Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una pregunta y una respuesta

Autor:

Luis Sexto

El lector Fernando Menéndez, si es que así se nombra, me pregunta si hace 20 años yo pensaba como pienso en mi nota del viernes 12 de noviembre, sobre la intolerancia. A mi vez puedo preguntar: ¿Es que usted no piensa así que necesita cuestionar a otros; es usted intolerante?

Lo acepto. Cartas y comentarios de lectores tienen total derecho a decir y contradecir al autor de lo escrito. Pero a quien escribe le toca también replicar o agradecer. Y su pregunta huele a intolerancia, porque si a lo mejor lo que escribí le parece razonable, sin embargo necesita usted cuquear la duda, extender la inquietud en vez de alegrarse de que, si alguna vez pensé en sentido contrario a la convivencia y la tolerancia, ahora ya he rectificado.

Pero no, no tengo que rectificar; más bien ratificar. Y solo le respondo, porque usted parece querer saberlo y creo, además, que cuanto digamos podría ser útil a cuantos leen esta columna. En verdad, no necesito entonar eso que los griegos llamaron palinodia, arrepentirme de haber dicho antes lo contrario. Y si así fuera, menos me dolería evolucionar del mal al bien, que persistir en el error. Que ser consecuente no radica en mantener a todo trance la misma conducta o los mismos pareceres.

Con esas actitudes cuestionadoras uno choca con frecuencia. Me parece haber dicho el pasado día 12 que uno de los argumentos que invalidan la expresión de cuanto un sujeto cualquiera piensa sobre esto o aquello, se redondea en esta fórmula: Tú no puedes decir eso, porque antes pensabas distinto. Y en consecuencia, tendremos que sobrellevar en nuestros sesos la marca de un pecado original para el cual la intolerancia niega todo bautismo.

Si yo ayer hubiera pensado distinto y tras la experiencia y la reflexión mis ideas empezaran a ser más justas, me parece que ello es, más que un invalidante, una carta de recomendación ética: este hombre es capaz de mejorar… Lo único condenable de ese proceder sería que de lo que dije ayer me desdijera hoy por simple cálculo oportunista, aritmética bastante presente, incluso, entre las opiniones cuestionadoras con las cuales de vez en cuando he litigado.

El oportunismo, sin embargo, es demasiado escurridizo para poder detectarlo y asignarle un nombre y un apellido. Tal vez, el mejor estetoscopio para oírle la respiración sutil es el tiempo, el tiempo que nos dirá si cambió de bando o de ideas o de amigos porque el temporal arreció y antes de la posibilidad de quedar a la intemperie defendiendo esta posición, buscó nuevo techo. ¿Cuántos, luego de haber sostenido aquí posiciones extremas, no se aposentaron en Miami cuando sobrevinieron las dificultades, advino la incertidumbre?

Pero, señor, no debo defenderme solo con descargos. Usted preguntó si hace 20 años yo defendía la necesidad de la tolerancia, la convivencia, el respeto mutuo en el debate. Y mi respuesta afirmativa sería retórica, porque nada demuestra. Le respondo con obras. Hace exactamente 20 años, el 20 de abril de 1990, publiqué en Bohemia un artículo titulado Saber convivir. Y en él criticaba a quien gritaba desde su cargo «procurando con la voz agria un acatamiento que no merece». Y seguía diciendo: «Convivencia es también tolerancia. No solo tolerarnos como somos, sino como vemos. O lo mismo: respetar la idea y el enfoque ajenos, y analizarlos y aprovecharlos en lo justo».

También escribí, y con ello cerraba mi nota de la columna En Cuba: «Con los problemas jamás podremos convivir; soslayarlos acumula en potencia un tropiezo mayor. Con los enemigos de la Revolución jamás podremos convivir, concederles espacio implica aflojar la defensa. Mas, convivamos tú y yo, aquel y tú, este y yo (…) La mesa de la patria es tan amplia que nos admite a todos sin que los codos se estorben».

Eso, en esencia, dije hace 20 años. Ahora bien, si usted me juzga por haber dicho que con los enemigos de la Revolución no podíamos convivir, yo le diría que en ese sentido sigo pensando lo mismo que ayer. Pero tanto hoy como ayer, supe desde mi escasa voz establecer una diferencia: quien piensa distinto de mí, no tiene por qué ser mi enemigo. El término «enemigo» implica el propósito de no querer jamás convivir con mis ideas. Si lo duda, pregúnteles. ¿Claro?

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