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Verdad y leyenda del conde Barreto

El nombre del conde Barreto pervive en el imaginario habanero. Regidor perpetuo y alcalde mayor de la Santa Hermandad de La Habana, el propietario de la casona de la calle Oficios esquina a Luz, era malo, malo de verdad. Implacable con sus esclavos e incansable y exitoso rastreador de cimarrones, hacía víctimas de su sadismo a los que le pedían una limosna, aunque al final los recompensara. Era hombre de físico impresionante por lo elevado de su estatura y su robusta complexión; riquísimo, emparentado con lo mejor de la nobleza española.

En el monte que lleva su nombre, en la barriada de Miramar, escondió, se dice, tesoros que aún no fueron localizados. Don Jacinto Tomás Barreto y Pedroso, I Conde de Casa Barreto, falleció repentinamente, a los 73 años de edad, en su hacienda de Puentes Grandes, el 21 de junio de 1791, en medio de un pavoroso huracán que azotó la región occidental de la Isla y que pasó a la historia como el temporal de Barreto. Sus restos, se dice, no pudieron recibir sepultura.

Pero si sus despojos desaparecieron, aún se conservan las ruinas de la supuesta casa donde murió. Los investigadores Félix Mondéjar y Lorenzo Rosado, en su libro Marianao en el recuerdo, ofrecen su ubicación exacta. Dicen: «Las piedras de lo que quizá fue la famosa residencia de verano del conde Barreto se pueden observar en un sitio que se localiza próximo a la confluencia de la Calzada de Puentes Grandes con la Avenida 51, en la curva del cine Alba. Viniendo del centro de la capital, al rebasar la antigua Papelera Cubana y el puente sobre el río Almendares, se tuerce inmediatamente hacia la derecha y se sigue una pequeña calle rodeada de casas semidestruidas, de arquitectura decimonónica. Recorridos unos 20 o 30 metros, al girar de nuevo a la derecha, cualquier caminante puede encontrar una pequeña senda en la que se interpone una especie de almacén. En sus inmediaciones se ven fragmentos de muros de sillería, que obviamente pertenecieron a una sólida construcción de la época colonial. En este sitio enigmático, anatemizado de lúgubres relatos y convertido por el imaginario popular en un pedazo antillano de la legendaria Transilvania, vino a morir el temido conde Barreto».

Castigo divino

La doctora María Teresa Cornide en su libro De La Havana, de siglos y de familias, ahonda en la contradictoria personalidad del conde, a quien cataloga de enredador y calavera. De su madre, una santa mujer, compasiva con los desgraciados, heredó Barreto «los rasgos caritativos que mostraba en medio de su desempeño cruel y fiero». Tenía una curiosa forma de hacer el bien mientras hacía el mal, «un ejemplo de esto eran los incidentes que provocaba entre mendigos, al convocarlos con el pretexto de darles limosna. Cuando ya había suficientes, mandaba a soltar a los perros, que saltaban sobre los infelices, amenazadoramente.

Reputado el conde por la efectividad en la caza de cimarrones que organizaba, al ver los perros, los menesterosos pensaban que se trataba de la misma jauría. Cundía el pánico entre los congregados y los perros causaban menos estragos que el propio tropel de los mendigos en su huida. Terminada la “fiesta”, mandaba a curar a los heridos y les entregaba una limosna abundante, pero en correspondencia con el daño sufrido».

A sus esclavos los hacía trabajar al son del látigo a paso apretado, incluso durante la Semana Santa, cuando en todas las haciendas, por lo general, se observaba la fecha. Así, en una ocasión, llegada esa jornada religiosa, dispuso el conde que, pese a los ruegos del cura de la localidad, no se interrumpiesen los trabajos en su ingenio Barreto, en el poblado habanero de Managua. «Al finalizar la Semana Santa ocurrió un hundimiento de tierra en el área del batey, que provocó el derrumbe de varias edificaciones«, escriben Mondéjar y Rosado. Prosiguen: «En el pueblo este hecho se consideró como un castigo divino por el trato abusivo del conde». Se rumoraba que, en sus arrebatos, azotaba un crucifijo enorme.

Era propietario de otros dos ingenios azucareros, San Antonio y Río Hondo, que se tenían como los mejores y más eficientes de la época. Poseía asimismo grandes haciendas y cafetales. Construyó la casa de Oficios y Luz y encargó su decoración al pintor francés Juan Bautista Vermay; pinturas que no se conservan. En Puentes Grandes sus posesiones bordeaban el río Almendares y se extendían hacia el norte, buscando la costa, donde hoy se ubican los repartos Miramar y La Sierra. Allí poseía otra casa donde, se dice, torturaba con saña a los esclavos de su dotación. En las páginas de Marianao en el recuerdo se consigna que cuando esos sitios no eran más que monte firme, el pánico invadía a los carreteros al transitar por los alrededores, pues afirmaban que una luz misteriosa les salía al encuentro para posarse sobre los yugos de los bueyes que tiraban de la carreta.

