A pocos días de un nuevo desembarco del Granma, Gilberto se adelanta y salta al mar, para reunirse con sus amigos y su Jefe. Desde chiquita lo conozco, uno de los héroes del barrio, junto con Emilio Albentosa.
Recuerdo una imagen de hace dos años, tenía 93 y andaba así, al volante, haciendo visitas con su familia, firme chofer y joven siempre.
A él le debo, entre muchas cosas lindas y asuntos pendientes que me duelen más que nunca hoy —como su libro sobre Ñico López— dos enseñanzas que me acompañan y lo harán siempre: En las honras fúnebres de uno de sus hermanos expedicionarios, estaba junto a él hablando y recordando cuando una colega se me acerca y me dice: «Hola, ¿qué tal? ¿Estás de cobertura aquí hoy?». —No— respondí. «¿Era familiar tuyo?». —No— respondí, sin entender aquella insistencia. «Pero entonces ¿por qué estás aquí?». Y Gilberto, más fastidiado que yo, le respondió: «porque ella es una compañera de nosotros». Y ya...
Yo, apenada de la soledad de espíritu de la colega, sentí a la vez el honor más grande que me han hecho, el orgullo más grande y el compromiso mayor. En la otra enseñanza, el cocotazo no fue para una colega, sino para mí.
Conversábamos, sumergidos en temas de actualidad y del pasado, y yo, creyéndome que estaba diciendo algo épico, le suelto: «Pues yo hubiera preferido vivir el tiempo de ustedes, del Granma, de la guerra».
Y sus palabras, con rostro muy serio, nunca las voy a olvidar: «Que tú me digas eso, que una joven como tú diga eso, es una derrota para nosotros que nos jugamos la vida. Tú no sabes lo que nosotros pasamos, tú no sabes lo que es ver caer a un hermano muerto en combate o asesinado en plena ciudad. Que tú digas eso es una derrota para toda la lucha y todo el sacrificio que nosotros hicimos para que ustedes siguieran adelante, tuvieran paz, un futuro y libraran sus propios combates».
Desde entonces, antes de decir que prefiero luchas pasadas, y aunque inevitablemente las amo, intento ser valiente y no defraudarlos.
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