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La inyección y el de todo como en botica

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Por estos días de vacunación con jeringuillas y agujas a la mano, con las colas y rostros impasibles de personas a la espera de su turno para alejar los peligros de la pandemia, incluso con insistencia de preguntar cuándo tocará el día y el minuto del pinchazo, a uno no le queda más remedio que preguntarse dónde quedó el miedo a las inyecciones.

Los padres, y sobre todo las madres y maestros, saben muy bien que uno de los momentos más complicados en la vida de los menores es cuando se anuncia la hora del pinchazo. Entonces todos los oficios posibles —sobre todo el de especialista de manicomio— resultan pocos en los intentos por calmar unos ánimos capaces de hacerse sentir en varias cuadras a la redonda.

Una vez, hace ya un tiempo, unas maestras llegaron a un aula del primer grado en un seminternado y con rostro de fiesta anunciaron: «Recojan las jabitas, que vamos a dar un paseo. Es cerca, pero vamos a pasear». La alegría fue tan inmensa y la cooperación tan grande que, al contrario de otras veces, apenas se rectificó la formación.

Solo que, al doblar, a un costado de la escuela, el final del viaje apareció con varias mesas desplegadas, las jeringuillas listas y en perfecta alineación y unas enfermeras paradas casi en firme con sus uniformes blancos en medio de un olor a alcohol que eliminó toda esperanza de alivio en el horizonte.

Es verdad que en el acto de la inyección puede aparecer de todo como en las buenas boticas. Buena parte del evento, de su concreción en un mal rato o una molestia pasajera, se encuentra en dependencia de las habilidades de quien coloque la aguja en el punto exacto del colimador.

Aun así, el sobresalto llega en el segundo menos esperado. Meses antes de que el nuevo coronavirus presentara sus cartas credenciales, una persona amaneció con neumonía. Cumplido el diagnóstico de rigor, a la doctora de la comunidad no le quedó más remedio que lanzar una recta de 90 millas al centro con un ciclo completo de antibióticos durante una semana y con varios pinchazos de gloria al día.

La suma total daba 28 largos aguijonazos. Al final todo iba viento en popa y a toda vela (incluso con cierta resignación, aderezada con bolsas de agua caliente) cuando una mañana el debutante en neumología se encontró con una enfermera pequeña, algo entrada en años, pelo canoso y rizado por la cintura, nariz de águila y una vitalidad que la hacía moverse como una ardilla por el salón.

Había finalizado la guardia y parece que la noche no había sido de plácemes. Para colmo, la salida se coronaba con una muchacha de seis pies de alto y pantalón ajustado que sollozaba a lagrimal completo mientras imploraba por su madre para que no la inyectaran.

La enfermera parecía a punto de lanzar centellas. Miró de arriba abajo al hombre con los bulbos y las indicaciones en la mano. Señaló una esquina con un parabán de cortinas verdes y ordenó: «Pase y bájese los pantalones».

Mientras se aflojaba el cinto, el soplo de algún espíritu divino le advirtió al paciente lo que venía y apenas tuvo tiempo de encoger los hombros cuando sintió adentrarse un hilo de acero hirviente por la zona más frondosa del nalgatorio.

Un quejido ahogado, parecido a las exclamaciones de Dámaso Pérez Prado, se escuchó en medio del fresco del amanecer; pero lo más sentido fueron unas carcajadas y una voz ronca, sabrosa y llena de picardía, que preguntó: «¿Te dolió?». «Nah… —suspiró el hombre, mientras se subía con cuidado los pantalones—. Ni se sintió».

Días más tarde, convertidos en grandes amigos, el paciente le pasó un brazo por los hombros: «Mi china —comentó—, me llevaste recio aquel día. Me tiraste la jeringuilla». Ella lanzó una carcajada, le dio un beso y pasó una mano por la espalda (la misma mano que después alivió tantos dolores en medio de la pandemia) y sin pelos en la lengua soltó: «Es que cuando vi esas nalgonas no pude resistir la tentación».

Las risas, entonces, fueron mutuas. Así que, si algún día va a inyectarse y empiezan los remilgos, pues lea bien el consejo: olvide los miedos, respire profundo y pida por un buen viaje, porque a lo mejor detrás de un sonoro pinchazo puede surgir ¿quién sabe? una bella y larga amistad. 

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