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La última madrugada del dictador Fulgencio Batista

Ya con las horas contadas, en la debacle de su régimen criminal, Batista volvió la mirada hacia la guarida de Rafael Leónidas Trujillo, su homólogo de República Dominicana

Autor:

Luis Hernández Serrano

Ante la inminencia de caer en manos de los barbudos comandados por Fidel, hace medio siglo exacto, Fulgencio Batista y sus más allegados secuaces huyeron en desbandada como ladrones en la noche.

Estrepitosamente tuvo lugar el eterno desenlace de todos los dictadores. El arrogante sátrapa, de gestos teatrales, se escapaba al amparo de la madrugada, con la premura de un ratero sorprendido mientras forzaba una ventana. ¡Y a «eso» —dijo la prensa entonces— le llamaban «¡El Hombre!».

Se cumplía una vez más la tesis de que los tiranos se ayudan mutuamente para sostenerse en el poder, y ya en la hora de la debacle, tras una orgía de sangre que duró siete años, volvió la mirada hacia la guarida del déspota Rafael Leónidas Trujillo.

El dictador de República Dominicana tenía que salvarle la vida a tiempo al fiel amigo. Los dos emulaban en cantidad de crímenes: uno ensangrentaba la tierra de Máximo Gómez, y el otro ahogaba en sombras de dolor y crímenes la patria de José Martí.

Como Trujillo y los demás dictadores, el tirano Batista llegó a creer que la república era una finca privada para su disfrute, el de su familia y el de su camarilla.

Hacia allá partió en la madrugada del 1ro. de enero de 1959, a rumiar —en un silencio preñado de soberbia— el escozor que le provocaba la certidumbre de su derrota final.

En desbandada que saturó las primeras planas de todos los periódicos del mundo, se habló de la fuga del envalentonado simulador que presumía de honorable soldado, sin serlo; de valiente, y no lo demostró nunca; de «intelectual» honrado, y era un ladrón. Simuló ser justo, puro, trabajador y noble, pero nuestro pueblo nunca pudo creerle esas falacias.

Una casi impenetrable reserva había protegido la fuga del siniestro mandón, quien en apariencia permanecía sereno, dando órdenes, despachando los asuntos de Gobierno y anunciando planes de futuro.

Alguien se había percatado del envío de los hijos de Batista para el extranjero, el lunes 29 de diciembre, acompañados por el administrador de la Aduana de La Habana, Manuel Pérez Benitoa.

No escaseaban las sospechas. Desde hacía varios días en determinados círculos oficiales y diplomáticos recelaban de un brusco viraje en la situación política nacional, porque además estaban al tanto del empuje de los guerrilleros de la Sierra Maestra que ya estaban en los llanos de Las Villas.

Batista —se sabía— era una fiera en casi todo y más ocultando lo que no le convenía que trascendiera al pueblo. Su partida del Palacio Presidencial la hizo normalmente, sin trasiegos de maletas ni baúles, y se esmeró en tratar de no dejar escapar ni un solo indicio del despelote planificado.

Tal fue su manera de encubrir lo previsto que incluso, para despistar y planificar bien su fechoría, impartió instrucciones a algunos funcionarios de la presidencia sobre la agenda de trabajo con vistas a una reunión que efectuaría el jueves 2 de enero en el propio Palacio.

Ya a esas alturas, el primer ministro Gonzalo Güell y el titular de Trabajo «Pepe» Suárez Rivas, gestionaban con Trujillo al mejor acomodo para la inminente llegada de los fugitivos.

Claro que La Habana se percató enseguida de que algo raro acontecía. Circulaba la bola de que había más de mil muertos en los bombardeos en Santa Clara, que eran «pilotos de Trujillo» y que se notaba un extraño «corre-corre» en Columbia.

El general Eulogio Cantillo Porras, que había traicionado el acuerdo que selló con Fidel en Oriente, entraba y salía varias veces de una de las oficinas en la fortaleza, mientras afuera, en el polígono y los cuarteles, la inquietud cundía en la tropa.

