Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Marilé

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

Las mofas le llovían a la pobre Marilé. Cada vez que ponía un pie en la acera del frente de su casa, murmullos iban y venían de vecinos que apenas le dirigían la palabra. Ella jamás le hizo daño a nadie, pero ciertos comportamientos suyos provocaban la risa impúdica de gente con problemas propios, pero siempre enfocados en los problemas ajenos.

Marilé, una señora enjuta de cabello blanco, de dócil temperamento y hablar pausado, casi vivía en una burbuja en la cual se limitaba a saludar cortésmente a aquellos que, a sus espaldas, preferían machacarla y burlarse de ella. ¿Por qué? Probablemente por su relación con dos perros a los que trataba como a seres humanos.

A aquellos hermosos cachorros de raza bulldog Marilé les hablaba con contagiosa dulzura, les sonreía y acariciaba con una ternura que, si a algunos les resultaba demasiado rocambolesca, a otros les provocaba admiración.

Los paseaba por todo el barrio para que hicieran sus necesidades, arañaba como podía la comida para saciar su hambre y también, cuando enfermaban, compraba a elevados precios los medicamentos necesarios, aunque a las claras su economía no era la idónea para sostener a alguien más que a ella misma. Pero Bruno y Luna merecían todo a ojos de su dueña, porque le ofrecían a cambio su cariño.

Cierta vez, necesitado de resolver una tarea escolar, fui y apenado le pedí ayuda. Marilé tenía en la sala de su casa un estante altísimo repleto de libros y en el cuarto contiguo reposaban los cuadros que pintaba y exponía luego en importantes galerías de la ciudad. Me ayudó desinteresadamente e incluso se preocupó por los resultados finales de aquella evaluación.

Ese día comprendí la nobleza de aquella señora y la injusticia de quienes la fustigaban con tanto chachareo, así como el carácter soez de la detracción que ella no merecía. Acaricié a Bruno y a Luna y supe que eran los hijos que jamás pudo tener.

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