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¿Para qué tanta embajada?

Autor:

Juana Carrasco Martín

Crece, crece, crece, como un viejo anuncio de una marca de arroz; pero no se trata de la cosecha de la gramínea, ni de un delicioso arroz frito. Lo que alcanza tamaño insólito es la embajada de Estados Unidos en Bagdad.

Dicen que el complejo de 21 edificios que se levanta en la blindada Zona Verde de la capital de Iraq será más grande que el Vaticano... ¿Y el costo? Ni se diga, los cálculos van por los 600 millones de dólares, así que pudiera pensarse que el complejo podrá acomodar sin problema alguno a más de mil funcionarios y empleados; sin embargo, ya se afirma que no es lo suficientemente grande, quizá tampoco sea bastante segura —sobre todo si el Pentágono se ve obligado a retirar a sus fuerzas ocupantes—, y arrastra además una mala fama muy bien ganada que la hace punto de rechazo de los iraquíes.

Cuando el 54 por ciento de los estadounidenses consultados en una encuesta del New York Times y la CBS News rechazan una política exterior agresiva, que consideran los hace más vulnerables al terrorismo, pues respondieron que es mejor quedarse fuera de los asuntos de otros países en Oriente Medio, una sede diplomática tan enorme no es un buen presagio de estabilidad, habida cuenta de la injerencia que tradicionalmente se fragua en esas instalaciones, estén donde estén, más aún si son las capitales de los que George W. Bush considera «rincones oscuros» de este planeta, donde quiere establecer «su» democracia y terminar con supuestas «tiranías».

Los edificios de la embajada yanqui van tomando forma en medio de ostentosas grúas y luces, mientras al otro lado del río Tigris muchas de las casas impactadas por la guerra no tienen agua, electricidad, ni seguridad.

En un comentario sobre el tema, Stephen Biddle, del Council on Foreign Relations (Consejo para las Relaciones Exteriores) describió así la «utilidad» de la embajada que se construye: «Si el gobierno de Iraq colapsa... en una guerra civil, usted puede ir a Fuerte Apache en medio del país de los indios, pero los indios ahora tienen morteros».

Mientras se espera esa posibilidad —que recuerda aquella desastrosa estampida desde la embajada de EE.UU. en Saigón, cuando reconocieron irremediablemente que habían perdido la guerra en Vietnam—, otros problemas asaltan a la fortaleza estadounidense en Bagdad.

El consorcio mediático McClatchy se hacía eco por estos días de las alegaciones hechas sobre el abuso que se comete contra los obreros que edifican el recinto. Dos ex empleados de First Kuwaiti Trading and Contracting, la compañía constructora, testificaron ante un panel de la Cámara de Representantes, dando cuenta de serias violaciones y abusos: trabajadores extranjeros prácticamente empaquetados en trailers y llevados a Bagdad bajo engaños, pues creían que iban a laborar en Kuwait; jornadas de 12 horas, los siete días de la semana, con solo un breve receso para las oraciones musulmanas de los viernes; salarios considerados de miseria, que además son multados si llegan cinco minutos tarde a sus labores... Un verdadero «tráfico humano», al decir del representante republicano Christopher Shays.

Mas esas nimiedades, que conciernen a los derechos humanos de hombres procedentes del sur y el este de Asia, se esconden tras los altos muros y las alambradas de cuchillas, donde los trabajadores iraquíes no son bien recibidos. Hay temores de que puedan ser parte de la resistencia. Y tendrían toda la razón del mundo.

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