El ajetreo de altos oficiales se podía apreciar fácilmente en la residencia presidencial de Columbia. Un nutrido grupo de jerarcas civiles alternaban sospechosamente con los jefes militares. Los frecuentes apartes del general Cantillo y el dictador sugerían un perfecto arreglo entre ambos, al tiempo que los elementos políticos, desconcertados, cambiaban impre-siones en susurros.

En aquellas singulares vísperas de Año Nuevo se escuchaban de modo insistente los teléfonos. La desconfianza y la alarma invadían el ánimo de muchos prominentes batistianos, y corrían veloces los automóviles con dirección a la principal fortaleza militar del país.

El dictador, en uno de los últimos Consejos de Ministros, extremó su falsa bizarría para ocultar lo mejor posible el terror que le inspiraban los éxitos combativos del Ejército Rebelde:

—Señores —comenzó diciendo— conozco como nadie la gravedad de la situación, así que no necesito que se me hagan observaciones. Quiero que sepan que cumpliré con mis deberes, pase lo que pase, y espero que ustedes sepan hacer lo mismo.

Tales estratagemas hicieron dudar a algunos de los más cercanos cómplices del tirano. En las fuentes inmediatas de Batista, sin embargo, los informes eran de otra índole. El nombramiento de José Eleuterio Peraza y de Joaquín Casillas Lumpuy, y el bombardeo a Santa Clara, se interpretaban como una firme decisión del tirano de resistir (¡!) hasta el final.

Sus aparentes bravuconerías hacían recordar o remedaban las postreras decisiones de Adolfo Hitler en los sótanos de la Cancillería, bajo las granadas del Ejército soviético.

El motorizado desplazamiento hacia Columbia cobró un mayor volumen con la noche, pero el pretexto de la fiesta de fin de año servía para disimular el sentimiento de pánico reinante.

Muchos secuaces del dictador quisieron comprobar personalmente si el barco estaba haciendo agua, y acudieron a la residencia presidencial en la fortaleza, con sus pistolas bien visibles, prestos a imponer su pasaje en avión, ¡a las buenas o a las malas!

Gastón Godoy, Anselmo Alliegro y otros personeros relevantes del Gobierno, comentaron entre sí que la situación se había puesto «¡más mala que nunca!».

El Presidente, intentando hacer ver que era un valiente, criticó a Andrés Rivero Agüero por un comunicado de felicitación que quiso transmitir al pueblo, hablándole de «paz y concordia» y le dijo: —¡Déjate de eso, chico. Van a pensar que eres un flojo. Hay que aplastar la insurrección para hacer un escarmiento. ¡El Gobierno está ahora más fuerte que el primer día!

A pesar de las guaperías de los partes emitidos por el Estado Mayor General Conjunto del Ejército, la inmensa mayoría de los jefes militares que rodeaban en esos instantes al dictador sabían bien la situación real de Oriente y Las Villas. Gastón Godoy le dijo a Alliegro: «Cantillo me confesó ahora que nada puede evitar la caída de Santa Clara. Estoy horrorizado, ¡cuánta sangre!». Era una expresión de escrúpulos tardíos.

Minutos antes de la estampida

Exactamente a las 12 de la noche, el dictador se encaminó hacia el comedor. Brindaron con el choque suave de las copas. Teatral hasta el último minuto, dio por terminada la ceremonia con su «¡Salud, salud!» habitual. E inmediatamente miró a Cantillo para que recitara la parte del libreto ensayado de la traición y la fuga.

—Señor Presidente, los jefes y oficiales del ejército consideramos que su renuncia contribuirá a restablecer la paz que tanto necesita el país.

Quienes habían participado en la escritura de la obra de teatro, permanecieron tranquilos, pero los que se desayunaban con semejante solicitud, intercambiaron miradas de asombro y zozobra.

Batista interpretó muy cínicamente sus bocadillos prefabricados en Columbia días antes, y a la una de la madrugada daba instrucciones a Cantillo, con una taza de café con leche caliente en la diestra. Un ayudante le alcanzó el teléfono, escuchó lo que le decían, se puso pálido, lo colgó con ademán nervioso, y ordenó:

—¡Vámonos!