«Lo cierto es que adentrado el siglo XX y aun después de construido el reparto Miramar, quedó una zona de reserva no utilizada del llamado Monte Barreto, que nunca dejó de inspirar recelos, pues en ella se llevaron a cabo horribles crímenes y suicidios que quedaron reflejados en las crónicas rojas de los periódicos de la época…».

Contra los ingleses

Don Jacinto Tomás Barreto y Pedroso nació en La Habana en 1718. Se casó tres veces —la última, con una mujer 28 años más joven— y del primero y tercer matrimonio tuvo seis hijas, y otras cuatro le nacieron de relaciones consensuales. Tuvo con su tercera esposa un varón, José Francisco Barreto y Cárdenas, nacido en 1773 y muerto en 1836, que lo sucedió en el título. Con su primera esposa tuvo también un varón que no superó la niñez.

El 1ro. de agosto de 1786 el rey Carlos III, de España, concedió a don Jacinto Tomás el título de Conde de Casa Barreto con el Vizcondado previo de San Jacinto, en recompensa por los servicios prestados como Teniente de las Milicias de La Habana, y a su desempeño como Alcalde y Alcalde mayor de la Santa Hermandad, cargos en los que se vio obligado a erogar recursos de su propio caudal y en los que logró la captura y el castigo de muchos malhechores.

El monarca tomó en cuenta además que durante el sitio de La Habana por los ingleses (1762) Barreto organizó una tropa de cien hombres blancos y otra de cien negros, a los que, de su propio peculio, dotó del armamento necesario para oponerse a la invasión. Ese gesto, en opinión de especialistas, careció sin embargo del altruista y desinteresado accionar de Pepe Antonio. Más que oponerse al invasor y defender la ciudad, Barreto armó sus huestes para proteger sus propiedades.

Piedras del ataúd

Llegó así la noche del 21 de junio de 1791. Un violento huracán azotó sin piedad la región occidental de la Isla. La zona de Los Quemados fue de las que más sufrió la furia de la naturaleza a causa del desbordamiento del Almendares. Ríos y arroyos salían de su cauce y los vientos, que ponían espanto en el ánimo más templado, arrasaban cuanto encontraban a su paso. No menos de 30 personas perecieron ahogadas, refiere la crónica.

La mansión campestre del conde Barreto se hallaba en lo más neurálgico de la crecida, justo en el cruce del Camino de Vuelta Abajo (Avenida 51) y el Almendares, y aquel 21 de junio, don Jacinto Tomás estaba de cuerpo presente en la sala de estar de su hermosa morada.

Seis blandones en magníficos candeleros flanqueaban el sarcófago de terciopelo negro con láminas de plata y, tras el ataúd, un crucifijo enorme parecía abrir los brazos de su misericordia al gran pecador que abandonaba el mundo cargando con sus delitos. Sentados en taburetes o en sillones de gruesa caoba velaban a su amo media docena de criados que lucían la librea de la Casa de Barreto.

Esperaban que el tiempo mejorara para trasladar los restos del conde para su residencia habanera. Relata Álvaro de la Iglesia en una de sus Tradiciones cubanas: «Fuera rugía la tormenta desatada con todos los tristes gemidos que acompañan a estas convulsiones de la naturaleza. Se escuchó entonces como un trueno lejano, después como un trepidar de carros sobre un pavimento pedregoso, más tarde como el retumbo de cien piezas de artillería disparando a un tiempo… Puertas y ventanas se rompieron con estruendoso fragor y un océano penetró en la sala derribando cuanto encontró a su paso. Después, la ola enorme, encrespada como si la hinchara un huracán, se retiró llevándose el sarcófago del conde en medio del resplandor siniestro de los relámpagos a cuya lívida claridad se distinguió solo en  el destruido salón el gran crucifijo de brazos abiertos y el semblante como severo y acusador».

Indicios

La lluvia y el viento se tragaron el cadáver del conde Barreto. Nunca más volvió a saberse de sus restos, según la leyenda. Otra versión de los hechos consigna que al llevarlo a enterrar, el ataúd del conde pesaba tanto que sus deudos decidieron abrirlo. Una pesada piedra sustituía el cadáver. La doctora María Teresa Cornide, descendiente lejana del personaje, no encontró ningún indicio confirmatorio de la leyenda.

En el registro de defunciones de la iglesia del Espíritu Santo, en Cuba y Acosta, a cuya jurisdicción pertenecía la casa solariega de los Barreto, encontró mutilada la página correspondiente, pero en una copia que localizó nada hacía alusión al infausto incidente, aunque  dejaba constancia de que don Jacinto Tomás murió en la noche de aquella tormenta junto con otros muchos habaneros. Aun así pervive la leyenda. ¿Aparecerá el tesoro que escondió en el Monte Barreto?

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