Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ana

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Sobre las ocho de la mañana, cuando no tenía primer turno, Ana Cairo Ballester entraba a la Biblioteca Nacional medio encorvada y con su bolso al hombro. Quienes la conocían un poco sabían la ruta casi segura de ese camino: la 2da. planta, donde se encuentra la Sala Cubana, o hacia el extremo izquierdo: un espacio diminuto, muy íntimo llamado la Sala Martí y que, sin importar las temperaturas del verano o el invierno, no pierde su ambiente acogedor.

Allí Ana Cairo tenía su santuario. En una mesa larga de color avellanado, ella pasaba horas develando los milímetros ocultados por el tiempo, la vida y los hombres dentro de esa delicada relación que subyace entre la cultura, la política y las personas que vivieron ese matrimonio, aunque no lo supieran, en las dos maneras posibles: de testigos o de protagonistas. Era una rutina intercalada con anotaciones, y solo detenida con la llegada de los alumnos.

Algunos de los muchachos, aunque no lo dijeran ni lo mostraran, iban un tanto asustados. Y vaya, que no era para juego: iban a sentarse delante de una mujer convertida en una autoridad por su trabajo y no por designios de tertulias. Con ese sobrecogimiento, ellos caminaban por la sala en dirección a una figura de estatura mediana, piel cobriza, con un pelo entrecano y enmarañado, que levantaba la vista al sentir los pasos a su espalda. «Ah, llegaron —decía con voz tranquila—. Buenos días, siéntense por ahí, no se pongan lejos». Luego pasaba un papel: «Pongan ahí el nombre de ustedes y si quieren el de los que no vinieron».

Y comenzaba la clase. Con Ana no había pizarra, ni retroproyector, ni Power Point, ni mucho menos esa distancia de peleles de que yo, niñitos, soy Doctora, profesora titular de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana con no se sabe cuántos títulos y avales más. Con ella lo único que existía era el diálogo y la autoridad del conocimiento. Puro verbo: si acaso un libro u otro material para mostrar algo. Nada más.

Una de sus reiteraciones era leer en directo, no lo que otros decían sobre una persona o lo que había pasado en algún momento. «Vayan siempre a la fuente original —insistía—. Quieren saber de Marx, pues lean lo que él escribió. No lo que otros dicen de él», dijo. Bajo esa premisa suya fue que aparecieron sus últimos trabajos, las monumentales antologías de documentos sobre Máximo Gómez Báez, Julio Antonio Mella y Antonio Guiteras Holmes. Para que nos enteráramos en vivo y directo de la historia, con toda la responsabilidad de adultos.

Tampoco se olvidarán las conferencias, los cruces de opiniones y, sobre todo, el desentrañamiento de por qué la República surgida en 1902 era realmente neocolonial y por qué después de 1959 la Revolución tenía que ser verdaderamente socialista.

También las interioridades de cada generación que protagonizó la cultura de Cuba. Precisamente cuando llegó al grupo Orígenes la acumulación de anécdotas era tanta, que algunos no pudieron evitar el estremecimiento cuando anunció: «Ustedes saben que están sentados en las mismas sillas y en la misma mesa donde se sentaron ellos. Por allí —apuntó— se sentaba Lezama y allí —señaló una pequeña oficina— trabajaban Cintio Vitier y Fina García Marruz».

El mundo, por supuesto, cambió un poco a partir de ese momento. Ya la Biblioteca no se vio como antes, ni la casona de La Habana Vieja, que está próxima a la Bodeguita del Medio y que inspiró buena parte de la obra de Alejo Carpentier, ni tantos otros lugares y objetos. Por eso cuando ahora vemos su imagen en los carteles de la Feria, esa misma sonrisa que apareció en algunos momentos, a uno no le queda más remedio que mirar el rostro y preguntarle: «Ana, ¿por qué te fuiste?».

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.