Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cobijando familias

Autor:

Yunet López Ricardo

Su techo era un montón de tablas revueltas en el piso y él tenía la esperanza tan enferma como sus piernas. El huracán había arrastrado los árboles altos de raíces profundas, las paredes más fuertes y hasta los caminos largos, pero no pudo llevarse a los hombres que fabrican sueños para otros; y por eso, cuando han pasado seis meses desde aquel septiembre de vientos, sentado en el portal de su casa nueva, los ojos de Mariano lloran.

En una foto colgada en su sala se le ve junto a uno de esos hombres, el Comandante de la Revolución Ramiro Valdés, quien la noche del 16 de febrero visitó ese pueblito. «Nunca pensé verlo, y aquí en mi casa nueva. Imagínate, esto es muy grande», dice.

A la entrada de la comunidad Emilio Córdova, en el antiguo batey del central Nazábal, en el municipio villaclareño de Encrucijada, hay izada una bandera cubana enorme, una foto del General de Ejército Raúl Castro y muchas casas que huelen a recién pintado, con techos de zinc, algunas de tabla y otras de bloques, pero todas cobijando a familias que lo único que no perdieron cuando Irma se marchó, fue la confianza.

Cuando recuerda aquella mañana de ilusiones rotas tras las lluvias, o su techo en el suelo, y mira ahora donde vive, Yuliet también se emociona, porque nunca soñó «una casita así», como dice, mientras con la más pequeña de sus tres hijos en los brazos, contempla otra vez la meseta, el baño o recorre los tres cuartos.

Y lo mismo le pasa a Pilar, quien da una y otra vez las gracias a «esto que hizo Fidel y es tan inmenso», a los constructores y a los dirigentes, por trabajar bien y rápido para que ellos pudieran vivir en un hogar decente. «Antes aquí lo que había era un basurero y un potrero, y se convirtió en una comunidad. Todos nos sentimos muy bien», asegura.

De los días llenos del ruido de camiones cargando materiales y los sonidos constantes de martillos y palas, conoce muy bien Bárbaro Monteagudo, Tatico, hijo de ese batey y a quien quieren no por ser vicepresidente del Gobierno en Villa Clara, sino porque siempre estuvo allí, con las manos sucias de arena, al frente de los obreros.

«Aquí se trabajó muy duro. La gente estuvo junto a los constructores y está muy contenta por todo lo que se ha hecho, y no solo por las viviendas para los que lo perdieron todo, sino también por los servicios que se recuperaron», y mientras habla, unos niños juegan en un parque con columpios y farolas, y otros miran una jaula inmensa con tomeguines y mariposas a las puertas del Complejo Cultural, donde los jóvenes apuntan hacia bolas de colores en una mesa de billar nueva que donaron los artesanos del Fondo de Bienes Culturales de Santa Clara.

Los pioneros estudian en una escuela reparada y tienen un Joven Club dentro de un coche motor que tal vez un día trajo azúcar al ingenio, pero hoy está pintado de azul, blanco y rojo, y tiene la imagen mambisa de Elpidio Valdés.

Muchos dicen que allí la desgracia se convirtió en maravilla. Entonces llegan periodistas y los habitantes de Emilio Córdova hablan de la nueva peluquería-barbería, la Cadeca, la cafetería, la reciente tienda TRD, o de lo que le pasó a Yunior, quien hasta hace poco pasaba los días vaciando botellas, y ahora, por la ayuda de otro de aquellos hombres buenos que se quedaron para fabricar sueños, volvió a nacer.

«Todo me lo dieron: los espejuelos, la prótesis para la pierna que perdí en un accidente de ferrocarril, y hasta la casa», afirma.

Luego de seis meses, el antiguo batey de Nazábal, tan cercano a la costa norte villaclareña, el mismo donde habló una vez Jesús Menéndez y en la huelga del 9 de abril de 1958 vio a sus hijos irse al monte, no se parece a aquel que maltrataron los vientos de Irma, ahora sus paredes huelen a pintura fresca, la foto de un comandante está en la sala de algunas casas, y de agradecimiento, como muchos otros, los ojos de Mariano lloran.

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