Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

A las cosas que son feas…

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Un jovencito de Las Tunas me regaló ¡una tuna! para mi colección de plantas cubanas. La monté en una Yutong y luego en el P15 cuidando de que tan espinoso ser no importunara a los pasajeros de aquella fría madrugada de lunes.

Al llegar a casa perforé una gran lata de puré de tomate que antes usaba como receptáculo para pintura, la llené con el compost hecho a partir de las hojas y flores con que me abruma en esta época mi mata de mangos, y la cubrí con un poco de gravilla fina que quedó luego de machacar escombros y cernirlos para reparar las añejas paredes de mi casa.

En tan nutritivo y drenado lecho coloqué mi tuna, que riego frecuentemente con el agua del fregado y saco al sol cada mañana, y la verdad es que debe gustarle, porque ha crecido y es muy piropeada por todo el que me visita en estos días.

Una amiga veinteañera también elogió la mata, pero hizo un comentario para mí aterrador. En su opinión, tan valioso ejemplar merecía «una maceta del siglo XXI». ¡Y ahí sí que me puso a pensar!

Creí que estaría hablando de un recipiente con fibra óptica o uno de silicona flexible. Tal vez de un circuito integrado con conexión inalámbrica o de un material nanotecnológico clonable que se adapte a los cambios de humor de mi verde compañero de cuarto… Pero no: su idea era una maceta de plástico de la «shoping», muy finas y caras, por cierto.

¡Y yo que estimaba firmemente en el siglo XXI como la era del reciclaje! Pensé que como especie habíamos aprendido la lección del Efecto Mariposa y el baño caliente de la ranita; que el Capitán Planeta nos había enseñado a luchar contra la banalidad y que Teresita nos tenía convencidos del valor de un sencillo «hágalo usted mismo» para gastar menos lo que es de todos, y además porque el amor hace de las cosas feas, las más bonitas.

Mi amiga es superespecial, que conste, pero le falta, como a mucha gente que conozco de su generación, cierto sentido de la coherencia. Por eso se desesperan cuando les pido que ahorren el agua aunque sea «de la calle», y se burlan porque no como animales en peligro de extinción, por muy exquisitos que prometan ser, o prefiero caminar horas y cuadras con un cucurucho de maní en la mano y no dejarlo caer en cualquier esquina.

«Eso no salvará al planeta», me dicen, y puede que tengan razón… pero al menos salva mi pedacito de hábitat y sobre todo mi conciencia, porque no soy de las que fumigan su Pepito Grillo en nombre de la moda o los malos tiempos.

Tengo pena de quienes lo hacen y si puedo los alecciono, pero si no escuchan me dan más pena todavía: esa es la cárcel de la negligencia humana, que no tiene candados pero igual te reduce la vida a puras rejas.

Prefiero la libertad martiana de hacer el bien «por que sí», y no sueño para mis descendientes de este siglo más que las maravillas que heredé de mis ancestros y las horas gloriosas de mi edad de oro: desde dormir en una playa casi virgen y navegar en un bote de poliespuma con fondo de cristal para ver el paisaje marino de cerquita, hasta una excursión ecológica a los grandes basureros de la ciudad.

Sonarán raro, pero son de las cosas de mi niñez que recuerdo con más entusiasmo: Mi madre nos enseñó a caminar por lugares hermosos de toda Cuba sin dañarlos, y mi padre nos convenció de andar por los más inhóspitos, cuidando nuestra salud, pero con los ojos abiertos a cuanto tesoro se pudiera rescatar: piezas de un parque infantil, libros abandonados, motores… Hasta las maderas con que nos hizo una BTR escala infantil que pilotábamos en las presas capitalinas cuando por la TV pasaban un serial llamado Cuatro tanquistas y un perro.

No tuve —no tengo— objetos de lujo. No me consumo persiguiendo marcas y doy gracias porque mis hijos piensen igual. Flores de papel, muñecos de hilo o trapo, una hormiguita de mazapán, jarras de barro, pañitos de colores, tarjetas de papel reciclado, piedras, arena, naturaleza muerta… hay cientos de detalles en casa que cumplen los requisitos que me inculcaron desde niña porque no dañan el medioambiente y me los dieron con amor. ¡Hasta la amiga del comentario infortunado tiene parte en esa riqueza!

Entre ellos, mi tuna tunera crece saludable. Habla con las palmitas de Guaracabuya, desafía a los cactus holguineros y le lanza requiebros a la orquídea que viajó en un coco desde Santa Cruz del Sur, y ahí permanece… ¿Hace falta más para ser feliz?

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