Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mi amigo el médico (Breve crónica de la esperanza)

Autor:

Amador Hernández Hernández

Mi amigo el médico es un devoto de la cultura grecolatina, en especial la que se remonta a los siglos antiguos y medievales. Su ilusión fue siempre visitar la región fundada por Eneas, la tierra de Rómulo y Remo, de la república de Julio César, del imperio de Octavio Augusto, la Roma de Cicerón, Claudio y Marcos Aurelio; el país de Giuseppe Garibaldi y Antonio Gramsci; subir los escalones del antiguo Coliseo, escuchar una misa desde la Basílica de San Pedro, disfrutar de cerca los frescos de Rafael y Miguel Ángel en la Capilla Sixtina; deambular por la cuna del Renacimiento desandando los museos y galerías para extasiarse con las creaciones de Leonardo Da Vinci y de Benvenuto Cellini; leer en sus originales la hermosa poesía de Dante, Petrarca y Boccaccio; examinar en toscano las novelas de Umberto Eco e Ítalo Calvino; navegar en góndolas por los hermosos canales de Venecia, descender al palacio de San Marcos y a la catedral sumergida; subir hasta el puente de los suspiros mientras atestiguase el crepúsculo veneciano; disfrutar del cine de los grandes directores italianos; regocijarse con las actuaciones de Marcelo Mastroianni, Zavattine, Manfredi, Giuliano Gemma y las bellísimas Claudia Cardinale y Sophia Loren; tocar el cielo de la Escala de Milán escuchando las óperas de Pavarotti, Caruso y  Bocelli…

Todo eso soñaba, mi amigo el médico. Pero la pandemia de expansión urgente lo llevó, no a las ciudades cimeras de la cultura latina, sino a Lombardía.

Encontró una Roma envuelta en el silencio. La tarde álgida, más encogida en el bus que lo trasladaba al epicentro de esa plaga con nombre de jerarquía soberana. La ciudad lombarda lo esperaba con la mudez de los sepulcros. Sintió que el alma se le fruncía y que una lágrima porfiaba por escapársele. Él era la tarde doliente de la ciudad. Fue apenas un instante: asomada a un pequeño balcón del que colgaban obstinadas flores de invierno, una niña detuvo su mirada, fugazmente, en los ojos de mi amigo el médico. Le pareció percibir entonces un rayo de luz tenue venido de las entrañas de aquellos ojos, que disimulaban el rostro tras una mascarilla, y gracias a esa luz mi amigo el médico vio pasar las bellas imágenes de Valtellina con su nevado valle del río Adda y las quietas aguas del lago de Como; las ruinas del palacio imperial de Mediolanumun,  el Castillo Sforzesco; la histórica Villa Real de Monza; las basílicas de San Miguel Mayor y de San Pedro de Pavía, el Baptisterio de Cremona, San Ambrosio de Milán, los numerosos castillos y palacios públicos de la naturaleza lombarda.

La mirada de la niña le permitió recorrer los salones donde se exhiben lo mejor de su pintura: la obra de Giovanni da Milano, del miniaturista Giovannino de Grassi y Vincenzo Foppa; las piezas de los arquitectos Donato Bramante y Filarete en Milán; las de León Battista Alberti y Giulio Romano en Mantua; los matices de Bernardino Luini, de Boltraffio, de Ambrogio de Predis, de Lotto, de los brescianos Savoldo y Romanino y del bergamasco Moroni, así como los cuadros de Michelangelo de Caravaggio. Todas esas imágenes, inolvidables, en el soplo de una mirada. Mi amigo el médico reparó en su compañero de viaje, que dormía el cansancio de un siglo. Y justo cuando comenzaba a desperezarse, en ese momento mi amigo el médico esbozó la misma sonrisa de aquella niña cautiva de la esperanza.

 

*Pedagogo y escritor villaclareño

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