Rivero Agüero le preguntó: «¿Hacia dónde?», y Batista le dijo casi corriendo: «¡Chico, no preguntes, vámonos, que te van a matar a ti también! Dile a tu mujer que se lleve a los muchachos»; y —dirigiéndose a su esposa— expresó: «¡Marta, levanta a la niña!».

Una caravana de autos los llevó hacia el aeropuerto militar, fuertemente escoltado por tropas avisadas. Detrás de Batista y sus familiares subieron al avión principal personajes siniestros como Pilar García, su hijo Irenaldo, Carratalá, el clan de los Tabernilla, Pérez Coujil, Orlando Piedra y otros esbirros. La flotilla la integraban cuatro aviones en total. En otros medios (yates, embarcaciones, embajadas) el resto de los corruptos, torturadores y asesinos se ponía a salvo, entre ellos Masferrer, Pedraza, Mujal, Güell, Godoy, Laurent, Justo Luis del Pozo, Esteban Ventura Novo y otros.

La traición de Cantillo se había consumado, pero nadie pudo escamotearle el triunfo a la Revolución. La serena energía de Fidel en Santiago, la alerta que transmitió al país, la audaz marcha de las Columnas de Camilo y el Che desde el centro de la Isla, la colaboración del pueblo —en particular del proletariado— en la huelga general ordenada por el Comandante en Jefe, y la actuación oportuna de las Milicias, superaron la crisis.

Al saberse de la fuga del tirano y su pandilla de criminales, el pueblo se convirtió en un ejército civil en las calles.

El último servicio de la Embajada de los Estados Unidos en La Habana fue propiciar la asonada militar del general Eulogio Cantillo Porras, que permitió la fuga del dictador y sus cómplices. Pero las barbas rebeldes se diseminaron en el seno del pueblo.

Fuente: Revista Bohemia, 11 de enero 1959. «Revolución, sí; golpe militar, no», Fidel Castro Ruz, en «La Revolución Cubana: 45 grandes momentos», Julio García Luis, Ocean Press, 2006. El golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, Mario Mencía; La vida secreta de Meyer Lansky en La Habana, Enrique Cirules, Editorial Ciencias Sociales, 2004; Entrevista con Marilú Uralde Cancio, Instituto de Historia de Cuba.

 

Batista y sus secuaces

El dictador Batista huyó del país con más de 400 millones de pesos ajenos. De 1933 a 1944 robó a manos llenas y regaló a su primera esposa cuatro millones.

De 1944 a 1948, con lo malversado, viajó por América en un tren de millonarios, se instaló en el Hotel Waldorf Astoria, en Nueva York, y mandó a construir una residencia en la sureña ciudad estadounidense de Daytona Beach.

Regresó a Cuba en 1948, por un acta senatorial liberal-demócrata de Las Villas que le costó una fortuna, para subir otra vez al poder y re-enriquecerse.

Su turbio origen

Nacido en Banes, Oriente, estudió la primaria allí, fue cortador y pesador de caña e ingresó en los ferrocarriles. Por sus grandes y secretas ambiciones, aceptó todo lo que le reportara más ganancias.

En 1921 entró al ejército para tener tiempo de moverse a su antojo en La Habana. Estudió taquigrafía y no desaprovechó la ocasión de aumentar sus ingresos. Arregló libros comerciales, administró bienes, trajo frutos para re-

vender en los mercados, y cuando se vio de sargento taquígrafo del Estado Mayor del Ejército, comenzó a relacionarse con la alta oficialidad, y se adentró en los vericuetos del poder militar en Cuba.

Según Enrique Cirules en su libro sobre Meyer Lansky, lo anterior «es parte de la historia oficial que se repitió muchos años. Pero existió otra cara oculta, un Batista con oscuro pasado prostibulario, en los barrios de mala fama, socio de matronas, tránsfugas, calientacamas, delincuentes y chulos de la época.

«El sargento conocido en tabernas y burdeles del puerto como “El Indio lindo” —agrega Cirules— se vinculó muy pronto a los mafiosos que traficaron con alcoholes y rones durante la Ley Seca».

