Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mal poeta

Autor:

Osviel Castro Medel

Yo soñé ser un Neruda sin astros, o al menos un enlazador de versos, que disminuyeran la tristeza o la inmensidad de cualquier noche después de una avería en el alma.

Quería escribir alguna vez con la musical estrategia de Benedetti, capaz de soltar un «Corazón coraza» o un «No te salves», redactados tan hermosamente que hacen creer que a la cresta de la belleza se asciende de manera fácil.

Digo más, hasta disfrutaba la supuesta cursilería de los sonetos sobre la indiferencia y el deseo compuestos por José Ángel Buesa; deseaba imitar el profundo modo de Amado Nervo para cantarle En Paz a la vida, la gracia de nuestra Dulce María para reclamar que la quisieran toda, o la pasión de Juan de Dios Peza, autor de «Fusiles y muñecas», un poema que puede hacer llorar.

Tal vez deba avergonzarme ahora al recordar que con 15 años llevé mis primeras estrofas al Poeta, como le decían todos en la Vocacional holguinera José Martí a Ronel González, quien era un curso mayor y que a la postre sería escritor brillante. Eran líneas insustanciales, que él supo leer con desbordada compasión hasta decirme con el lenguaje de los ojos que de seguro debía dedicarme a otro oficio, mientras me hacía indicaciones sobre símiles e imágenes.

No lo comprendí entonces, pero, andando el tiempo, llegué a la conclusión de que la poesía no se edifica solo con deseos o metáforas, ni mostrando el dolor de las aurículas, ni asomando lágrimas.

La poesía necesita un chispazo que prenda a la vez el cuerpo y el espíritu, demanda de misterios y alas, implica darle cuerda al reloj de la ternura, requiere encontrar la maravilla en lo impensado: desde un agujero en medio de la arena hasta un trozo de historia de un país o una persona.

La poesía hace buscar el unicornio que no encontró intencionalmente Silvio, trepa por la sangre hasta hacerse brillo en la pupila, aturde a un insensible, oxigena rebeldías.

Al final he descubierto que si no existe la capacidad para escribirla, por lo menos es precioso disfrutarla, sentirla, palparla, vivirla. Y he admirado más a Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, el nombre verdadero de Pablo Neruda, quien escribió «los versos más tristes» precisamente hace 100 años, cuando él apenas iba a cumplir 20.

He aprendido que no debería sonrojarme por haber sido un poeta fallido. En todo caso, lo más grave sería perder la capacidad de conmoverse, de sentir, de dejarse atrapar, no solo cada 21 de marzo, fecha proclamada como el Día Mundial de la poesía.

No importa tanto ser un mal tejedor de versos, si llegamos a saber, como Lorca, que la poesía «anda por las calles», se mueve y «pasa a nuestro lado»; si entendemos a un poeta mayor como José Martí cuando nos dijo que «es sagrada»; si somos capaces de creer, como Walt Whitman, que las palabras sí pueden cambiar el mundo.

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