Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Distorsión de la imagen

Autor:

Herminio Camacho Eiranova

Los elogios de muchos, o los desmedidos y reiterados por parte de algunos, son comúnmente una de las principales causas de que alguien llegue a formarse una imagen distorsionada de sí mismo —aunque puede que esta tenga ciertos puntos de contacto con la realidad—, adecuándola a la que tienen aquellos que le prodigan lisonjas, si bien nunca se corresponderá con la de otros capaces de hacer una evaluación más objetiva de sus méritos y virtudes.

Es cierto que hay que tener una humildad a prueba de admiración sistemática para no caer, en tales circunstancias, en la tentación de suponerse un ser superior con dotes especiales ajenas al resto de los mortales. Claro está, siempre habrá quien asuma con orgullo el reconocimiento de sus dones, y lo agradezca, aunque no sucumba al impulso irracional de sentirse un elegido.

Por otra parte, hay personas con un elevado concepto de ellas mismas tan arraigado, que no precisan de valoraciones externas que lo alimenten o lo afiancen. Incluso el desconocimiento de sus cualidades o las opiniones contrarias a lo que creen apenas hacen mella en su sólida autoestima. Ellas son las más expuestas a equivocarse, no solo en sus acciones, sino también en la impresión de cómo son y en la apreciación de su conducta.

En defensa de tales personas pudiera argüirse que no siempre los criterios ajenos que no coinciden con los de ellas son totalmente objetivos, pues es posible que quienes los expresan canalicen de esa manera el resentimiento por no sentirse suficientemente reconocidos.

Puede acontecer igualmente que quienes no reconozcan lo excepcional de la actuación o de la forma de ser de otros, en verdad crean que estas son normales —cuando en realidad no lo son—, porque así debe ser, como si en la vida, cual si fuera una telenovela, todo lo que debiera ocurrir sucediera; o porque estiman que sin mucho esfuerzo pudieran ser como ellos si se lo propusieran —¿y por qué no se lo proponen?—, si tuvieran tiempo —¿por qué no organizan sus días de modo diferente—, si las circunstancias se lo permitieran —¿acaso siempre es así?—. ¿No esconde a veces esta forma de pensar, incapacidad o falta de voluntad?

Ello no significa que subestimemos, sin ponderarlos, los juicios que no se avienen con la imagen que tenemos de nosotros mismos. Pero tampoco debemos llegar al extremo de asumir, como sentenciaba El atlas de las nubes —una película que tuvimos ocasión de ver recientemente en la Televisión cubana—, en el más puro estilo del idealismo subjetivo, que solo podemos conocernos a través de otros ojos, particularmente cuando estos nos devuelven justamente lo que queremos ver.

A fin de cuentas, ¿de qué puede presumir un ser humano? ¿De ser, digamos, el más inteligente, el más capaz, el más hábil, el más brillante de su tiempo, o de todos los tiempos, en su gremio, en un territorio, en su país, en el planeta todo? ¿Quién lo asegura? Y si así fuera, ¿cuál sería la verdadera trascendencia?

Piénsese en que la Tierra no es sino un insignificante pedazo de roca y metal en el sistema de una de las cientos de miles de millones de estrellas de una de las más de cien mil millones de galaxias del universo observable. De forma que ese ser humano «excepcional», en el mejor de los casos estaría en el nivel más alto de la escala biológica de lo que es apenas una solitaria mota de polvo en la gran envoltura de la oscuridad cósmica, como calificara el astrónomo, astrofísico y cosmólogo estadounidense Carl Sagan a nuestra casa espacial, en su libro Pale Blue Dot: A Vision of Human Future in Space (Un punto azul pálido: una visión del futuro humano en el espacio).

Desde esta perspectiva, ¿no son acaso los delirios de grandeza de algunos una tonta vanidad sin fundamento?

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