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Presencia juvenil en la recogida de café

Juventud Rebelde visitó un apartado paraje de las montañas orientales y corroboró cómo un contigente de jóvenes se entrega al trabajo

Autor:

Juventud Rebelde

BUEY ARRIBA, Granma.— Llegamos por un camino salvaje, después de muchos minutos de saltos involuntarios dentro de nuestro transporte de montaña. Pasamos por San Pablo de Yao, La Nave, San Francisco, Alto de Maguaro...

Un rústico cartel, al borde de un trillo, anunció que al fin tocábamos Arroyón, un pequeño caserío entre lomas del consejo popular Maguaro, a unos 15 kilómetros de la cabecera de Buey Arriba.

«Están allá», nos dijo señalando Omar Contreras, el jefe de la granja estatal del Ejército Juvenil del Trabajo enclavada en ese lugar. Se refería a los jóvenes de uno de los dos contingentes de Granma que habían decidido volcarse durante 15 días a la recogida de café en sitios recónditos.

Era un mediodía incandescente y el sudor anegaba los párpados. Los muchachos, sin embargo, parecían reírse de la vida; llenaban los morrales entre chistes o alguna canción desentonada.

Laboraban en el campo llamado Pesticida, el quinto que conocían en pocos días. Otros sembradíos de los contornos poseen nombres graciosos: El Policlínico, Las Marías, Guayabita...

Las plantaciones, de unos 17 años de edad, no están muy cargadas, pues ya el pico de la cosecha pasó; y ellos realizan un «repaso» para perder la menor cantidad de granos, que se maduraron aceleradamente después de las lluvias asociadas al huracán Ike.

«El primer día tuvimos que cruzar tres veces el río Mabay para llegar al campo. Y en esa ocasión nuestro campamento, compuesto por 30 jóvenes de Bayamo y Yara, bateó jonrón. Después la recogida fue menor, por lógica», señala Yasmani Flores Tamayo, quien trabaja en un centro de salud de Bayamo.

No lejos de él, Reinier, Daimet y otros se quejan de las mordidas «vampirescas» de las hormigas. «Abundan en los cultivos de café de este lugar. Casi siempre atacan el cuello y por aquí las nombramos «45 minutos», porque ese es el tiempo aproximado que dura la picazón después que muerden», explica Omar Contreras. De paso, expone que la productividad colectiva ha sido de 34 latas diarias.

Ese estorbo del insecto no resulta el único. En el ejercicio de recolectar el grano, por ejemplo, los principiantes —por la humedad de la tierra— suelen resbalar y caer a cada rato. «Yo he ido al piso incontables veces, pero si echáramos una competencia no se sabe quién ha caído más», dice con una sonrisa amplia Maité Echeverría, trabajadora social de Bayamo y una de las ocho muchachas que componen el destacamento de Arroyón.

Ella explica que para las hembras, varias de las que padecieron el «mal mensual» en esta movilización, las faenas se tornan más espinosas.

«Oye, cuidado con la carga, sujétense», se escucha ahora desde un montículo oculto. Son Wilfredo Rodríguez y Jorge Rojas, quienes transportan en sus hombros sendos sacos llenos de café. Los colocan debajo de una planta de guayaba que sirve de punto de acopio. «¡Este es el octavo!», gritan.

Después de unos minutos traen desde la cocina el almuerzo. A la sombra de los árboles degustan los alimentos (croqueta, arroz, yuca, potaje y dulce), que a esa hora se antojan manjares.

Reposan un rato y con la placidez de la sombra corrigen a alguien que suelta una palabra mal dicha «extinguición» y la carcajada pública estalla.

«Todos los días han sido así, de trabajo y de diversión. Junto al esfuerzo hemos aprendido a vivir como lo hace la gente de la montaña, a conocer sus costumbres y sus gustos, a levantarnos bien temprano con el canto de los gallos», apunta Jorge Rojas.

Y agrega que cada tarde el campamento en pleno se baña en el río, cuyas aguas sirven, además, de lavadero colectivo, aunque las hembras —que ayudan a sus compañeros— son la vanguardia en ese apartado.

Odalis añade otro detalle que dibuja estas jornadas en Arroyón: «Para hablar por teléfono con nuestros familiares tenemos que caminar un mundo. Un día hicimos una caminata de dos kilómetros para localizar un inalámbrico. La suerte es que los vecinos de los alrededores se han convertido también en otra familia».

Termina el reposo y enrumban de nuevo hacia el cafetal. Pese a que el sol «ruge» no decae el entusiasmo. El morral sigue activo. En medio de la faena alguien lanza una pregunta: «¿Cómo estarán los de California?». No es una referencia al estado norteamericano, sino a otro lugar de la Sierra Maestra, mucho más apartado que Arroyón, donde acampan otros 70 jóvenes granmenses.

«Igual que nosotros», responde una voz. La misma que, acto seguido, formula un anuncio: «Va a llover fuerte hoy». Sin embargo, nadie se atemoriza. Más bien, Odalis Traba expresa en broma, con acento campesino, empleado adrede: «No será la primera ni la última, muchacho».

Entonces Wilfredo cuenta sobre el día que los atrapó un torrencial aguacero en el campo y siguieron trabajando «sin tregua». Retornaron empapados al albergue.

«Aquí nada nos ha parado. Tal vez podíamos haberlo hecho mejor, porque muchos vienen por primera vez al café y esto es de maña. Pero el impulso no ha faltado».

Se escucha un trueno lejano. Decidimos regresar ante la posibilidad de quedarnos atascados. En el trayecto nos rocía una llovizna. Imaginamos que en Arroyón en este minuto de la tarde se mantenga el diluvio de fervor, de risas y de ocurrencias fértiles.

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