Alejandro, convocado, llamado, compulsado por los presentes, llegó del fondo de la sala al entablado breve. Tímido y sorprendido confesó que solo por chileno estaba allí, «pillao», entre poetas, trovadores, artistas y escritores, él, nada acostumbrado a las tribunas, casi sin palabras ni saber qué hacer con su emoción ese día memorable del centenario de don Pablo Neruda, el hijo de ferroviario que nació en Parral y creció en Temuco bajo las lluvias persistentes, sonoras y olientes a tierra y vegetación del Chile más austral, las lluvias que humedecieron para siempre sus versos.
La tarde, como buena tarde nerudiana, preludiaba el rumor de la llovizna o quizá, con suerte, la providencial caída de un temporal sobre la seca y calurosa Habana de este julio. En el Instituto Internacional de Periodismo José Martí ya habían evocado a Pablo Neruda el escritor colombiano José Luis Díaz Granados y los poetas cubanos Luis Suardíaz y Waldo González, y alguien había compartido el hallazgo poético de una dedicatoria de Pablo a Fidel, en el Ejemplar Número B, con folio 509, de la edición mexicana, 1950, del Canto General, donde el poeta escribe al Comandante: «A Fidel que sin nombre (porque está en nuestra Historia) circula en las páginas de este libro que le dedico. ¡Venceremos! Pablo Neruda».
Y entonces, tras la visión de todos los poetas que habitaron en Neruda, el recuento de sus viajes y visitas a la Isla, la invocación de su presencia universal y militante comunista, la maravilla de escuchar sus versos en portentosa voz, el conocimiento de su apego al salitre de los mineros, a las piedras, los viejos mascarones de proa, los detalles, el mar imponente, las comidas, la amistad, las caracolas, las casas, y lo entrañable vivido y por venir, llegó Alejandro con su recuento de existencia a conmovernos como hombre de la multitud, gente de pueblo del estrecho país que asoma sus cumbres al Océano Pacífico, ser desterrado —como tantos otros— por la cruel irrupción de la dictadura en sus vidas, alguien que había pertenecido a la juventud radical revolucionaria de entonces, que a los 19 años ya había vivido la muerte de amigos del barrio en amanecidas aceras inertes, joven que decidió no servir a esas armas, no cumplir el servicio militar como objeción de conciencia. Alejandro se exilió en Europa, adonde ya habían viajado algunos de sus hermanos. Desde
hace 11 años tiene su amor aquí, entre nosotros, donde crecen sus hijos. «Ellos están aquí —confesó— porque quiero que se bañen de estas palabras, de estos momentos».
Se preguntó si la muerte de Neruda en verdad no habría sido de dolor por constatar que el fascismo había llegado a su patria desde lejanos parajes, dolientes territorios de la memoria que le traían el recuerdo de Federico García Lorca y Miguel Hernández, sus entrañables hermanos asesinados, en la geografía de la República Española, arrasada y bombardeada por el fascismo.
Con las manos, la expresión del rostro y los ojos vivos de emoción, Alejandro confesó que en nuestra Isla sentía especialmente, a cada paso, la presencia de Neruda, porque «si hay un lugar donde se vive, trabaja y lucha con amor, es aquí, si hay un lugar donde la palabra revolución siempre está en el aire, es aquí. Y termino —dijo— como lo hizo Neruda en su dedicatoria a Fidel: ¡Venceremos!».
Y como para confirmar que Pablo nos acompañaba esa tarde, cuando salimos a la calle, estaba lloviendo.
(Crónica publicada originalmente en Juventud Rebelde en 2004)