Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿«Reyes» antes de tiempo?

Autor:

Osviel Castro Medel

Lo observé varias veces con disimulo. Era un niño de cuatro años a lo sumo, con unos ojos expresivos y alegres, que traía una «corona» en el pelo.

Sí, su cabello estaba cortado en varias capas —la última teñida de rojo o de un color similar— y la madre mostraba aquel «look de verano» como si el pequeño fuera Carlos II (el Hechizado), quien resultó proclamado rey sin haber alcanzado los cinco abriles.

Me acerqué al «monarca» y, acaso en acto indiscreto, a la sombra de su propia progenitora, le pregunté de corrido: ¿Te gusta tu pelo? Al instante el pequeño desvió su mirada y respondió con un no, sin dejar de mover la cabeza a ambos lados del cuello.

Su desconcierto me llevó a hacerle una segunda interrogante: ¿Por qué no te gusta? Replicó con una mueca mientras encogía los hombros. Nada más.

No supe qué decir. No debía hacerlo tampoco. Solo miré a la madre y me marché del lugar de los hechos pensando en el aprieto existencial en que han colocado al muchacho, cuya inocencia le impide argumentar sobre la belleza o la ridiculez, la estética o la fealdad.

Partí de la «escena del crimen» cavilando sobre una verdad como roca: este no es el único ser diminuto que ha sido transformado por sus padres en nombre de ciertas modas; no es el único al que le han violentado la candidez por el afán ajeno de estar en lo último, o de presentarlo «en sociedad» para llamar la atención de propios y extraños.

Otros de su edad —incluso más pequeños— recibieron retoques mayores en su físico, fueron marcados ocasionalmente en su piel o tuvieron que ir vestidos a una fiesta trasnochada al estilo de los grandes.

En esta época tales inclinaciones parecen crecer, estimuladas por las mezcolanzas, las muchedumbres, los colores y fervores propios del verano.

Algunos dirán, desde su razón, que los hijos se deben a los mandamientos de sus progenitores o que nadie debería alarmarse por una tendencia inevitable, que reafirma cambios y eras muy distintas a la de ayer.

Sin embargo, tal vez deberíamos reflexionar si es correcto o edificante convertir a un niño, que aún no ha empezado a entender la vida, en una especie de piedra preciosa de la modernidad, que requiere la mirada escrutadora de muchos. Deberíamos preguntarnos qué sembramos y recogemos en el alma de una criatura necesitada de amores y enseñanzas, por encima de cualquier adorno material.

En ocasiones, sin percatarnos, en el afán de crear flores vinculadas con lo actual y «lo mejor», hacemos nacer dagas que afectan la sicología, las fantasías y los ideales más puros de nuestros chiquiticos.

Quizá el asunto tendría que mirarse desde otro prisma, especialmente en Cuba, donde la niñez resulta, conceptualmente, semilla sagrada de la nación y sus sueños de un futuro superior.

Al final cada padre educará a su descendiente con las maneras que mejor entienda y los valores nacerán más allá del pelo abigarrado, de la marca en la epidermis o la vestimenta quemadora de etapas.

No faltarán, por supuesto, los que me tilden de anticuado o «ignorante de modas». Aun así, conservo la esperanza de que la madre del príncipe retratado en el inicio de estas letras, y otras como ellas, se detengan al menos a recapacitar unos instantes. Y lleguen a la aplastante conclusión de que un niño jamás resultará un trofeo, ni un «emperador» antes de tiempo, y mucho menos un experimento; siempre será un ser humano que comienza un largo camino y que un día tendrá tiempo de vivir y decidir.

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