas, robos y el orden público.

A esas cifras se le agrega, en el orden de los abusos y la tortura, que 80 000 hombres, mujeres y menores cumplen encerrados en solitaria, un régimen de aislamiento del resto de la población penal que puede causar efectos sicológicos negativos en tan solo 15 días.

Esas celdas están igualmente en el campo de concentración de la ilegal Base Naval de Guantánamo hasta en las Supermax (las cárceles de máxima seguridad), y no son excepciones en el sistema de justicia de EE.UU. como instalaciones destinadas a aplicar sanción adicional a la dictada por los jueces.

¿Acaso hay mayor respeto a los derechos humanos y civiles de los inocentes o de «sospechosos» de «supuestos» delitos?

La vigilancia masiva

Al amparo de la seguridad nacional, también la vigilancia masiva ha sido utilizada por instituciones como la Agencia de Seguridad Nacional, la CIA, el FBI, los cuerpos policíacos locales y otros organismos de una espesa red de control para seguir, perseguir y encarcelar hasta a quienes con ética humanística y raciocinio ciudadano han revelado crímenes de guerra o se oponen a esa vocación de policía mundial que asume Washington desde el Pentágono.

Tal vigilancia sirve para tratar de impedir los cruces de raya de esa celosa guardia de leyes secretas, tribunales secretos e interpretaciones secretas de las leyes de seguridad nacional; como lo hizo el soldado Manning —ahora bajo el nombre de Chelsea y una identidad femenina, como es su deseo, pero cumpliendo por igual los 35 años de la condena impuesta porque reveló las imágenes en video de un helicóptero invasor ametrallando a civiles a Iraq.

También fue la decisión de conciencia de Edward Snowden, asilado desde 2012 en Moscú por sus revelaciones, y que a menudo deja salir otras nuevas, entre ellas, la de abril de 2014, cuando habló al mundo mediante videoconferencia y demostró que la NSA había apuntado a las organizaciones no gubernamentales y otros grupos civiles para sus barridos de vigilancia, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. Líderes políticos de países estrechamente aliados de Washington tampoco se salvaron de esos ojos y oídos de la vigilancia masiva.

Solo recientemente fue liberado John Kirakou, agente de la CIA encarcelado no por aplicar, sino por filtrar a la opinión pública estadounidense los programas de tortura de la Agencia Central de Inteligencia.

Los hechos saltan a diario. Hay demasiadas grietas en el espejo y es muy frágil el cascarón que deja salir las pestilencias de lo podrido.

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