Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El Duende

La tecla del duende

Concurso Cine

¿Cuándo hay un nuevo concurso?, pregunta la veterana Julia con el dedo ya en el gatillo de las ocurrencias. Aquí va la respuesta: hoy mismo surge otra lid de originalidad y belleza.

Y nace en una sala oscura, donde de pronto se hará la luz. Vamos al cine, al invento genial de Auguste y Louis Lumière, los hermanos franceses que atraparon y proyectaron la imagen en movimiento, el rostro más exacto, hasta entonces, de la existencia.

¿Cuántas historias desde ese instante se alumbraron ante miles de espectadores? ¿Cómo —primero en el silencio y la grisura, luego sonoramente y a todo color — se fue captando la emoción y la esperanza, las angustias y las pasiones, la búsqueda incesante de las quimeras del oro, en los tiempos modernos?

¿De qué forma, frente a una pantalla gigante junto a muchos desconocidos o ante un televisor casero, o en la pantalla plana de una computadora, las películas han teñido nuestros sentimientos? Pues bien, las bases del concurso están aquí:

•Que cada lector cuente, en no más de una cuartilla, en prosa o verso, cómo el cine ha tocado su vida. Los trabajos pueden entregarse personalmente en JR, enviarse a nuestra dirección postal o remitirse al correo concursocine@juventudrebelde.cu, y se admitirán hasta el día 28 del próximo diciembre. Los premios estarán vinculados a este arte.

Eran tan solo de celuloide

... Estaban como despiertos, a la espera de entrar en la sombra, de que la pantalla perdiera su blancura y apareciera en ella la cumbre nevada de una montaña, rodeada por un anillo de estrellas dando vueltas, o la estatua glacial de una mujer, de cuyo brazo erguido brotaban franjas de luz, y diera comienzo una aventura errante, en la que tenían la ilusión de franquear el tiempo y el espacio (...) En sus asientos parecían recogerse hasta con cierta reverencia. Los ojos, como preparándose para percibir otra realidad, empezaban a acostumbrarse al arribo de las sombras. Oían una música y aparecían los créditos, que ninguno a su edad leía ni recordaba, a lo que no había que atender, algo que pasaba como un simple aviso de que la película realmente venía después. Para ellos no existían directores ni actores, solamente protagonistas de acciones. ¿Quién representaba a Búfalo Bill o hacía de Superman? En aquella época feliz en la que la proyección de la película bastaba, no sabría responder. Nada estaba detrás de la película, como si esta saliera de la nada. Ningún personaje vivía fuera de la pantalla, y sus existencias duraban lo que duraba la proyección. Eran tan solo —y para él significaba mucho— Superman o Búfallo Bill. Eran tan solo de celuloide, y por eso precisamente le producían tan extraordinaria impresión. Cuando una música ligera o solemne anunciaba el fin, y se disolvía la sombra y volvía la tela a su blanco indiferente, todo había terminado. Igual que guardaba sus juguetes de niño, los protagonistas y las diligencias también desaparecían hasta la próxima matiné. («Un lector de novelas va al cine», en: El hombre discursivo, de Antón Arrufat)

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