Cuando se derrumbó la tiranía de Machado, Batista (apoyado por los servicios secretos norteamericanos) se instaló como coronel Jefe del Ejército, ocupó una buena posición en el poder militar, y estableció enseguida fuertes relaciones con personajes de la mafia norteamericanan como el judío Meyer Lansky, lugarteniente de Lucky Luciano.

Los verdugos

Sin los verdugos de sus cuerpos represivos, Batista no hubiera podido mantenerse siete años. Esteban Ventura Novo, ascendió trepando por una loma de cadáveres, y sus estrellas chorrearon sangre a borbotones. Pilar García, con nombre de mujer y alma de asesino, estuvo retirado, volvió a deshonrar el uniforme con un montón de crímenes, e implantó el «método García»: ¡el asesinato por la espalda!

Manuel Ugalde Carrillo sembró la muerte en las paredes como buen discípulo de Torquemada, y Batista lo envió a los lugares donde quiso implantar el terror.

Bajo el mando de Rafael Salas Cañizares (a quien el pueblo llamó «Masacre») se ahogaron en sangre sus opositores y se cometieron abusos incontables. Francisco Tabernilla Dolz golpeó y torturó con el lema de «darle candela al jarro hasta que suelte el fondo».

José Eleuterio Pedraza (un déspota que no soltaba un segundo su fusta), mató a cuanto revolucionario que se encontró en el camino. Joaquín Casillas Lumpuy, entre muchas otras felonías, fue el asesino del líder azucarero Jesús Menéndez.

Conrado Carratalá Ugalde (apodado «El extraño», sin rival alguno en crímenes) en una semana pasó de simple vigilante a coronel de la Policía. Compadre de Ventura, tenía sed de sangre y en sesiones de torturas y asesinatos se sentía como pez en el agua.

Julio Laurent, además de asesino de Jorge Agostini, mató con predilección a numerosos prisioneros indefensos.

Alejandro García Playón, con el apodo de «Nito Matasiete», asesinó con sus propias manos a muchos compatriotas.

Uno de los principales perros de presa de Batista, Leopoldo Pérez Coujil, era aficionado a desbaratar cabezas.

Jacinto Menocal escogió el sendero del crimen, primero en el SIM y luego en La Habana y Pinar del Río. ¡Fue una hiena! Solo en Los Palacios segó por lo menos 108 vidas.

José María Salas Cañizares tenía vocación de asesino y sus mayores crímenes los cometió en Santiago de Cuba.

Orlando Piedra Negueruela, jefe del Buró de Investigaciones, mandó a ahorcar y a masacrar a muchos jóvenes.

Entre Carlos Tabernilla Palmero —jefe de la Fuerza Aérea e hijo de «Pancho», el viejo rufián jefe del Estado Mayor— y sus hermanos, se repartieron el ejército como si fuera una herencia de familia. Sus aviones bombardearon sin piedad a los campesinos de la Sierra Maestra.

Lutgardo Martín Pérez (matón mayor a sueldo) inició su carrera al lado del criminal Rolando Masferrer. No entendió nunca más idioma que el de la tortura contra hombres esposados o amarrados. Juan Salas Cañizares, al frente de las «perseguidoras» de la Radiomotorizada, empleó el vergajo como su forma preferida de hablar con la ciudadanía.

A Alberto Triana Calvet, que era solo sargento, Batista lo hizo jefe militar de Matanzas. De ahí pasó a Camagüey y después a Holguín, lugares donde a su antojo ensangrentó a la juventud.

Batista ascendió a todos estos personajes, muestrario solo comparable con los nazis de Adolfo Hitler. Hizo lo mismo con otros jefes delincuentes y sin batallas. Ascendió en total a seis generales, 17 coroneles, 16 tenientes coroneles, 41 comandan-tes, 77 capitanes, tres primeros tenientes y a dos segundos tenientes. Más de 30 de ellos cometieron homicidios, malversación, maltrato, coacción, amenaza, alteración del orden, falsificación de documentos y otros delitos.

La guerra fue para ellos su examen final, pero el 1ro. de enero de 1959 el Ejército Rebelde y los combatientes del llano los desaprobaron, es decir, los vencieron.

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