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Ojo con los nuevos códigos

Autor:

Juventud Rebelde

Una dosis nada despreciable de frases fuertes, esas denominadas «malas palabras», están en el morral del vocabulario de muchas personas. La cuantía y agresividad de estos recursos en poder de cada individuo no discrimina pautas entre unos y otros. La diferencia la marca el uso o abuso de esas alternativas idiomáticas.

Hay momentos límites en que casi irracionalmente echamos mano a uno de esos dardos envenenados para lanzarlos contra quienes intentan cabalgar sobre nuestros hombros, irrespetando el derecho ajeno.

Uno de los ejemplos más visibles es cuando un conductor escamotea el derecho de vía aprovechando la superioridad de su vehículo sobre otro y por añadidura espeta en pleno rostro a su colega un «Oye, tienes razón, pero qué, ¿te va’ja dejar estrallar?».

Esta actitud irrespetuosa, y causante de accidentes en muchas ocasiones, provoca reacciones airadas hasta del más pacífico ciudadano.

Hay ejemplos a lo largo de la historia que granjean un lugar destacado a algunas de estas frases fuertes, lanzadas contra el enemigo en el momento oportuno. De ahí que las «malas palabras» circunstanciales no sean tan censurables como aquellas que son un modo habitual e impúdico de comunicación en cualquier lugar.

Cada vez son más las personas que, sin distingo de nivel cultural, emplean en su plática diaria un rosario de frases soeces con tal naturalidad que dejarían boquiabierto al más conservador cultor de la lengua castellana, y en esto se incluyen verdaderas creaciones, alusivas a las más variadas y naturales partes anatómicas, masculinas o femeninas.

Acompañar el saludo o despedida, expresar un estado de ánimo o calificar un hecho determinado con malas palabras se ha vuelto peligrosamente cotidiano. Se escuchan en reuniones de adolescentes, centros de trabajo, escuelas, fiestas populares, paradas de ómnibus y mercados.

¿Hasta dónde llegará tamaña falta de respeto?, se preguntan muchas personas, sobre todo adultas, pues son los jóvenes de ambos sexos los que con mayor frecuencia echan mano a estas palabrotas sin siquiera ruborizarse, y esto es verdaderamente alarmante; pero más sorprendente aún es que no exista correspondencia entre la educación que reciben y el comportamiento social expresado, y el carácter dinámico de los cubanos, su postura siempre a la defensiva, no justifica tal comportamiento.

Tal vez el origen del tan extendido mal pudiéramos encontrarlo en el hogar, espacio donde se gestan los procesos formativos, pues en múltiples ocasiones los mismos padres acompañan sus regaños con una «mala palabra», sin reparar que son copiadas al pie de la letra por sus vástagos.

Pero a juicio de muchos, el mal no radica solo aquí. La estrechez del idioma no es causa. Harto conocido es que el español es amplio y rico como la misma vida. Entonces queda en manos de los especialistas buscar la causa de la prolífera cosecha de estos nuevos códigos de comunicación que en la mayoría de los casos se hacen acompañar de gestos calificados por buena parte de los individuos como extremadamente vulgares y ofensivos.

El empleo de las distintas jergas que hoy forman parte del decir juvenil se consideran como un «aporte» a la lengua en su propio proceso evolutivo. Ahora, de las «malas palabras», ¿qué decir? Usted tiene la buena palabra.

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