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Golpe ¿de quién?

La democión de Pedro Castillo, una asonada que alimenta la fragilidad política en Perú

Autor:

Marina Menéndez Quintero

La inestabilidad seguirá campeando en Perú. Pocas horas después de la democión de Pedro Castillo, el miércoles, la etiqueta «Que se vayan todos» era tendencia en Twitter como expresión de rechazo a una clase política corrupta que trucida hace años la institucionalidad. Pero también era adelanto de las protestas que estremecen varias localidades del país este fin de semana, en demanda de elecciones adelantadas y la libertad del mandatario depuesto, víctima de las jugadas sucias en su contra y de su propia endeblez o, tal vez, de su inexperiencia.

Maestro rural oriundo de las montañas cajamarquinas, sin vida política anterior, Pedro Castillo ya tenía un pie en el patíbulo cuando llegó a la primera magistratura hace un año y medio. Lejos de apartarlo de la muerte, su quehacer fue tendiendo la misma soga que, esta semana, terminó asfixiándolo.

La derecha lo había condenado desde su misma elección, y no solo por el estrecho margen de puntos que le dio la victoria frente a Keiko Fujimori, de Fuerza Perú, una votación manipulada por los poderosos para intentar tergiversar los números. En verdad, lo que no soportarían nunca la oligarquía peruana y los partidos derechistas, era la llegada de un hombre humilde a la presidencia y, menos, un gobierno para las mayorías desposeídas.

Había sido esa procedencia pobre, precisamente, la que permitiría al sindicalista magisterial obtener las simpatías populares que, con ojo avizor, el partido Perú Libre, abiertamente declarado comunista, supo ver, razón por la cual decidió acoger a este hombre sin filiación política y catapultarlo a la primera magistratura.

Ya investido como mandatario, él, sin embargo, no supo o no pudo enfrentar a sus enemigos políticos. Una tras otra fue cediendo a las presiones de un Congreso mayoreado por la derecha que ya fue abucheado y repudiado por las masas cuando estas se hicieron a la calle en noviembre de 2020, no para salvaguardar al entonces cesado Martín Vizcarra, sino para condenar la actuación del legislativo.

El continuo retiro por Castillo de cada una de las propuestas ministeriales presentadas por él y su sustitución por figuras más potables para la derecha, entre otros vanos intentos de conciliación, lo alejó de Perú Libre —una agrupación que, pese a todo, no lo ha abandonado a su suerte— y lo que es peor, defraudó a una parte de las masas que le habían dado el voto, buena parte de las cuales debe haber terminado creyendo las mentirosas acusaciones de corrupción que «justificarían» aplicarle al mandatario la llamada vacancia presidencial, es decir, la destitución «por incapacidad moral» para gobernar que, finalmente, terminó con su mandato, avalada por la decisión presidencial de suspender al Congreso.

«Esta mayoría congresal no se ha detenido en su objetivo de destruir la institución presidencial. Esta mayoría totalmente desacreditada, ha impedido acortar las enormes brechas sociales», declaró Castillo al dar a conocer su postrera decisión; un suceso, empero, oscuro, según van aflorando testimonios de figuras cercanas al gobierno, quienes alegan que cesar al legislativo no era lo que el Presidente había planeado hacer aquella aciaga jornada.

Algunos afirman que se le tendió una trampa. Aunque los contextos puedan ser diferentes, él como Cristina Fernández, Luiz Inácio Lula da Silva y Rafael Correa, entre otros, es víctima de los mismos procesos amañados que se enfilan contra el progresismo latinoamericano, al estilo del lawfare.

Castillo ha sido perseguido por otra cacería de brujas, independientemente de su vano —¿forzado?— intento de cesar al Parlamento que no lo dejó gobernar y renovar las instancias judiciales, una decisión explicada por el acoso de que fue blanco, pero que le ganó a última hora todas las críticas, al acusársele de antidemocrático y golpista.

