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Carcoma

Autor:

Juventud Rebelde

La desidia, ¡qué palabra! Por más que uno trate de obviarla, aunque sea escondiéndola en una cueva más profunda que la de Alí Babá, ella reaparece convertida bien en basurero, bien en parques y jardines abandonados.

Al ver tales escenas, en el mejor de los casos, alguien arrugaría la frente y murmuraría alguna frase de molestia o desacuerdo; pero existen otros que continúan su camino como si nada, imperturbables, haciendo que ignoren la suciedad o mostrando un gesto de «a mí qué me importa, si esto no es mío».

A la hora de hojear el legado del período especial en Cuba, sin duda que deberá mencionarse ese comportamiento caracterizado por la dejadez. La crisis al comienzo de la década de 1990 fue como una especie de vendaval en la iniciativa de las personas. Debimos concentrarnos en sobrevivir y olvidar —aunque no lo quisiéramos— otras cuestiones que también alimentan nuestras vidas.

En consecuencia, tuvimos que aceptar que las fachadas de nuestras ciudades se fueran deteriorando o convirtiéndose en una réplica de la guía de teléfonos, mientras que los jardines comenzaron a parecer un campo de batalla.

Por un lado, ha sido esa suerte de resignación —o la espera de mejores días— la que también terminó atándonos las manos y permitió que la desidia apareciera en nosotros, como una especie de carcoma, ese parásito que devora los muebles de madera poco a poco y en silencio y que sale a la vista cuando ya el mal está hecho.

Estamos claros de que el mantenimiento de una comunidad depende de ciertos recursos materiales, que debieron ser pospuestos por razones de urgencia mayor. Ante la disyuntiva de comprar leche en polvo o nuevos camiones para la recogida de basura, es muy claro hacia dónde tiene que dirigirse la elección.

Pero hay más. Porque entonces habría que examinar cuál es la razón por la que en Cuba existen ciudades más limpias que otras, pese a contar con una densidad demográfica bastante pareja. No es cuestión solo de dinero y sí de imaginación, disciplina y hasta cierta voluntad para encarar el problema.

Sin embargo, la higiene de una urbe no depende únicamente de los servicios comunales y sí, en grado sumo, de las personas que habitan en ella. Por lo que resulta cuestionable no ser enérgicos con comportamientos negligentes, como lanzar la basura desde el edificio, caiga donde caiga y ensucie lo que ensucie, y que no se detecte y se multe a los culpables.

Y una de las causas por las que suceden ese tipo de acciones es el paternalismo. Fíjense que, cuando el asunto de los cascos en los motoristas se tomó como se debía y se subió la tarifa de las multas, disminuyó el peligro de muerte por fractura del cráneo en ese tipo de accidentes. La exigencia hizo pensar y con ella se dio cauce a la responsabilidad.

Y eso no es lo que ha sucedido con la higiene y la belleza de nuestras ciudades. En consecuencia se ensucia con total impunidad, a sabiendas de que la multa será irrisoria; y así caemos en una situación parecida a la que vive el perro cuando intenta morderse la cola: no creamos los nuevos mecanismos para eliminar el mal y, sin embargo, seguimos cuestionando el problema.

En el caso cubano, por el momento y hasta que los servicios comunales no sean fortalecidos como se debe, la limpieza de nuestras ciudades —sobre todo en zonas muy específicas— no podrá ser efectiva sin la decisiva participación ciudadana y sin una unión verdadera con las instituciones del Estado.

De lo contrario, los vertederos seguirán apareciendo ante nuestros ojos impotentes; aun cuando sintamos que ese espacio que ahora se ensucia, también puede ser una prolongación importante de nuestras vidas.

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