Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La torre y el reloj

Autor:

Luis Sexto

El reloj es la estampa que más recurre a mi evocación de aquel viaje a Cremona. Fue esta vez la hinchazón de mi sensibilidad, el botón que cerró la trampa del placer ocasional. Y mientras escribo he temido que las palabras se escabulleran, porque mi saber no sabe cómo impedir que las alas de cera de mis palabras pisen el vacío y no intuyan que todo les falta. Me he preguntado qué significan los relojes, además de medir las horas y anunciarlas a veces con una campana cuyo sonido bronco o agudo llega como en lóbregas ondas. Y cómo no sentirlo así, si esa campana dobla por nosotros, que pasamos.

A mí los relojes, como los libros, me dominan. Quizá por esa sumisión a los cronómetros, sea yo tan puntual, y también capaz de salir a la calle con el pulóver al revés. Pero sin reloj, no. Porque me parece no sentir el brazo izquierdo, ni orientarme bajo la luz o la noche. Me atrajeron no sé desde cuándo, aunque solo a los 41 años pude comprar uno con partida de nobleza que justificara el hábito de andar mirándolo con la frecuencia como en un tic, o tac, propio de confesiones psiquiátricas. Y desde cuando los empecé a usar feos y baratos, parece que me gustaba alzar, con cierta inconsciencia, mi brazo izquierdo para echarle un vistazo al de turno. Una novia de mis audacias juveniles me reveló el hábito al preguntar si yo miraba tanto la hora porque ella provocaba mi impaciencia.

Antes de llegar me habían anunciado que en Cremona encontraría a Stradivarius en los cotizados violines que hoy duermen en un museo al temblor de cuerdas como quejidos de ángeles, sin que hasta hoy se haya averiguado quién hechizó las manos del lutier para apresar el sonido del cielo en una caja de curvas femeninas.

No me advirtieron, en cambio, de la existencia de un campanario gótico, levantado a finales del siglo XIII y que clasifican como el mayor de Europa, en cuya cima un reloj astronómico del 1500 —después vería otros parecidos en ciudades diversas— recorre las horas con una numeración del uno al 24. Y en el medio de la esfera, los signos del zodiaco invitan a las cabezas pensativas a complicar el misterio del tiempo y el destino humano.

Situada junto a la Catedral, de fachada tan ruda que casi aplasta a quien la mira de frente, desde la aguja de la alta torre, o torrazzo, como la llaman los italianos, el ámbito antiguo de esta ciudad de Lombardía, con sus casas de dos y tres plantas y tejados de dos y cuatro aguas, y callejas estrechas, justificaba haber subido 112 metros de altura en 502 escalones. Abajo, cerca de 70 000 habitantes se movían con un sigilo remoto, en un ámbito de color ocre, solemne, mural antiguo en un nimbo de silencio, que invitaba a interiorizar la existencia y que acompañó a Stradivarius mientras en el XVII encuadernaba sus violines con una técnica sin herederos.

A la redonda, después de la periferia moderna, se mecían los campos verdes del verano, entre una luz clara y suave, y al fondo, tras la neblina, los Pre Alpes, cuya prefiguración inimaginable llenó los huecos visuales con los que aprendimos, de niños, la geografía del mundo situado al otro lado del Caribe.

Quizá el reloj del torrazzo de Cremona, enorme y enigmático para mi mirada suspicaz, recurra a la memoria del viajero con tanta pertinacia, porque sugiere la idea de no darle ninguna esperanza al hombre. Desde lo alto, el tiempo nos tutela como verdugo: gira las 24 horas sin dividir la esfera en dos vueltas concéntricas, que parecen trazar la oportunidad de creer que el día rinde más partiéndolo en un antes y un después de las 12.

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