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Una orden para desestabilizar a Sudán

Autor:

Juventud Rebelde

Los gobiernos occidentales, las transnacionales y las denominadas organizaciones de derechos humanos celebran la orden de arresto que el pasado 4 de marzo emitió la Corte Penal Internacional (CPI) contra el presidente sudanés Omar Al-Bachir, y la fiesta no es más fastuosa porque no pudieron arremeter contra Khartoum con toda la fuerza deseada. Las cosas no salieron como planeaban desde hace años: desestabilizar un Estado petrolero y atrapar, como todo buen pescador, sus ganancias en el río revuelto...

Occidente, vestido con su toga de juez internacional, ha utilizado a la CPI —con sede en La Haya, en los Países Bajos— para condenar a Omar Al-Bachir, a quien acusan de crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos, presuntamente, en Darfur, donde desde 2003 se reporta una grave crisis humanitaria con más de 350 000 víctimas y 2,7 millones desplazados o refugiados.

El alegato de La Haya es conclusivo y categórico: Al-Bachir está implicado en las violaciones, torturas, saqueos y asesinatos, que sacuden a esa zona del oeste sudanés. Sin embargo, Estados Unidos y Europa, artífices de esta nueva jugada, no pudieron incluir en su fallo la acusación por genocidio, por carecer de las pruebas, aunque no la desecharán del todo. Esa es una carta que sacarán de bajo de la manga en cuanto hayan encontrado los elementos para armar mejor su muñeco...

Para complicar aún más la situación, el gobierno sudanés en lugar de entregar a su mandatario, ha rechazado esa decisión unilateral, levantando del banquillo de los acusados a Al-Bachir, y poniendo en su lugar a EE.UU. y Europa por tratar de sembrar todavía más el caos en la nación africana.

Igual posición han tenido organizaciones regionales como la Liga Árabe, la Unión Africana, y la Organización para la Conferencia Islámica, las cuales consideran la intromisión de EE.UU. y Europa, escudados tras la CPI, como una violación de la soberanía sudanesa y una amenaza al proceso de paz y a la estabilidad de la región.

Los actores internacionales se enfrascan en fechar en 2003 el inicio de la violencia en Darfur, cuando rebeldes de esa zona se lanzaron contra el gobierno central acusándolo de no darles participación en el disfrute de las riquezas nacionales, muchas de las cuales se encuentran allí. Sin embargo, los antecedentes del conflicto se encuentran en la disputa entre las tribus pastoriles y los agricultores que tomaron más calor con las sequías de los años 80.

En este conflicto, Washington, que ya con anterioridad había impuesto sanciones a Sudán, se posicionó a favor de los rebeldes dándoles armas, dinero y entrenamiento a través de terceros, debido a la tensión que caracteriza sus relaciones con Khartoum. De esta forma, Estados Unidos continuaba con la política divisionista que le sirvió de máscara para meter sus narices en el conflicto entre las regiones norte y sur.

En 2005, ante la imposibilidad de acabar con Al-Bachir, EE.UU. montó su injerencia en las negociaciones de paz entre el norte y el sur. El acuerdo, más que poner en una balanza equilibrada a las partes en litigio, sembró la semilla, que con el buen riego y cuidado de la diplomacia interventora norteamericana, dará como fruto las fricciones que pudieran garantizar, más temprano que tarde, la desintegración de Sudán en un puñado de departamentos enfrentados.

El pacto entre el norte y el sur establece la celebración de un referéndum en 2011, que decidirá si continuarán compartiendo el poder o la zona meridional decide ser una región autónoma. Si opta por la «independencia» se convertirá en un satélite petrolero de Washington, quien siempre brindó su apoyo en la guerra contra Khartoum. Este paso le daría mucha más fuerza a EE.UU. para seguir minando desde adentro al Estado sudanés y para desplazar a China, principal socio comercial de Sudán.

Por otra parte, la ubicación geopolítica del sur sudanés es un gran comodín para los planes desestabilizadores de Washington, por ser esta región fronteriza con la República Centroafricana, República Democrática del Congo, Uganda y Etiopía. Estos, junto con otros países no precisamente colindantes pero sí muy cercanos a Sudán, como Burundi y Ruanda, conforman una amplia región, donde es más candente el mercado de armas en África. También, los rebeldes de Darfur y los soldados del ejército meridional recibieron entrenamiento a través de programas mercenarios de EE.UU. en algunos de estos estados vecinos, además de que la potencia norteamericana brindó armamento.

En este contexto, la orden de arresto del mandatario sudanés emitida por la CPI busca el mismo objetivo: fomentar la desestabilización interna, precisamente en momentos en que el gobierno de Al Bachir busca la unificación del Estado y el fin de la guerra.

Hasta el momento, la CPI no piensa echarse atrás, a pesar de que su medida ha sido considerada por muchos como una imposición occidental. Pero, ya que la mantendrán, en un alarde «justiciero», ¿por qué no sentar en el banquillo de los acusados a Israel por las recientes masacres de palestinos en Gaza? ¿Por qué no juzgar a EE.UU., en especial a George W. Bush y su equipo, por las guerras en Iraq y Afganistán, por las prácticas de tortura en interrogatorios a detenidos, por las cárceles secretas de la CIA?

¿Acaso sería mucho pedirle a este organismo que dice ser autónomo e independiente de los poderes oscuros de quienes se creen los dueños del mundo?

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