Figuras políticas de la izquierda alertaron, ya consumados los hechos, que no existían los votos necesarios para la vacancia y que Castillo fue engañado para que cometiera lo que allí consideran el «suicidio político» de suspender al legislativo, medida con la que el mandatario habría querido adelantarse e impedir su destitución.

Las Fuerzas Armadas y la Policía se distanciaron enseguida, declarando que respetarían la institucionalidad, y el Congreso no acató. La Embajada de Estados Unidos en Lima fue la primera voz en pronunciarse en contra.

Resultado de su mismo afán por contemporizar con quienes nunca lo aceptarían, el Jefe de Estado depuesto tampoco había podido o no se empeñó en la cristalización de la Asamblea Constituyente que volvía a prometer ahora, y que ya era parte esencial de su programa luego de que ese pedido emergiera como clamor en las protestas de 2020.

Posiblemente, la última acción que marcaría su involuntario alejamiento de las masas sería su desprendimiento del enorme sombrero de rondero que hasta hace unos meses caracterizó lo genuino de su figura.

Una encuesta de la firma Datum realizada unos días antes de los hechos y que citó la televisora RT, arrojó que Castillo, quien ganó con el 50,125 por ciento de los votos, contaba solo con el respaldo del 26 por ciento de los consultados, mientras un 60 por ciento estimaba que debían suspenderlo.

En otras circunstancias, seguramente las fuerzas populares, con las que trató de tejer alianzas muy tarde y de modo demasiado formal en los meses recientes, habrían reaccionado antes en el rechazo a la maquinaria golpista, y muchos confundidos no lo incluirían ahora en la claque política a la que ciertamente no pertenece, y a la que ellos repudian.

La aseveración del líder y fundador de Perú Libre, Vladimir Cerrón, es opinión de muchos: «(…) la extrema derecha ha consumado un golpe de Estado en el país».

Con Boluarte

Para analistas locales, los acontecimientos significan el final de la presidencia de Castillo, pero no de la crisis política peruana.

La vicepresidenta Dina Boluarte fue juramentada de inmediato como mandataria; mas nada hace pensar que su quehacer resultará sencillo.

«Gobernar Perú no será tarea fácil», reconoció al asumir la nueva mandataria, una abogada de 60 años proveniente de Perú Libre.

Mientras Castillo era conducido, bajo el cargo de rebelión, a una cárcel de la base de la Policía donde cumple el también expresidente Alberto Fujimori, y voces de dentro y fuera pedían respeto a su integridad, Boluarte trataba de maniobrar luego de solicitar una tregua política para conformar gobierno mediante lo que llamó un «gabinete de todas las sangres», en alusión a un declarado ejecutivo de unidad nacional.

Pero habría que ver si lo logra y si ello resultará suficiente para apaciguar las aguas de una nación donde la partidocracia —como le diría Correa— ha sido responsable de una sucesión de mandatos no concluidos que totaliza seis presidentes en seis años, y existen intereses políticos obviamente encontrados, que se imponen al orden y la institucionalidad.

Según los reportes, Boluarte negociaba el viernes con la derecha parlamentaria el nombramiento de sus ministros. Algunas horas después, las protestas empezaron a poblar las calles en demanda de la celebración de elecciones que han pedido también fuerzas políticas y movimientos populares, en reclamo de libertad para Castillo, a quien se le negó el sábado un pedido de hábeas corpus.

Mientras, las redes sociales notificaban despliegue de la fuerza pública y hechos de represión que no habían sido reportados aún por la gran prensa.

No existen motivos para pensar que Dina será acompañada de modo expedito por una ciudadanía harta de que no se respete su voto en las urnas, ni se gobierne para sus mayorías. Ellas no se movilizan detrás de una figura, sino de su agenda. No obstante, fieles a Castillo, pese a todo, objetan la juramentación de su vice.

Durante una Asamblea Nacional Extraordinaria, el partido Perú Libre anunció que se une a las luchas populares, y decidió no integrar el nuevo gabinete ministerial «ni asistir a la invitación de la Presidenta», por considerar que en el país ha habido una asonada.

La escena política en Perú huele a podrido; la estabilidad sigue pendiente de su transparencia.

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